El monstruo terrible que agita a Mexicali

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–¿Cómo pasaste la noche?

–Con miedo.

Charla entre mexicalenses

Sacudidas, estremecimientos, crepitaciones. En Mexicali, desde el año 2008 vivimos temblando. Durante los meses de febrero y marzo de ese año pocos pudimos dormir ante las réplicas que se dieron un día sí y otro también. Luego, el 30 de diciembre de 2009 llegó el aviso de que algo se fraguaba en el valle de Mexicali con un sismo de 5.9 de más de un minuto de duración. Era el heraldo del sismo mayor, el de 7.2, que llegó sin previo aviso a las 3:40 de la tarde del domingo de Pascuas, un cuatro de abril que parecía tranquilo y sin sorpresas. Pero así es la naturaleza con sus criaturas. Esta vez, contrario a otros terremotos, la tierra no sólo se cimbró sino que la ciudad de Mexicali se llenó de una nube de polvo por los muros caídos, por los edificios derribados. La experiencia fue aterradora en el sentido de que incluso los que vivimos el terremoto de 1979 pudimos darnos cuenta que este es el sismo más poderoso que hemos presenciado.

En Mexicali la tierra nunca ha sido cosa definitiva, nunca ha sido quietud absoluta. Nuestra región es un barco a la deriva, una península con espíritu de isla. En la imaginación europea del siglo XVI fuimos la isla de las amazonas, guerreras imbatibles capitaneadas por la reina Calafia. Y eso es exactamente lo que Baja California, como franja de tierra, quiere hacer ahora: desprenderse del macizo continental y salir a navegar por el océano Pacífico rumbo al norte de Alaska. Y para que suceda tal desprendimiento es necesario que primero rompa amarras. Significa, en resumen, que los sismos y terremotos deben hacer su tarea para que Baja California salga a mar abierto.

Y como todos sabemos, Mexicali está en el camino de varias fallas o fisuras terrestres que, año con año, temblor tras temblor, se ahondan y avanzan con tal fin. Tarde o temprano, el mar de Cortés irá inundando el valle de Mexicali. Así que debemos aceptar lo inevitable, debemos acostumbrarnos a que los temblores en vez de disminuir irán aumentando con el tiempo en intensidad y frecuencia. El sismo que hoy sentimos es parte de una cadena rumbo al futuro. Es una fuerza de la naturaleza que seguirá agitando nuestra ciudad.

¿Qué nos queda por hacer? Volvamos a la palabra “acostumbrarnos”. Nadie, en su sano juicio, se acostumbra al zangoloteo de casas y edificios, a sentir que el suelo que pisamos no es seguro. Por eso cualquier vibración despierta nuestros instintos básicos de supervivencia. Es, sin duda, enervante el que tiemble noche y día, el que apenas durmamos con un ojo abierto y vestidos para salir corriendo al menor balanceo o trepidación.

Y es que desde este último temblor, el que ha dejado miles de residencias dañadas y centenares de casas inundadas, el que hizo caer nuestros objetos más preciados y nos hizo ver que los sismos, que aquí son terribles aunque no se comparan en víctimas fatales y en heridos con los sismos recientes de Haiti y de Chile, nos recuerdan la fragilidad de nuestra civilización. La noche del cuatro de abril de 2010, con un Mexicali a oscuras, con las sirenas de bomberos, patrullas y ambulancias señalando la magnitud de la tragedia, supimos que esta tierra es tierra de desafíos, de retos implacables, de vida en riesgo.

Es hora, también, de pedir, de exigir mejores construcciones y mejores servicios de emergencia. A las autoridades los simulacros les salen perfectos, pero cuando realmente tiembla no parecen funcionar: los medios de comunicación quedan fuera del aire y nadie sabe qué está pasando, por lo que la ignorancia comunitaria se llena de rumores, de terrores mayores, de compras de pánico, mientras las autoridades brillan por su ausencia o dan recomendaciones de sentido común sin estar a la altura del siniestro, sin responder a lo que les demandan los damnificados: transporte eficaz, responsables en cada sitio problemático, respuestas rápidas y efectivas ante el dolor masivo. Si hay algo que hay que reconocer es la solidaridad de la gente, el deseo de enfrentar nuestros miedos con acciones que nos hermanan.

Somos como los habitantes de Pompeya o Herculano, como los residentes del monte Santa Elena: vecinos cercanos del desastre. Lo sabemos y, sin embargo, aquí seguimos: tercos en desafiar a la naturaleza en sus violencias, en sus espasmos. Pues fue aquí, en Mexicali, en donde decidimos vivir. Esta tierra, por más temblorosa que sea, es nuestra casa, nuestro hogar. Una casa inestable, es cierto, pero al fin nuestra casa. Un hogar desquebrajado, pero que todos estamos dispuestos a reparar cuantas veces sea necesario, a mantener como nuestra vivienda aunque tiemble y retiemble.

– Gabriel Trujillo Muñoz

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