¿Por qué no trabajamos menos tiempo?
La cuestión es directa y de actualidad porque resulta un tanto sorprendente que debamos plantearla. Llevamos décadas de avances tecnológicos, de incrementos de productividad, de mejora más o menos general de las condiciones de vida de los trabajadores a lo largo y ancho del mundo. Pero el número de horas trabajadas no ha disminuido como cabía prever, y como de hecho muchos economistas de la primera mitad del siglo XX esperaban que sucediese hacia finales del mismo. Más al contrario, en muchos casos ha aumentado
Los economistas Peter Kuhn y Fernando Lozano calcularon en 2005 que el número de estadounidenses trabajando cincuenta o más horas a la semana pasó de un 14.7% en 1980 a un 18.5% en 2001. Esta tendencia no ha cambiado sustancialmente en la última década y media. Tampoco es diferente en otros países, ni se escapan las clases privilegiadas. De hecho, a diferencia de lo que pasaba hace tres décadas, hoy es más probable que un trabajador eche más horas si es un profesional de clase media en adelante. Yo escribo estas líneas a las nueve y media de la noche de un martes. Quizás debería estar cenando con amigos, disfrutando de una película, leyendo un libro. Y sin embargo aquí estoy.
Pero la "pobreza de tiempo" no se circunscribe a ejecutivos y profesionales liberales. La necesidad de combinar empleos entre trabajadores poco cualificados es un fenómeno cada vez más común. Los jóvenes freelance de todo sector y pelaje echan más horas que un reloj: estén en el mundo de la consultoría financiera o al volante de un coche haciendo viajes con Uber. La respuesta a la pregunta que guía el artículo debe ser, por tanto, múltiple.
Los avances tecnológicos de las últimas décadas no han tenido un efecto ni mucho menos similar entre todos los grupos sociales. La digitalización ha ayudado a hacer mucho más productivos los trabajos intensivos en conocimiento: servicios a empresas, diseño y ejecución de proyectos, o cualquier cosa que implique análisis intensivo y cálculo repetido ha sido facilitado por los computadores. El correspondiente aumento de la productividad y de la demanda de personal cualificado ha traído un mayor salario por hora. A medida que se aprecia el tiempo, dedicarlo al ocio se vuelve más caro porque "perdemos" más. Una vez sumamos a varios trabajadores en una misma empresa o sector sometidos a la misma presión, observaremos un efecto de "ratas a la carrera" en el cual quien deja de dedicar horas se queda atrás. Un curioso subproducto es que dedicar tiempo a estar ocioso ya no otorga estatus social como ocurría hace, digamos, un siglo. Dedicarlo al trabajo cualificado, por el contrario, sí lo hace.
No obstante, la misma tecnología produce un resultado distinto entre los trabajos con menor cualificación. El economista David Autor señaló que la automatización traída por máquinas y computadores sustituía poco a poco a los empleos más rutinarios, tales como formar parte de una cadena de montaje en una fábrica. Sin embargo, resulta mucho más difícil "automatizar" tareas en el sector servicios: limpieza, cuidado de personas, peluquería y estética, hostelería. Posiciones donde van a parar los menos cualificados, sometidos tal vez a peores condiciones de trabajo a medida que la competencia aumenta. El efecto es en este caso más ambiguo: por un lado, siguiendo la lógica enunciada en el párrafo anterior, salarios más bajos implican menor intención de sustituir ocio por labor. Por otro, si la remuneración por hora no llega a cierto umbral de subsistencia razonable, combinar varios empleos o echar horas extras se convierte en una necesidad. En cualquier caso, el trabajador poco cualificado pasa a ser más o menos esclavo de su uso del tiempo.
Sería ingenuo pensar que los efectos inesperados de la tecnología explican por sí solos el estancamiento, incluso repunte en el número medio de horas trabajadas. Al fin y al cabo, la reducción de las mismas durante las Revoluciones Industriales se produjo no solo por las mejoras tecnológicas que éstas habían traído, sino porque los trabajadores eran capaces de aprovecharlas organizándose para negociar un equilibrio más beneficioso entre tiempo y salario que aún así resultase rentable y productivo para el empresario. Pero desde hace cuatro décadas el poder sindical no ha hecho sino disminuir en la mayoría de los países de la OCDE. La desorganización es más aguda en el ámbito de los servicios, y no solo afecta a los individuos poco cualificados; cuando ambos factores (tecnología y falta de poder de negociación) se combinan, el efecto para el empleado puede ser considerable. Recuerdo un anuncio de una compañía telefónica española en el cual un trabajador, presumiblemente consultor, se jactaba con risa malévola de poder estar "de vacaciones" pero conectado a la oficina gracias al servicio 3G del anunciante. El plano cambiaba enseguida a su jefe, que reía igualmente porque sabía que su subalterno estaba disponible incluso de vacaciones. Esta imagen contrasta con, por ejemplo, la que nos llega de Suecia. Un lugar donde los sindicatos son aún fuertes e inclusivos, capaces de establecer condiciones laborales más restringidas y a la vez flexibles, manteniendo en paralelo una red pública que apoya usos del tiempo de cariz más manejable.
Así pues, la respuesta a por qué yo estoy escribiendo este artículo una noche de martes es una combinación de incentivo monetario, facilidad tecnológica (puedo enviarlo al editor en segundos aun cuando nos separan miles de kilómetros), estatus y carrera de ratas (para que lo escriba otro, mejor lo escribo yo). Pero la razón por la cual una madre soltera está bajando del autobús para llegar a su casa con cena precocinada tras doce horas de trabajo a un par de cuadras de mi escritorio es completamente distinta. No parece probable que la respuesta a ambas situaciones sea la misma. Pero si entendemos que una parte importante del progreso implica un uso más libre del propio tiempo, está claro que necesitamos dar alguna.
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(Valencia, 1985) es director adjunto en el Centro de Políticas Económicas de Esade (EsadeEcPol), doctor en sociología por la Universidad de Ginebra, miembro del colectivo Politikon, y coautor de El muro invisible (Debate, 2017). Escribe en El País.