Marta Sanz
Farándula
Barcelona, Anagrama, 2015, 240 pp.
En mitad de la noche: una gota, luego otra y otra más. La maldita gota que no cesa. A la mañana siguiente ya formó un charco en el piso. Los vecinos de abajo reclaman que la humedad traspasó su techo. Todo el piso está encharcado, el agua derramándose por las escaleras. El piso corre el riesgo de hundirse. Y todo por la gota que no deja de caer. La gota: el modelo social que ya no funciona: el paro que tiene en España a cinco millones de personas sin esperanza de encontrar trabajo en los próximos años; el paro que condena a un porcentaje muy alto de jóvenes a irse del país o a vivir indefinidamente con sus padres o a trabajar en lo que sea; las hipotecas que no se pueden pagar, los desahucios, la precariedad laboral… Una insignificante gota –enojo, ira– multiplicada por millones va socavando el piso social. Todo se puede venir abajo. ¿Por qué? “Por el agua que rezuma de la tubería rota”, escribe Marta Sanz (Madrid, 1967) al final de Farándula, su undécima novela.
Una obra satírica, ácida, que en un primer nivel, superficial, anecdótico, se asoma a la vida de un conjunto de actores en una España desencantada con una transición democrática que fue modelo para los países de América pero que ya les queda corta. Fue buena, funcionó, pero la sociedad –educada, molesta– pide más: más democracia, más empleo, más seguridad. Desfilan por las páginas de Farándula la actriz consagrada y madura que vive sus últimos años de gloria; la joven estrella que alterna el teatro con un reality en televisión; la venerada actriz que sobrelleva su ancianidad sola en su piso, sin pensión, viviendo de la bondad de su única amiga; el actor en la plenitud de su fama que siente nostalgia por aquel joven comprometido que algún día fue. Directores, tramoyistas, críticos, público: una novela coral sobre el mundo del espectáculo, sus glorias y sus desencantos.
En otro nivel, Sanz abandona el glamour de las estrellas y desciende un escalón hacia lo oscuro. Las envidias, los celos actorales, la mediocridad que la televisión ensalza. “Yo no escribo –dice un personaje– para que nadie se reconozca en su parte inteligente, sino en su más abyecta y entrañable vulgaridad.” La escatología del espectáculo. ¿Por qué decidió Marta Sanz novelar ese mundo? “Los actores representan las sociedades en las que vivimos –explicó en una entrevista–. Unas sociedades que por fuera están llenas de esplendor, y por abajo están asentadas en la precariedad y la pudrición.” En un tercer nivel de lectura, para Sanz su novela es un reflejo de una sociedad descompuesta, lista para un cambio que juzga inminente.
Para Sanz, debajo de cada obra cultural subyace una visión ideológica. En el caso de Farándula, la autora decidió hacer explícito lo que las novelas por lo regular escamotean. En las historias que solemos leer no despiden a los personajes de sus trabajos por viejos; las heroínas y héroes nunca se van al asilo, no se muestran egoístas ni poco solidarios. “Todo esto –dice Sanz– proviene de la idea, políticamente interesada, de que la cultura se ensucia cuando se mezcla con la ideología y específicamente con la política.”
Consciente de ello, Sanz decidió exhibir todo aquello que estamos acostumbrados a esconder bajo la alfombra. Su propósito: sacar al lector “de su zona de confort”, crear un texto que se lea como “un puñetazo en el estómago del lector”. Escribir un libro “que doliera”. Toda literatura –considera Sanz convencida– “tendría que alejarse de esas bonitas perspectivas irónicas”. Para lograrlo, y dado que “las maneras y las formas de expresión son inseparables de lo que se está diciendo”, Sanz desarrolla en Farándula una novela divertida y cruel, llena de ingenio, exageraciones, hipérboles y enumeraciones satíricas. La pregunta es: ¿logra sacar al lector de su zona de confort? Quizás en España inquiete que se hable de paro, desahucio, hipotecas vencidas y ancianos en abandono. En nuestras tierras, más agrestes, marcadas por decenas de miles de asesinatos, de colgados en los puentes, de estudiantes quemados en un basurero, de hombres disueltos en ácido, de miles de desaparecidos, donde la policía se confunde con la delincuencia, la novela de Sanz se lee como la novela que no quiso escribir: como un divertimento, una novela irónica, repleta de frases ingeniosas que parecen gags de una comedia televisiva. Las continuas alusiones de sus personajes a la situación coyuntural española se advierten a la distancia impostadas y carentes de fuerza. “No se trata –escribe en Farándula– de reivindicar las bondades o maldades de una anciana decrépita que habría sido una maravillosa actriz, sino de enarbolar la bandera de los derechos de todo un colectivo.” La pretendida conciencia social con la que Sanz buscaba cimbrar a sus lectores (“Lorenzo la comenzó a admirar cuando ella y Adolfo se pusieron al frente de una de las primeras huelgas de actores”) no se alcanza. En vez de sentir un puñetazo, el lector alza la ceja y cambia de página.
Galardonada con el Premio Herralde (misterioso premio que solo se otorga a los autores más celebrados de la editorial que lo con- voca), Sanz simula una radicalidad suave. “¿Se puede ejercer la crítica desde dentro de un sistema que te está premiando?”, se pregunta la autora. Ella piensa que sí. Considera que su novela es perturbadora y, sin embargo, no lo es. Farándula extrae su tibia fuerza del ensayo No tan incendiario (Periférica, 2014), una especie de manifiesto en el que propone la creación de obras que “desvelen una realidad angustiosa, de visualizar los traumas de una normalidad a veces terrorífica”. Su radicalidad apenas alza el vuelo. “Ya no hay subvenciones –dice uno de los personajes de Farándula–. Solo recortes. Ya no hay ayudas.” La ideología subyacente en otras obras y explícita aquí ingresará sin mayor escándalo en la corriente de lo establecido. Muy probablemente, porque se trata de una buena escritora, Marta Sanz continúe cosechando éxitos, recibiendo premios de aquellos que más odia. ~