Una visita a Swan House

En un desolador paisaje rumbo a Casa Piedra, en Texas, sobresale una residencia de estilo egipcio. No se trata de un mero capricho arquitectónico, sino de una asombrosa apuesta por las viviendas de bajo costo.
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Primero la vislumbré desde un jeep en el camino a Casa Piedra: un manojo de construcciones ocres de formas raras, que parecía que estaban horneándose al sol. Llegué a la modesta entrada luego de casi dos kilómetros de crujiente grava, subiendo desde cerca de Presidio, sobre el río Bravo, en la frontera mexicano-estadounidense. Lo que en ese entonces me interesaba –estaba empezando a escribir mi libro sobre el lejano oeste texano, enfocándome en la ruta probable de Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el aspirante a conquistador de Florida que se perdió– era el paisaje. Resultaba fácil imaginar esas vistas abiertas, crudas, en los ojos del malhadado español. Desde lo alto de una bóveda sin nubes, el cielo de febrero pegaba en las rocas y en las madejas de mezquites y en los macizos de biznagas y ocotillo que se extendían por lo que habría sido, para alguien que iba a pie, una cantidad inmisericorde de leguas. Al noroeste se levantaba la masa de los montes Chinati; al este, la escarpada y lívida sierra de Bofecillos y, hacia México, la Sierra Grande.

–Aquella es la casa de Simone Swan.

Mi guía, Charlie Angell, bajó el vidrio de la ventanilla para mostrarme el objetivo, hasta entonces misterioso para mí, de nuestra desviación. Ya me había enseñado los paisajes del río Bravo: los hoodoos, el Closed Canyon y los estrechos vados del río a la altura de Lajitas, donde Cabeza de Vaca pudo haber cruzado ocho años después de iniciada su odisea. Incluso hoy en día, en muchos lugares sobre el río, se puede caminar hasta la orilla y aventar una piedra: irá a dar a algún alfalfar en México. Subiendo por el camino de Casa Piedra, no habíamos visto ni un alma. Apenas y vislumbramos un conejo de monte. Charlie ya estaba dando la vuelta en U para volver a Presidio.

–Es egipcia –dijo.

Esto, en una tierra donde el estilo imperante era lo que yo había llegado a considerar Ye olde cowboys & indians, me cayó con el efecto de un rayo. Bueno, ¿de qué se trataba? ¿De una diversión en Disneylandia? ¿Adoraría a Isis esa mujer? Llegando a casa la busqué en Google.

Simone Swan, según esto, era una visionaria del adobe con una carrera exitosa en el campo del arte, que incluía un trabajo de muchos años en la Fundación Menil, de Houston. Su casa no era exactamente egipcia ni un capricho, sino una obra en proceso usada por su propia Adobe Alliance, una organización sin fines de lucro dedicada a la enseñanza del diseño y la construcción con tierra comprimida. ¿Y la influencia egipcia? Hassan Fathy.

Un conocido mío, egipcio, se apresuró a corregirme: Fathy no se pronuncia como lo pronunciaríamos en inglés, sino en todo caso como en español: Fa-ti.

Otra búsqueda en Google me llevó al libro de Fathy, publicado por la University of Chicago Press, traducido de la versión francesa Construire avec le peuple con el título Architecture for the poor. Haciéndome de un ejemplar, descubrí que Fathy era el gran arquitecto egipcio del siglo XX, reconocido por su recuperación de antiguas formas arquitectónicas y técnicas de construcción con adobe, material que él promovía apasionadamente ya que, además de ser abundante, si se usa como debe ser, resulta cómodo, ecológico, sanitario y bello.

En su foto de autor, Fathy habría pasado por un abogado mexicano ya de edad, con su halo de cabello cano, su bigote, su suéter rojo de cuello de tortuga y su especie de sarape. Detrás de sus lentes, hace un gesto que se antoja a la vez afligido y amable, cosa totalmente comprensible una vez que se conocen sus luchas contra la burocracia egipcia, en aquel entonces enamorada del estilo soviético de construcción en acero y concreto, mientras él mantenía su irreductible compromiso con la construcción para y con los fellaheen: los campesinos que vivían en abyecta pobreza.

Nacido en el año de 1900, en el seno de una acaudalada familia de Alejandría, Fathy no puso un pie en ninguna de las muchas granjas de su familia hasta que tuvo más de veinte años y, cuando así lo hizo, le causó un gran impacto ver la miseria de las viviendas de los trabajadores. Su solución, en parte, consistía en construir, con un diseño mejorado, con adobe. El lodo para este podía sacarse fácilmente; se mezclaba con estiércol y un poco de paja, y luego los adobes se dejaban cocer al sol. El reto estaba en los costos de la madera para techar y, si se trataba de hacer bóvedas, de la madera para la cimbra. Egipto importaba su madera de Europa. Entonces estalló la Segunda Guerra Mundial.

Los antiguos egipcios construían bóvedas, muchas de las cuales habían sobrevivido cientos, tal vez miles deaños, sin usar madera. Pero, ¿cómo? Todos los intentos de Fathy de construir un techo sin madera se venían abajo en un montón de ladrillos y polvo. Pero luego su hermano, quien estaba trabajando en la presa de Asuán, mencionó que los nubios, aquellos habitantes de piel oscura del sur de Egipto y el norte de Sudán, techaban sus casas y sus mezquitas sin utilizar madera.

En cosa de dos visitas a Asuán, Hassan Fathy logró dar con esos albañiles, descalzos y en turbante, que le enseñaron su técnica para techar: lo hacían con tabiques de adobe pegados en capas con forma de parábola, en ángulo contra un muro trasero. Estos adobes se elaboraban con paja de más, para darles ligereza, y antes de secar se les hacía con el dedo una ranura a fin de que la mezcla tuviera “agarre”. La mezcla se hacía con arena, arcilla y agua. Sin más herramientas que una azuela ni más andamio que una tabla, en un día y medio, dos trabajadores solos tendían un impecable techo de adobe sobre un cuarto de tres por cuatro metros.

Fathy estaba maravillado: “Era algo increíblemente sencillo.”

Cuando Simone Swan vivía en Nueva York, se le apareció en sueños una casa con dos patios. Igual me pareció un sueño el que, a menos de un año de haber entrevisto Swan House desde el camino, estuviera yo sentada con su dueña bajo la bóveda nubia de su sala, que resplandecía con la luz naranja de la mañana. Coronada de cabello blanco como la nieve, a sus muy bien llevados ochenta y tantos años, Simone Swan me contaba cómo, a mediados de los años setenta, fue a París a la exposición de obras del surrealista Max Ernst en la Fundación Menil y, en una cena, conoció a un cineasta que acababa de hacer un documental sobre el arquitecto más grande del mundo.

Simone se rio:

–Le pregunté: ¿Hassan qué?

Intrigada, a la mañana siguiente compró el libro de Fathy en francés, que era su lengua materna. Cambió su vida. Había estado pensando entrar a la facultad de arquitectura y, encantada con la estética y la visión social de Architecture for the poor, decidió escribirle al autor. Fathy le respondió de puño y letra: “Abro para usted las puertas de mi país y de mi corazón.”

Al poco tiempo, Swan se hallaba a la sombra de la ciudadela de El Cairo, cómodamente instalada en el cuarto de huéspedes de la casa estilo mameluco-otomano de Fathy. Iba a trabajar en su archivo (recogido después por la Fundación Aga Khan). “Cada vez que sacaba un libro de los estantes, me caía encima una nube de polvo. Francamente, había pensado que mi tarea principal sería escribir sobre él. No tenía ni idea de que me convertiría en constructora-diseñadora.”

Swan House, llamada así en honor de su madre y construida en 1997, tiene forma de H: el gran salón, un “espacio de exaltación, como en Italia” –así lo describió Simone–, con su techo plano de viguería de casi cinco metros de alto que une cuatro alas: cocina, sala, recámara principal y cuarto de huéspedes, cada una con su bóveda nubia. Así, tal como ella lo vio en su sueño, hay dos patios: uno que mira al crepúsculo y otro que mira al amanecer, y cada uno proporciona cierta protección de las inclemencias del sol y el viento del desierto chihuahuense.

Como parte de su taller, Simone nos dio a los alumnos un tour que incluía también la casa de huéspedes, con su bóveda, y dos cobertizos; y más tarde, desde el patio del poniente, subimos por las escaleras exteriores a la azotea plana con su pretil de reja: una vista para quedarse boquiabierto. Al oriente, un halcón se perdía hacia la curva del arroyo; al sur, del lado mexicano del río, se levantaba aquel ígneo monolito dela Sierra del Diablo donde, como los indios recordarían décadas después, Cabeza de Vaca había clavado un crucifijo.

–¿Cómo iba a resistirme al ver esto? –dijo Simone–. Me sentía seducida.

Llegó al Big Bend como huésped de un amigo suyo de Nueva York, el artista Donald Judd. Manejando desde Houston, pasó a visitar el edificio de adobe del fuerte Leaton, de Presidio, entonces en proceso de restauración. Tiempo después, a su regreso de Nueva York, la aceptaron como voluntaria, rentó un cuarto en Presidio, se puso su overol y se dedicó a hacer adobes, a dar charlas y a construir una bóveda nubia. Aquí, en la frontera entre Estados Unidos y México, en un clima semejante al de Egipto y donde ella veía una gran necesidad de viviendas más asequibles, ecológicas y atractivas, decidió quedarse y se comprometió con el adobe, con el propósito de “enseñarle a la gente lo que podía hacer por sí misma”.

En tres días de taller, paleamos lodo y arena, los colamos y luego hicimos mezcla en una carretilla. Conocimos a Jesusita Jiménez, experta albañila que había trabajado en casi todo lo que se hizo en la casa. Platicamos sobre la monografía de Dennis Dollen, Simone Swan: Adobe building, y, por supuesto, de Hassan Fathy.

Durante una dura caminata por el desierto, Simone me contó de su infancia en unos cafetales del Congo belga, de cuando “los elefantes se aparecían en la selva”. Después, tomando café en la cocina, me contó también de sus luchas por Swan House y sus victorias y de las comunidades locales de ambos lados de la frontera. En el patio oriental, contemplamos cómo la luna llena se iba elevando, primero delgada como un sello de agua, luego como una hostia y, por último, flotando en un mar de estrellas, como una canica. A media mañana, vinieron las palomas a tomar agua en una cazuela. Una vez, en una tarde de viento tan fría que se antojaba ponerse guantes, estuve haciendo equilibrio en lo alto de una escalera, pegando tabiques en el arco parabólico de otra bóveda nubia, esta para una oficina. Tuve que machetear un cacto y macerarlo en una cubeta de agua para el aplanado. Luego, todos los que cabíamos en el vehículo cruzamos la frontera para ir a hacer adobes con un maestro, en un patio de trabajo que se hallaba rodeado, irónicamente, por una barda de block. Y cada vez que volvíamos a Swan House, de hecho a cada hora que transcurría, parecía emanar como una cosa viva, como una encantadora esfinge, una forma sutilmente distinta de sentimiento. Los muros cambiaban de color: a veces se veían rosados, a veces de un gris con toque de miel, café pajizo, pizarra. Y adentro, tal como lo diría uno de los participantes –el arquitecto Paul Dennehy–: “es como si las rendijas dejaran entrar solo la luz más hermosa: siempre agradable, siempre perfecta”. ~

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Traducción del inglés de Agustín Cadena.

Publicado originalmente en Cenizo Journal.

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Es novelista, ensayista y traductora. Su libro más reciente en español es Odisea metafísica hacia la Revolución mexicana. Francisco I. Madero y su libro secreto, 'Manual espirita'


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