Estudio para un retrato de Francis Bacon

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A mediados de la década de los cuarenta, Francis Bacon estaba viviendo en Monte Carlo. Un día, seguramente debido a deudas de juego, se quedó sin dinero. Lo que hizo con las pocas telas que tenía en su estudio fue darles la vuelta y utilizar la parte no preparada de la tela para ensayar nuevos diseños. Esto lo llevó al descubrimiento de que se encontraba mucho más a gusto trabajando en la “parte equivocada” de la tela que en la parte preparada. De esto también se desprendió un método de trabajo, en el que el azar y el accidente ocuparían un papel preponderante. Por el solo hecho de trabajar en la parte cruda de la tela Bacon se obligó a sí mismo a no modificar la ruta que se trazaba en un principio, aplicando la pintura directamente sobre la tela, sin atenerse a un dibujo previo. Al utilizar el reverso de la tela, Bacon (1909-1992) no sólo generaba texturas –una contribución a la pintura que se encuentra en la naturaleza misma de la pintura al óleo– sino que se atenía al imperio del accidente y el azar como generadores principales del universo de sus cuadros.

El azar es sólo aparente. Es un generador de imágenes, y esto es importante para entender el legado de uno de los últimos pintores figurativos de la historia de Occidente. Pero el azar también es el contrapunto de la contención y el orden. Bacon se refería a este procedimiento como si se tratara de dos etapas sucesivas y complementarias en el devenir de su trabajo con la tela, los pinceles y la pintura. Primero, el surgimiento inconsciente de la imagen, y posteriormente su regulación mediante los dictados rigurosos de la técnica. “Caos profundamente ordenado” es la frase que acuñó Bacon para definir su propia pintura.

Uno de los primeros frutos que arrojó este método de trabajo fue Pintura, 1946. La obra fue analizada en detalle por Bacon y los principales críticos de su obra. Parece difícil añadir algo más a este enunciado que se hizo escuchar en los años inmediatamente posteriores al final de la Segunda Guerra. El último plano de la pintura está dominado por el cadáver de una res desollada, que cuelga en cruz sobre unos maderos invisibles, dispuestos a ambos lados del cuadro. Debajo de ella (como si se tratara de una representación profana y paródica del Padre, que tiende su manto sobre la humanidad del Hijo) se encuentra la figura de un hombre protegida por un paraguas. Del rostro sólo podemos ver la boca, abierta como si se tratara de un pozo o un calabozo, de donde emerge un grito sordo entre unos dientes tan afilados como una sierra. La geometría circular de un anfiteatro contiene la escena.

Las alusiones a la pintura de Rembrandt (El buey desollado, 1655) y de Thomas Eakins (La clínica del doctor Agnew, 1889) palidecen frente a los comentarios del propio Bacon sobre la naturaleza de su cuadro. Para él, se trata en esencia de una pintura sobre la carne, que surgió en un principio acompañando la idea de pintar a una ave que desciende sobre un pastizal. De esta primera idea surgió algo totalmente distinto: el cadáver de una res y la figura de un hombre rodeada de trozos informes de carne y huesos. Bacon sitúa el motivo inmediato y recurrente de estas imágenes de carne sanguinaria y voluptuosa en los aparadores de las carnicerías inglesas que vio desde niño y que, siendo adulto, le seguían pareciendo no sólo atractivas sino hermosas.

No es difícil asociar, en el plano de lo inconsciente, a una ave (de rapiña) con un cadáver en descomposición; tampoco lo es asociar esta primera marejada creativa con los dientes afilados de un hombre. El anfiteatro y la luz poderosa y llana que ilumina la escena frontalmente nos remiten a los escenarios de la cirugía, que durante la primera mitad del siglo XX se asociaron con los intercursos sexuales. En palabras de Bacon, la figura humana que aparece en Pintura, 1946 es la de un “dictador”: un hombre investido, en el tiempo, de un poder concentrado y por tanto bestial.

La serie de estudios sobre el retrato del papa Inocencio X de Velázquez, de principios de los cincuenta, puede entenderse como una derivación necesaria de estos primeros trabajos sobre religión y poder. Para pintar el cuadro central de la serie, que parece descomponer la figura del Papa entre las ondas del grito que lo contiene, Bacon trabajó a partir de una fotografía. Pocas veces trabajó a partir de un modelo. Los libros de fotografía que tenía dispuestos en abundancia sobre las mesas y el piso de su estudio eran el sustituto ideal de sus modelos. Eran, de hecho, sus modelos. Esta sustitución comportaba una relación diferente con la realidad. Bacon quería sentirse en libertad absoluta para deformar aquello que quería representar en sus telas –para nada un equivalente de la realidad, sino una representación de esa realidad a través de un medio particular y distinto: la pintura. El realismo de Bacon es un realismo secular, sanguinario y deformante, condicionado por las reglas de un azar aparente.

En Estudio sobre el retrato del papa Inocencio X de Velázquez, de 1953, Bacon representa la angustia que acompaña a un grito. Las líneas verticales que descomponen la figura del Papa al mismo tiempo que la contienen corresponden a esa forma derivada de angustia. La boca abierta en forma de círculo y los dientes que la circundan contribuyen a ahondar en nosotros la sensación de que el cuerpo, en su quietud, está vibrando y se vaporiza frente al espectáculo desagradable de su propia descomposición y muerte. ¿Cuál es la relación entre el cuadro de Bacon y el de Velázquez? No se trata de una relación puramente formal sino de un proyecto de descomposición que actúa como radiografía del cuadro original, el cual fue desplazado por los efectos nocivos y atrayentes de una fotografía. ¿No es así como miramos y comprendemos los cuadros la mayoría de las veces, a través de reproducciones defectuosas que sin embargo dejan una primera impresión indeleble en nosotros? El estudio de Bacon sobre la figura de Velázquez es una afirmación de esta especie: las imágenes de los media contribuyen a redondear nuestro entendimiento de las cosas, aprisionándolas en el circo inaparente de la realidad de nuestras representaciones mentales. Fuera de este círculo de ideas y de sensaciones, la realidad no existe.

El Papa de Bacon y sus personajes en general parecen encerrados entre paredes circulares forradas de espejo. Esto contribuye a crear una sensación de volumen, por un lado, y de colores planos, por el otro. Vida y muerte, entre estos dos polos se disgrega la pintura de Bacon. Verdes, amarillos o rojos intensos que generan la ilusión de estar habitando interiores. Pero la sensación no es lo que prima, pese a todo el discurso urdido por Bacon en torno al lugar principal que ocupan las sensaciones en la gestación y la ejecución de sus cuadros, sino la idea. Ideas de fenómenos bestiales que constituyen la naturaleza del individuo, es así como Michel Leiris entendió la pintura de Bacon, y en este sentido se pronunció acerca de ella a principios de los años ochenta. Organización y caos, fijeza y movimiento, estos fueron los modos imperativos que Bacon quiso abrogar en su obra. Muchos han querido entenderla, en su conjunto, como una sentencia definitiva de lo que fue, a lo largo de varias décadas, y no podrá seguir siendo: la pintura en su vertiente figurativa. ~

 

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Una exhaustiva muestra de la obra de Francis Bacon se presenta, hasta el 4 de enero de 2009, en el museo Tate Britain en Londres.

 

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