Mi encuentro con “Shitberg”

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Publiqué este texto en Excélsior hace tres semanas. Desde entonces he recibido no menos de un centenar de mensajes solidarios. Hoy por la mañana, después de 20 días de silencio, “Shitberg” finalmente me respondió. Su correo, aún más virulento que los anteriores, me ha animado a sacar a la luz esta crónica.

He tenido la fortuna de haber crecido en México siendo judío. A diferencia de la familia de mis abuelos, que perdieron la vida en el Holocausto, he vivido en paz, en un país en el que experimentar el racismo no es la regla sino la excepción. A lo largo de mi vida recuerdo algunos contados episodios de antisemitismo. En la preparatoria, un profesor declaró su desconfianza ante “la obsesión usurera” de los judíos. En la universidad, otro maestro nos recomendó leer ese libelo vergonzoso que es “Los protocolos de los sabios de Sion”, producto de la perversa imaginación de la policía zarista. Más adelante, en una de mis primeras tardes frente a un micrófono, un radioescucha llamó para exigirle a la estación que sacara del aire a “ese judío”.

En la vida cotidiana también me he encontrado con el fantasma antisemita. Muchas veces le he preguntado a algunos de mis amigos por qué creen necesario decir “voy a ir con ese doctor judío” (como si uno tuviera que aclarar que tiene un abogado católico o una secretaria protestante). Otras veces, en el mundo académico, me enfrenté con juicios antiisraelíes que, en el fondo, eran antisemitas: cuando a Israel se le aplican criterios morales o patrones de juicio que no se le aplican a ningún otro país, el antisemtismo ha hecho su aparición.

La vida política mexicana también ha sufrido de antisemitisimo. No es ninguna casualidad que, cuando decidió postularse a la presidencia del país, Jorge Castañeda se encarara con dementes quienes, entre gritos, le subrayaban su segundo apellido (Gutman). Con todo esto, México nunca ha tenido que pasar por ataques tan terribles como el que, en 1994, hiciera añicos el Centro Comunitario Judío de Buenos Aires. De una u otra manera, con dolores ocasionales y tragos amargos en lo individual, la comunidad judía mexicana ha prosperado.

No por eso, sin embargo, debe uno pasar por alto la aparición del prejuicio. No puede uno ser tolerante con los intolerantes: en esto, el relativismo moral le ha hecho un daño enorme al mundo. Las cosas hay que ponerlas en su sitio. Por eso, es mi obligación relatar mi encuentro con el más virulento antisemita mexicano con el que me he topado.

Hace unas semanas, tras la muerte de mi abuelo Moisés (y la posterior aparición de las esquelas pertinentes), recibí un correo electrónico firmado por (lo juro) “Cacavid Charon Shitberg Unreinstein”, dirección rausjuden@hotmail.com. El señor Shitberg, escondido en el clásico anonimato de cobardes de su tipo, me dedicaba veinte líneas brutales. Entre otras cosas, se congratulaba por el reciente deceso de mi abuelo: “un impuro menos en el mundo”. De ahí, el asunto se puso personal. Llamándome Pajt, segundo apellido de mi abuelo, Shitberg celebraba la muerte de un “Kraushit” (su obsesión coprológica es, por cierto, asombrosa). Para Shitberg, como para tantos otros antisemitas, ni yo ni mi familia somos “verdaderos mexicanos” sino judíos invasores. La carta terminaba con un Heil Hitler.

No pude resistir y cometí el error de contestarle, brevemente y sin insultos. Su propia respuesta tardó unos días en llegar. Cuando lo hizo, el tono había escalado de nuevo. Esta vez, Shitberg me llama “rico impuro animal”. Más adelante, me desea un feliz día de muertos, “tradición mexicana pura, aunque los impuros van a ver la mierda de película shiva hecha con puuura mierda judia. Tienes mucho que celebrarla (sic)”, concluye, haciendo referencia a “Morirse está en hebreo”, la cinta de Alejandro Springall sobre la Shivá, el luto judío. Shitberg vuelve a firmar con otro saludo nazi y agrega, ahora, por si quedara duda, un “Third Reichmex” (habría que aclararle a este pobre hombre que, de haber llegado hasta América, su ídolo nazi habría destruido al pueblo mexicano con el mismo gusto con que pretendía acabar con cualquier pueblo mestizo).

Sospecho que Shitberg es lector de Excélsior (ni modo, ningún medio puede escoger a su público). Creo que ahí encontró mi dirección de correo, que acompaña, como todos los domingos, mis textos. Mi instinto inicial fue retirarla de una vez por todas. Me avergüenza confesar que lo consideré: ¿para qué aguantar, después de todo, estos desplantes? Pero no lo hice, ni lo haré. Como en el caso de todos los prejuicios racistas, los agresores pretenden, precisamente, amedrentar hasta el silencio al objeto de su odio. Lo que ha conseguido Shitberg es todo lo contrario. La obligación de las sociedades modernas y maduras es desterrar, de una vez por todas, los prejuicios y la ignorancia, que tantas vidas han cobrado a lo largo de la historia reciente de la humanidad (de la antigüedad ni hablamos). México no es la excepción. En nuestro país, que, aunque lejos de ser ideal, es compasivo y tolerante por naturaleza, un hombre como Cacavid Shitberg merece ser expuesto y desenmascarado. Cara a cara con la intolerancia, el silencio nunca es un camino.

– León Krauze

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(Ciudad de México, 1975) es escritor y periodista.


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