El timeline y el mundo

El conflicto de la Ley Sinde enfrenta a dos grupos de interés. Cuando se niegan a reconocer que ellos también son un lobby, los detractores de la normativa demuestran que no entienden cómo funciona la democracia.
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Uno de los recursos más habituales en la discusión política consiste en afirmar que nosotros defendemos ideales y nuestros adversarios solamente intereses. No suele ser verdad: todo aquel que se haya detenido a pensar un poco en sus propias ideas se habrá dado cuenta de que, en la mayoría de casos, estas están muy vinculadas a sus intereses. Esto no es grave: la democracia es un combate entre visiones del bien, pero también una manera ordenada de transaccionar entre intereses contrapuestos. No es casual -ni cínico- que un sindicalista tienda a tener ideas que benefician a los sindicatos; que un empresario suela tener ideas que beneficien a las empresas o que un periodista esté particularmente implicado en la lucha por la libertad de prensa. Por supuesto, todo puede degenerar, y podríamos hacer una larga lista de personas e instituciones para las que las ideas son solamente un peaje que pagan para embellecer sus feas ambiciones. Y por supuesto hay personas -quizá todas, en momentos especialmente generosos- que renuncian a su interés porque se dan cuenta de que es injusto. Pero por lo general, sin embargo, la cosa está clara: los jubilados defienden las pensiones y los duques la nobleza. Sería de esperar, sin embargo, que todo adulto que se pone a discutir sobre asuntos públicos recordara que todos nos hallamos en esa misma situación. Pero esto no sucede. No en España. Aquí todo el mundo parece afirmar que habla desde la pureza desinteresada al pedir algo. Y a todo aquel que se le opone no lo considera alguien, simplemente, con ideas e intereses contrarios, sino parte de un lobby.

El último caso ha sido el de la Ley Sinde. Las asociaciones de gestión de los derechos de autor y muchos escritores, compositores y editores han sido partidarios de ella y, efectivamente, han presionado a los legisladores para que la aprobaran. Han mostrado ideas -la creatividad no estaría incentivada si no es remunerada, la percepción de la cultura como algo que debe ser gratuito es errónea en sí misma- y, por una vez, no han ocultado sus intereses: sí, viven de los derechos de autor y la propiedad intelectual, y un sistema legal que no protegiera ambas cosas acabaría con su forma de vida y tendría malas consecuencias para la sociedad en general. Pese a algunas dudas, tiendo a estar de acuerdo con esta postura -aunque, en muchos casos, sus defensores la han presentado con una increíble falta de inteligencia-, y además me ha parecido que la participación de sus defensores en el debate ha sido limpia: aquí, nuestras ideas; aquí, nuestros intereses: pedimos a la sociedad y a los políticos que nos atiendan.

Muchos de los detractores de la ley, sin embargo, se han presentado adánicamente: “No, nosotros no tenemos intereses aquí -parecían decir muchos de ellos-. Solo estamos defendiendo la verdad.” Lo cierto es que el conflicto no es más que una disputa entre dos grupos de ciudadanos democráticamente enfrentados que buscaban amparo legal, pero ellos han querido que pareciera una lucha entre el pueblo -ellos- y los taimados artistas. Es una pena, porque algunos de ellos -Ricardo Galli, Enrique Dans, Julio Alonso, Ignacio Escolar- tienen muchas cosas interesantes que decir sobre la vida en la red. Pero al acusar a los defensores de la Ley Sinde de ser un simple lobby han cometido un par de errores: el primero, no darse cuenta de que no hay nada de malo en ser parte un lobby -cada uno defiende lo que cree conveniente con medios democráticos-; el segundo, no percatarse de que también ellos son un lobby. No un grupo de señores trajeados y pagados por alguien, como a juzgar por sus afirmaciones creen que son los lobbystas, sino simplemente una serie de personas unidas por sus ideas y sus intereses que intentan influir en la sociedad y los legisladores. Eso es un lobby. Y ellos lo son. Tienen blogs, empresas y actividades profesionales que se verán perjudicadas si la ley entra en vigor. ¿Por qué no decirlo abiertamente y defender lo suyo como los demás?

Una hipótesis: porque no entienden la democracia. Es normal: en muchos casos, su participación activa en política solo se ha iniciado con este asunto, en realidad muy menor vista la situación del país. Pero sobre todo porque han caído en una confusión en la que solemos caer todos, pero que tras cierta experiencia en la disputa política debemos tratar de evitar: han confundido las ideas y los intereses de su entorno intelectual y laboral con las ideas y los intereses de la sociedad en general. Incluso, me atrevería a decir, con la justicia. ¿Cómo puede ser bueno algo que les perjudica? Sin embargo, eso es la democracia, por feo que resulte: los esfuerzos del legislador por beneficiar a la mayoría aunque haya perdedores. No estoy del todo seguro de que la Ley Sinde beneficie a la mayoría, pero me parece que algunos de los derrotados -por ejemplo, los que consumen sistemáticamente cine, series o música sin pagar a sus creadores y alimentando solamente a intermediarios parásitos- merecen perder. Pero eso no es un drama. Es solo democracia en acción. Excepto, claro, para quienes confunden el timeline de su Twitter con la democracia, los trending topics con la hegemonía y, bueno, sus intereses con los de todo el mundo.

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(Barcelona, 1977) es ensayista y columnista en El Confidencial. En 2018 publicó 1968. El nacimiento de un mundo nuevo (Debate).


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