Para Andrés, que no renuncia
Una manera de contar la historia de la reciente elección presidencial en Estados Unidos es relatarla como el fin de una época, es decir, mediante una narrativa de trascendencia. La victoria de Barack Obama representaría, así, un mandato por superar las guerras culturales que han agotado la conversación pública norteamericana desde hace cuarenta años (Vietnam, Roe vs. Wade, la segunda enmienda, Watergate, la pena capital, la “mayoría moral”, las “welfare queens”, la política de la identidad, la defensa de los valores “tradicionales”, los derechos de las minorías, etc.); por ir más allá del sonido y la furia con los que tanto han lucrado cabezas parlantes como Pat Buchanan, Bill O’Reilly, Rush Limbaugh, Bill Kristol, Ann Coulter, Sean Hannity o Michelle Malkin; por dejar atrás el tono sobresaltado y arrogante con el que se incordian mutuamente los portavoces de las presuntas “dos Américas”: una que caza, reza, asiste a las carreras de la NASCAR y quiso que Joe “el plomero” fuera senador; otra que sorbe “lattes”, hace yoga, maneja Volvos y está a punto de llevar a Al Franken al Senado.
Es una narrativa afanosa, voluntarista (“Yes we can!”), que apuesta por la posibilidad de una profunda transformación del discurso político estadounidense. Que aspira, pues, a cambiar la conversación, a renovar una cultura saturada con los pleitos y contradicciones de una generación que ya comienza a conjugarse en pasado: los baby boomers.
El propio Obama hizo suya esa narrativa en su discurso durante la convención demócrata del 2004, en su libro The Audacity of Hope, y a lo largo de su campaña –sobre todo de su precampaña, cuando enfrentó a la non plus ultra encarnación del boomerismo, Hillary Clinton. Múltiples comentaristas supieron reconocer, desde muy temprano, el potencial de esa narrativa (véanse ejemplos aquí, aquí, aquí, aquí y aquí), un potencial tan extraordinario que incluso terminó imponiéndosele a un maestro en el arte de desarrollar narrativas, propagandista inconmovible de la causa conservadora, como David Brooks. Que nadie se llame a sorpresa: la victoria de Obama será la victoria de esa narrativa.
Y esa victoria clavará en la posteridad el 2008 como parteaguas de un quiebre generacional que, sin embargo, a estas alturas no podemos caracterizar bien a bien más que por su obstinación en afirmarse como eso, como un quiebre generacional empeñado en jubilar simbólicamente a los mayores que estaban a cargo. Sí, es apenas el principio de un principio, pero ya empezó y es nuestro.
La ironía es que en esa voluntad de trascender la conflictiva herencia cultural de los sesenta, de hacer punto y aparte con la generación de nuestros padres porque sus batallas ya no son las nuestras, porque sus soluciones ya no resuelven nuestros problemas, hay un entusiasmo inequívocamente sesentero. En esa voluntad hay la recuperación de una esperanza que se parece, aires de familia, a la que inauguró la época cuyo legado buscamos, ahora, trascender.
– Carlos Bravo Regidor
es historiador y analista político.