Las alhajas, los productos más valiosos del reino mineral, subyugan a las mujeres de cualquier edad, pero sobre todo a las que ya presienten el retorno a la madre tierra. Cuando le hice una serie de entrevistas a María Félix para completar el material de sus memorias, me sorprendía que siempre llevara puesto un brazalete de oro en forma de iguana, constelado de zafiros y esmeraldas, y media docena de anillos con piedras preciosas de buen tamaño, aunque nadie la fuera a fotografiar. Como la Doña era coleccionista de antigüedades y en sus dos mansiones, la de Polanco y la de Cuernavaca, la acumulación de muebles fastuosos casi no dejaba espacio para caminar, al principio supuse, con cierto rencor social, que no podía separarse de sus joyas por un afán de lucimiento similar al de Gastón Billetes, el personaje de Abel Quezada que se pavoneaba con un anillo de brillantes en la nariz. Pero según me confió una tarde su fiel mayordomo, en la intimidad María también se enjoyaba, lo que me llevó a descartar cualquier afán de ostentación. La coquetería tampoco explicaba su extravagancia, porque nadie la veía oficiar ese rito cotidiano, salvo quizá los fantasmas de Agustín Lara, Jorge Negrete y Alex Berger.
Muchos años después, en una visita al Museo del Oro de Bogotá, donde vi la osamenta de una reina engalanada con primitivas piezas de orfebrería, entendí la motivación profunda de la Doña y de todas las mujeres que se aferran desesperadamente a esos símbolos de esplendor. En el alma de María, el pensamiento mágico predominaba sobre el sentido común y lo que yo creía un frívolo apego a los signos de estatus quizá fuera una tentativa inconsciente de sustituir su belleza caduca por otra inmortal. En la cámara mortuoria del museo, los brazaletes, las pulseras y las ajorcas de oro sacralizaban los despojos de la difunta reina. Los gusanos que mondaron su esqueleto no habían podido roer su majestad. Quizá la Doña creía en la transmigración de la belleza y antes de morir ansiaba ya consustanciarse con los únicos objetos dignos de perpetuarla.
Las religiones y los melodramas baratos nos incitan a ver la opulencia con recelo, pero el pecado es quizá la mejor fuente de inspiración y en materia de imaginería erótica, la nefasta confusión del tener con el ser, una lacra moral detestable, ha estimulado la fantasía de muchos pintores notables. En los mejores retratos de Gustav Klimt, por ejemplo, la hermosura de las grandes damas es inseparable del lujo que las rodea, al grado de alcanzar con ellas una fusión orgánica. Hijo de un orfebre, Klimt estudió al mismo tiempo pintura y decoración de interiores, un cruce de disciplinas que lo inclinaba a la ornamentación proliferante, al desbordamiento de elementos accesorios, entremezclados con la figura humana en una promiscuidad febril.
En su famoso Retrato de Adele Bloch-Bauer, tema de la película La dama de oro, recién estrenada en México, Klimt abolió las fronteras entre el cuerpo de la modelo y la lluvia dorada que la circunda, compuesta por pequeños rectángulos de hoja de oro. De hecho, su manto de luz dorada apenas deja al descubierto la cara y el cuello de Adele, que parecen flotar en el aire, como el rostro de los santos y las vírgenes en los iconos de la Iglesia ortodoxa. En otra pintura de su “ciclo dorado”, Judith con la cabeza de Holofernes, la seductora Adele luce la misma gargantilla de diamantes que llevaba en el retrato, pero ahora tiene un escote obsceno y sostiene una cabeza por los cabellos con una sonrisa de éxtasis. Klimt la deseaba con fervor y ella tal vez le correspondió, pero el boato que la rodea en ambos cuadros, y en otro donde tiene las piernas cubiertas por un abrigo de pieles, le fascinaba tanto como ella. El decorador de interiores desplaza al pintor porque el chisporroteo de la deidad solar desvía su mirada voluptuosa hacia el altar votivo donde le rinde homenaje. En la orfebrería erótica de Klimt, el lujo es una metáfora del deseo. Más que idealizar la acumulación de riqueza, idealizaba su despilfarro. El oro derramado o eyaculado en esos retratos representa la profusión de energía vital necesaria para crear una belleza arrebatadora.
A María Félix le hubiera encantado que la retratara Klimt, de preferencia con su iguana de oro enroscada en el brazo. Por desgracia, cuando Klimt murió de influenza ella apenas tenía tres años. Pero entre ambos personajes hay un vínculo mágico: la fe en la trasmutación milagrosa de la materia y la búsqueda de un amuleto contra los estragos del tiempo. Si en la pintura de Klimt el marco tiene más importancia que el retrato, y a veces lo devora como un ectoplasma, en la personalidad de María, los adornos de la belleza terminaron suplantando a la diva de carne y hueso. Tal vez ella aspiraba a una metamorfosis que solo existe en la alquimia fantástica del pintor austriaco. Ambos parecían invocar un milagro que aboliera la caducidad de la materia y el carácter perecedero de la belleza. El mundo encantado de Klimt, donde el garbo de la mujer y las joyas que luce parecen surgir del mismo filón sobrenatural, sería el único santuario donde la Doña se hubiera sentido en la gloria. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.