Los paleontólogos tienen pocas certezas compartidas. Una es casi universalmente aceptada: el hombre como tal evolucionó en África y de ese hábitat originario pobló, en oleadas sucesivas, el resto de la Tierra. Su primer gesto de reafirmación planetario fue exterminar a los otros homínidos, cromañónicos Abeles con menos suerte que el Homo sapiens o Homo Cainis. De los polos al desierto australiano, del Amazonas a los Urales, todo empezó en África: la cocina de la especie en el corazón de las tinieblas. Incluso, si somos capaces de sobrevivir a nuestra propia pulsión destructiva, cosa que hoy dudo más que ayer, algún día seremos migrantes planetarios. ¡Seremos transplanetarios!
No somos la única especie que migra. Migran los gansos y migran las ballenas, migran las mariposas monarca y migra el salmón rojo. ¿Migran el cebú y la musaraña? Todos cambian de entorno en busca de comida, mejor clima, seguridad. Pero si somos la especie más osada: en el polo norte nos cubrimos con el propio hielo a cuya merced estaríamos sin su protección (el iglú o el triunfo del oxímoron: hielo que abriga), en el desierto tomamos brebajes calientes para no deshidratarnos (desconozco los misterios de esta termodinámica corporal, pero es irrefutable: al fuego lo combatimos con más fuego). Ingeniosos y hábiles sí somos. Implacables homicidas también.
En el origen fuimos manada. Jauría descontrolada. Nómadas en busca de sustento, con el único consuelo de ser un grupo cerrado, al menos de dientes para fuera. En realidad, frente a los rivales de nuestra especie por los recursos naturales tuvimos dos políticas: guerra o semen. Palo o zanahoria. Delenda est Cartago o el rapto de la sabinas. Fuimos familia que devino clan que devino tribu, con el incesto de único tabú contra la endogamia, y la errancia sin fin como único camino de la supervivencia. La tierra era inmensa y ajena.
En los esteros comimos moluscos sin parar, hasta intoxicarnos. En los ríos, pescamos en una competencia desigual con los osos y en los valle de abetos corrimos casi libres tras lo ciervos y los jabatos. Y salvo en la noche, donde el reinado del tigre de dientes de sable era incuestionable, verdadero ancestro del Príncipe de las Tinieblas, Chatwin dixit, todo era esfuerzo compensado o muerte segura. No, no éramos el buen salvaje. Simplemente, éramos salvajes. Otros dicen que éramos carroñeros, imagen que me gusta más. Seguíamos a los enfermos, a los débiles de las manadas de bisontes y mamuts, a los desvalidos y frágiles y esperábamos su muerte. Nos disputábamos los restos con hienas, buitres y demás especies afines.
Y así seguimos.
– Ricardo Cayuela Gally
(ciudad de México, 1969) ensayista.