Nunca hice el caso necesario a las feministas y ahora lo lamento. Tengo una hija de cinco años obsesionada con las princesas de Walt Disney (no, no digan bobadas como “Ay, qué tierna”). Su monomanía alcanza un extremo que no sospechó Freud y que Charly Manson apenas entrevió, y mis argumentos republicanos no la convencen de su error: ella está cierta de que el sentido de la vida es gastar vestidos hampones, ponerse una corona en la cabeza y rodearse de engendros de peluche como ratoncitos simpáticos o teteras parlantes.
Lo grave no es que la niña quiera ser princesa: lo grave es que, de hecho, afirma ser una. Ya estuvo a punto de sacarse los ojos con su mejor amiga del kindergarten en una acalorada disputa sobre quién era la auténtica Bella Durmiente, mientras a su lado dos aspirantes a Blancanieves se lanzaban la gelatina a la cabeza y una Cenicienta le propinaba un derechazo en el plexo solar a una apocada competidora.
Podría pensarse que estas son preocupaciones frívolas de un padre burgués —cierto es que en casa sabemos lo que vamos a comer mañana y pasado, aunque no por cierto quién lo cocinará (nunca hice el caso necesario a las feministas y ahora lo lamento)—. Pero cada quien tiene las preocupaciones que se merece y yo tengo la impresión de que la sociedad contemporánea está organizada en un complot totalizador y macabro para que los niños crezcan presos de obsesiones. De obsesiones, además, mensas y carísimas.
No puedo dejar de pensar que mi hija no padecería esos delirios monárquicos si no fuera por el acecho comercial. No es que haya algunos productos de princesa: es que los productos de princesa abarcan toda la gama de la experiencia humana. Hay desde jabón para lavar los platos hasta sopa de pasta para rellenarlos —pasta con formas de ratoncitos simpáticos o teteras parlantes—. Y platos, claro. Y servilletas, cubiertos, manteles, edredones, almohadas, pijamas, vestidos, abrelatas, plastilina y tintura para el cabello. Eso por no hablar de las muñecas, los accesorios, los libros para colorear, los libros ya coloreados, los dvd, los cd musicales, y los teléfonos celulares. Nuestra economía familiar sufre el continuo sobresalto de los nuevos productos de princesas que abarrotan cada pasillo del supermercado. A veces me bebo media botella de whisky de princesas para olvidar todo lo que gasté en pasta de dientes de princesas y papel higiénico de princesas —con inhospitalarios estampados de ratoncitos simpáticos y teteras parlantes.
Nunca hice el caso necesario a las feministas y ahora lo lamento. No sé cómo explicarle a estas tempranas alturas a mi hija que el pueblo unido jamás será vencido y que es inviable y malvado llamar “fiel súbdito” a la muchacha del aseo —sobre todo porque gana casi lo mismo que su pobre padre (el de mi hija).
La celebración del cumpleaños de la niña incluyó desde luego una fiesta temática de princesas. Al menos veinte pequeñas disfrazadas —con edades de entre diez meses y quince años— se debatían en el brincolín picándose mutuamente los ojos con las coronas y amenazándose con invadirse los reinos, rasgo ese sí de auténtica aristocracia. Tres grandes princesas de cartón adornaban el muro del fondo, junto a la mesa de regalos y el pastel con forma de Bella Durmiente, que se sirvió en platos de cartón alusivos, regado por agua fresca escanciada en vasos reales. Mientras las princesas se retaban a duelo para aventajar en el turno de la resbaladilla, los sudorosos reyes y las enternecidas reinas resoplábamos en las mesas cercanas.
“La loca no es tu hija, eres tú por comprarle todo lo de las dichosas princesas”, me espetó una amiga feminista a la que nunca he hecho suficiente caso. Lo único que pude reponerle es que la repostera no tuvo a tiempo el molde para hacer un pastel con forma de Marta Lamas y que tampoco hubo suficientes chamarras de motociclista de cuero talla 4 para los disfraces. Mi amiga gruñó. “El problema es que le estás enseñando un rol de pasividad, de feminidad sumisa y tonta, y que al rato no te la vas a acabar con las conversaciones sobre príncipes azules. Ahora compras princesas: en diez años estarás comprando revistas de galancitos muelones y oligofrénicos”. La conversación se interrumpió porque la hija de mi amiga, que era la única vestida de Sirenita, se hartó de las burlas de sus coronadas rivales y corrió —o mejor dicho se arrastró, porque la cola de pescado estorbaba sus movimientos— a llorar a los pies de su afligida madre.
Temo que mi amiga tiene la razón. Temo que se aprovechan de nuestras debilidades paternales para embobecer a nuestros hijos y hacernos gastar más de lo conveniente (estoy secando mis lágrimas con un pañuelo facial de princesas que raspa). Creo que debemos subvertir la estética de cuento de hadas y glorificar a las brujas y los sapos —que son tan feos, además, que se les podrá sacar menor partido comercial.
Yo he optado ya por iniciar una sutil guerra de nervios: he comenzado a asegurarle a mi hija que ella no es una princesa sino un cocker spaniel color miel, que elegimos por sus peligrosos colmillos para que cuidara la casa, dejando de lado a nueve hermanas apelotonadas en una canasta. La estrategia parece estar dando resultado. A mi hija le brillan los ojos de felicidad cada vez que repito la historia. Ayer mismo le dio una tarascada a su mejor amiga cuando se negó a jugar a los cocker spaniel en lugar de a las habituales Bellas Durmientes. Si todo sale como lo espero, en la fiesta de seis años habrá galgódromo, se beberá de platos en el piso y se perseguirán gatos.
– Antonio Ortuño