Solamente un lamentable espécimen urbano logra fastidiarme igual o más que un funcionario mentecato o que un policía. Me refiero al pérfido habitante del DF que recorre las calles de mi ciudad cual nihilista furibundo y depredador del pacto social, rompiendo y destruyéndolo todo a su paso. Todo mundo lo conoce, incluidos quienes tienen la fortuna de no vivir aquí. Si la fiera antisocial de nuestra ciudad se come un gansito, arroja la envoltura a tus pies, como desafiándote. Si tripula un vehículo automotor, se pasa el semáforo poniendo en riesgo la vida de otros con una sonrisa perversa y estúpida. Si el animal urbano quiere abordar cualquier forma de transporte público en la estación en la que tú te bajas, estás frito; te regalará una mirada fría, obstruirá la puerta de salida, es probable que te hunda un puño en el estómago y no se moverá un ápice hasta que entiendas la fenomenología de su elemental ley de la selva: me vales, primero paso yo y luego yo.
Si has leído a Gibbon, a Toynbee y a Hugh Thomas, sabes que las grandes crisis civilizacionales pueden embrutecer aún más a los hombres, o bien elevarlos a la categoría de seres racionales y pensantes, capaces de entender y de imaginar. Ignoro si la irrupción de la influenza porcina a escala planetaria será otra de ellas. Lo cierto es que en el orden estrictamente local, el maldito virus ha redimido para mí a ese grupo poblacional conformado por unas 20 millones de almas transgresoras que comúnmente llamamos capitalinos. Si bien puede seguir imperando nuestra inquebrantable lógica del relajo, ha sido notable en estos días la forma y seriedad con que nos hemos tomado el asunto de la epidemia. Si hay que guardarse en casa y por lo tanto privarse de ir a conversar y escupir al cine, se hace. Si el problema son las sempiternas garnachas y tortas ahogadas de la plaza Gómez Farías, no importa, cooperamos levantando el inmemorial puesto —hecho insólito que por cierto no se veía desde la fundación misma del pueblo de Mixcoac. Si es necesario abstenerse de asistir a tus veneradas cantinas y garitos para la reunión semanal con los amigos, ni modo, también se hace, así me tenga que refundir en la soledad sideral de mi pequeño apartamento. Si es preferible ponerse el tapabocas, pus órale, me dijo el vendedor de periódicos, no le hace que sea un calcetín del sobrino. Todo ello con el propósito de que la pandemia, aunque se ponga peor, termine por pasar lo más pronto posible.
Parece que los capitalinos al fin hemos entendido algo. No hay razones para preocuparse porque mañana lo olvidaremos. Por lo pronto, entre todos pudimos desactivar en menos de una semana al monstruo más poblado del planeta. No es un logro menor, sobre todo si se piensa que mañana estaremos padeciendo otra vez a la más brutal de las ciudades. ¿Y si mejor la dejamos así, autista y apaciguada, para siempre?
Apenas ayer decidí salir de mi reclusión y tomar una larga caminata. Era hora pico y apenas circulaba un poco de gente por las calles. Imaginé estar viviendo una madrugada islandesa, a pleno sol de medianoche. Solamente la presencia de unos taqueros barrigones, las manos en los bolsillos, aburridos, recargados en su propio tedio, me recordaron que no estaba en Reykjavíck. Seguí con mi recorrido fantasmal hasta que algo me pegó de frente en el alma, y no era una lata de cerveza arrojada desde una motocicleta ni los restos de una torta cubana. Yo, que me he quejado como nadie de esta maldita ciudad y sus habitantes, a la que he abandonado como un perro al menos en tres ocasiones a lo largo de mi vida; yo, decía, sentí y compartí su dolor al verla golpeada con guante quirúrgico por un zafio microorganismo. Sí, nosotros los habitantes del DF, a quienes apenas nos hace cosquillas la más rabiosa salmonelosis sabiamente contraída a las afueras del metro Juárez, a nosotros los inmunes por antonomasia, una gripa de cochinos ha terminado por ponernos de rodillas. Al parejo de mi ciudad, me sentí agraviado, el orgullo lesionado, deprimido. Bueno, casi extrañé ser víctima de la multitud y que una chaparra con cara de bulldog me fracturara los dedos de los pies en cualquier lugar de alta concurrencia. Extrañé también a mis amigos en la cantina y a los desconocidos en el bar de siempre.
A punto estaba de extrañar a una novia que para fortuna de ambos no veo hace diez años, cuando el secretario de Salud anunció las cifras oficiales en conferencia de prensa: ocho muertos por influenza porcina entre 91 casos confirmados. Enhorabuena. Son buenas noticias y yo las creo. Todo parece indicar que, por lo pronto, la tasa de mortandad será detenida. El contagio y la ola pandémica terminarán por retraerse. Es un hecho. Todo fluye. No tendré que humillarme telefoneando a una ex-novia. Bastará con salir a la calle y ser levantado en vilo por la masa en cualquier estación del Metrobus, para sentir otra vez que estoy vivo y que habito esta ciudad por mi propia y esquizofrénica voluntad.
– Bruno H. Piché
(Montreal, 1970) es escritor y periodista. En 2010 publicó 'Robinson ante el abismo: recuento de islas' (DGE Equilibrista/UNAM). 'Noviembre' (Ditoria, 2011) es su libro más reciente.