Para Alberto Arelle
El PAN cumplirá 70 años en septiembre. Para entender sus graves predicamentos actuales vale la pena mirarlos con la perspectiva histórica de la “Teoría de las generaciones”, formulada por Ortega y Gasset en su libro El tema de nuestro tiempo (1923). La obra divide el ciclo histórico de grupos socialmente homogéneos (políticos, culturales) en cuatro elencos cuya vigencia dura quince años y que, por lo general, responden a una pauta resumida en cuatro actitudes: fundación, consolidación, crítica y ruptura.
“La Generación de 1915” (nacida entre 1890 y 1905) fundó las instituciones del nuevo orden post-revolucionario. Con ese espíritu, dos miembros de ese elenco (Manuel Gómez Morin y Efraín González Luna) crearon el PAN e influyeron en la marcha del partido durante los años cuarenta y principio de los cincuenta. Aunque sus posturas ideológicas no siempre convergían (Gómez Morin tenía una raigambre “maderista” y vasconcelista, González Luna era mucho más afín a la derecha católica), ambos encabezaron una batalla formidable por la democracia cuando prácticamente nadie (ni siquiera los liberales disidentes de la Revolución) pensaba que el voto fuese el camino para lograr la madurez política en México. Penosamente –hay que decirlo– las posturas internacionales que ambos fundadores predicaron durante la Segunda Guerra Mundial no correspondieron a esa fe democrática.
A esa generación siguió el grupo nacido entre 1905 y 1920. Quisieron consolidar el legado de los fundadores. Fueron los quijotescos batallones cívicos del PAN en los años cuarenta. Su periodo de influencia cubrió los años cincuenta y sesenta. Desdeñados por Ruiz Cortines como los “místicos del voto”, vivían “bregando eternidades”. Sabían que conquistar el poder era imposible, pero participaban en elecciones federales, estatales y municipales para plantar semillas democráticas. En esa etapa hubo episodios notables (como la caravana de Luis H. Álvarez, candidato presidencial en 1958) y aspectos lamentables, como la radicalización de la dirigencia panista a la derecha clerical, que ahora sobrevive en “El Yunque”. Esta exacerbación alejaba (aleja aún) al partido de sus raíces maderistas y lo condenaba a una posición aún más marginal y sobre todo anacrónica, en aquellos años contestatarios. Por desgracia, el líder que pudo haber introducido el necesario aggiornamento en el PAN, Adolfo Christlieb Ibarrola, murió relativamente joven.
El ascenso del populismo priista con Luis Echeverría sorprendió al PAN sin liderazgo. La generación siguiente (nacida entre 1920 y 1935) criticaba la debilidad de las anteriores, pero su confusión política fue tal que su receta consistió en combatir la impotencia… con más impotencia. Para 1976 el PAN no presentó candidato presidencial. Una fracción disidente se separó del partido y formó una organización fugaz. Otra, que argumentaba una crisis de identidad en el partido, terminó por cambiar de identidad y deslizarse a agrupaciones de izquierda. Parecía el fin del PAN cuando, de pronto, la crisis nacional de 1982 lo revivió. Ante la quiebra del erario público, la democracia comenzó a abrirse paso como alternativa histórica. El PAN adquirió un nuevo aire, pero quienes ahora lo representaban no eran ya los fundadores, consolidadores o críticos sino los “neopanistas” de la generación de ruptura (1935-1950), acaudillados por un valiente empresario sinaloense nacido en las postrimerías de la camada anterior: Manuel Clouthier.
El único intelectual de la nueva generación fue el filósofo Carlos Castillo Peraza. Apasionado, complejo, lúcido, Castillo tomó el sitio vacante desde Christlieb en la modernización ideológica del PAN. El partido conquistó las primeras gubernaturas de su historia en Baja California Norte (1989) y Chihuahua (1992), alcanzó mejores niveles en los comicios presidenciales de 1994 y un lugar de creciente influencia (que no siempre usó con responsabilidad y visión) en las Cámaras. Durante los años noventa, panistas y neopanistas caminaron en razonable armonía, entre sí y con la izquierda partidaria. Los unía el objetivo común de poner fin al viejo sistema político. El gobierno de Zedillo allanó el camino a una competencia equitativa. El sistema se resquebrajó en 1997 y dejó de existir en el 2000, con la llegada de Vicente Fox, un caudillo de la generación de ruptura. Por desgracia, ese año murió Castillo Peraza y con él la posibilidad de afianzar el triunfo con un cuerpo de ideas que retuviese la identidad del PAN pero abriera ventanas al nuevo siglo.
Sin oficio político, Vicente Fox fue incapaz de consolidar su triunfo ni establecer un nuevo orden republicano entre los poderes y entre los partidos. El desencanto lastimó al partido y creó un vacío de poder que llenó otro caudillo. Consciente de que el PAN había fallado en su primer intento, un sector del electorado –minoritario, apenas suficiente– decidió darle una segunda (tal vez última) oportunidad, en la persona de Felipe Calderón.
En julio de 2006 comenzó un nuevo ciclo en la historia panista. ¿Cómo ha utilizado el PAN su segunda oportunidad en Los Pinos? La respuesta del ciudadano es paradójica: las encuestas aprueban al Presidente, las elecciones reprueban al partido. Entre las diversas razones destaco una: la percepción fundada y creciente de que el PAN se parece cada vez más al PRI: la misma prepotencia en sus gobernantes locales, el mismo control vertical de sus cuadros y, lo que es más grave, la misma indecencia y corrupción en los niveles municipales y estatales. Ésa es la razón principal de su derrota: el prestigio moral, que durante los sesenta años de “bregar eternidades” fue su preciado capital, se ha ido gastando. A encarar esa crisis deberían dedicar los panistas su 70 aniversario.
– Enrique Krauze
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.