Debo admitir que, antes de verla, yo ya estaba en un estado de notable erotización. El ambiente se prestaba para ello: la nave era grande y ronroneante, con todas sus máquinas configurando una sinfónica de motores que, más que escucharse, se sentían directamente en el estómago. Veníamos de una aburrida explicación sobre el mundo de la pre-impresión, salvada acaso por la presencia de una bella Plotter Epson Stylus PRO 10000, pero nada memorable. Entrar a la nave, en cambio, fue como ingresar a una fiesta VIP: impresoras de última generación, plegadoras mixtas, guillotinas, retractiladoras, alzadoras y una Muller Martini que, a lo lejos, presumía sus seis cuerpos de embuchado con desparpajo. Todas las Heidelberg Speedmaster hubieran bastado para que me enamorara tres o cuatro veces instantáneamente, pero aún me esperaba el encuentro que me tiene aquí, pasmado, pensando como un obseso en esos cilindros y rodillos chorreando tinta: era (ya se sospecha) la Mitsubishi Diamond 3000 de ocho colores. Sé que hay máquinas más nuevas y que las Indigo digitales, de innegable belleza, acaparan la atención de los frívolos, pero yo me quedo con la Mitsubishi de ocho. Ya desde el alimentador de hoja –con su cabezal aspirador y sus guías laterales– uno está dispuesto a ponerle casa. Por no hablar de sus tres cilindros (portaplancha, portacaucho e impresor) que fueron, para mí, como verla desnuda y en acción, en el acto de oprimir el papel contra el caucho para que éste vaya pasando la tinta. Sus dosificadores de tinta, sobre todo las mesas batidoras, me produjeron una exclamación que inmediatamente disfracé de profesional carraspeo, pero a la hora de ver lo que pasaba con el grupo mojador, no pude más que aullar, si bien es que con gravedad, ante la sorpresa de mis acompañantes: es ahí donde las mesas cromadas aportan a la plancha una película de agua para conseguir el orgasmo de la impresión, conocido oficialmente como función química agua-tinta. En éxtasis, fuera de control, alcancé a ver la salida de hojas y su respectivo tratamiento de infrarrojos, con todo y la consabida película de polvos antimaculantes. Después me llevaron a la recepción por un vaso de agua, para calmarme, pero yo la sigo viendo, mezclando sus colores con irresistible sensualidad: negro, magenta, cyan y amarillo –y vuelta otra vez.
– Julio Trujillo