Gustave Doré
“Jezabel, esa mujer que se dice profetisa, que enseña y extravía a mis siervos hasta hacerlos fornicar y comer carne sacrificada a los ídolos” (Apocalipsis 2, 19-20)
Acaso la gente necesita combatir la imagen del caos con teorías que den coherencia al contorno amenazador. La idea de que vivimos en un mundo completamente azaroso donde puede ocurrir cualquier cosa sin causa visible resulta repelente. Por ello, ante la amenaza de una pandemia de influenza porcina, comienzan a circular teorías sobre diversas posibles conspiraciones. Lo mismo ocurre con las amenazas del crimen organizado y de los narcotraficantes. David Aaronovitch ha publicado un interesante libro sobre las teorías conspirativas y su función social: Voodoo Histories: The Role of the Conspiracy Theory in Shaping Modern History. Los casos que analiza son fascinantes. Van desde los protocolos de los sabios de Zión, la muerte de Marilyn Monroe y el asesinato del presidente Kennedy, hasta el supuesto complot de Roosevelt para armar el ataque a Pearl Harbor como excusa para entrar en la guerra mundial, el accidente fatal de la princesa Diana y las pretendidas maquinaciones de Bush para derribar las torres gemelas en Nueva York. Yo he caracterizado estas situaciones como una manifestación del “síndrome de Jezabel”. Este síndrome, como lo he desarrollado en mi libro Las redes imaginarias del poder político, se caracteriza por la creación, la provocación, la estimulación y la represión constantes de áreas sociales marginales, compuestas por las manifestaciones de enervamiento extremo de las clases dominadas, y de algunas fracciones de la clase dominante. El resultado es la invención de un temible enemigo, una Jezabel bíblica que simboliza a una inmensa cohorte de seres extraños, criminales, revolucionarios y locos que conspiran contra el orden establecido.
David Aaronovitch no critica a las teorías conspirativas simplemente por el hecho de que no existe ningún complot secreto detrás de ciertos acontecimientos. Para él la teoría conspirativa es la atribución de una influencia deliberada en algo que es más bien accidental o no intencional. Su crítica va dirigida más bien a las ideas conservadoras que, frente a las teorías conspirativas, postulan una teoría de la contingencia. Esta teoría se niega a ver las relaciones estructurales que están en la base del tejido social y defiende el status quo al afirmar que no hay ninguna conspiración: todo es azar, nada está determinado.
Las teorías conspirativas son muy seductoras porque parecen dar una explicación de la realidad y de los hilos ocultos que articulan ciertos sucesos que serían de otra manera incomprensibles. Con frecuencia la clase política, en épocas de escasa legitimidad de los aparatos de gobierno, aprovecha estas redes imaginarias para estimular la cohesión social ante el peligro de una Jezabel que amenaza a la sociedad con una pandemia apocalíptica de consecuencias imprevisibles. Al mismo tiempo, se estimulan las ideas que pretenden que vivimos en un mundo contingente e imprevisible sujeto, digamos, a las mutaciones de un virus o a los vaivenes indescifrables de tendencias irracionales.
Así pues, no estamos ante ninguna conspiración. No hay agentes ocultos que manipulan los hilos de la pandemia (o de las amenazas del crimen organizado). Lo que ocurre es que los políticos, los que están en la oposición como los que gobiernan, no dejan de aprovechar las tensiones provocadas por las enfermedades de origen biológico o social para sus propios fines partidarios.
Es doctor en sociología por La Sorbona y se formó en México como etnólogo en la Escuela Nacional de Antropología e Historia.