El término “transparencia” nunca había estado tan prostituido como en los últimos años. Está casi tan devaluado como la palabra “fascista”. Uno puede llamar fascista a alguien por colarse en la carnicería y transparencia a la publicación en PDF de una nota de prensa del Gobierno. El pasado julio el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, se reunió en su despacho con Rodrigo Rato, exministro y expresidente de Bankia. Rato está imputado por fraude, blanqueo de capitales y alzamiento de bienes. Tras la polémica por la reunión, desvelada por el diario El Mundo hace unos días, el ministerio publicó un comunicado en el que afirmaba que se había realizado en el despacho de Fernández Díaz , a puerta cerrada y sin notificación a la prensa porque así se “garantizaba absoluta transparencia”. Y apostillaba con arrogancia: “Sin duda era más adecuado hacerlo en la sede del Ministerio que en el reservado de un restaurante o en un lugar similar.”
Es un uso retorcido de la palabra transparencia. Nunca algo tan transparente había requerido de una fuente anónima del ministerio y un periodista de investigación. El manoseo del término corre el peligro de quitarle legitimidad. Transparencia no es solo saber el sueldo de un ministro sino, por ejemplo, saber con quién se reúne. La organización Civio, donde trabajé unos meses, lleva años exigiendo a los partidos políticos que hagan públicas sus agendas. Hace dos años, cuando comenzaron a presionar, ningún partido lo hacía. En 2015 ya son cuatro (Esquerra Unida, ICV, Compromís y UPyD). Pero no están obligados a hacerlo. Desde diciembre de 2014 los diputados pueden publicar de forma voluntaria sus agendas en la web del Congreso. Los primeros en unirse fueron UPyD y 40 diputados del PSOE. Este último partido, en cambio, “dejará fuera del escrutinio público los encuentros con aquellos que no hayan dado su consentimiento”. Hay muchas lagunas y falta una mayor exigencia.
En su libro Españopoly, la periodista Eva Belmonte, miembro de Civio, afirma que “buena parte de las agendas de trabajo de altos cargos y miembros del Gobierno, más allá de los actos públicos o institucionales y de ciertas reuniones que sí conviene publicitar, es secreta”. En la Ley de Transparencia, Acceso a la Información y Buen Gobierno que se aprobó en 2013 se excluyó la regulación de los lobbies. La ley, además, queda lejos de otras leyes de transparencia internacionales al no consagrar el derecho de acceso a la información como un derecho fundamental. Y el organismo encargado de regular la transparencia “depende directamente del Gobierno y entre sus miembros no hay expertos en el tema más allá de representantes de varias instituciones públicas”. Además, “permite vetar el acceso a una información si supone un perjuicio a entes tan abstractos y sujetos a interpretación como, y cito, ‘los intereses económicos y comerciales’ o ‘el secreto requerido en los procesos de toma decisión’”.
La transparencia es necesaria, pero también cierto nivel de secretismo. En La sociedad de la transparencia, el filósofo Byung-Chul Han realiza una defensa del secretismo en política y de la democracia representativa. Afirma que “solo la política como teocracia se las arregla sin secretos”, y que “el final de los secretos sería el final de la política”. Considera que “la política es una acción estratégica. Y, por esta razón, es propia de ella una esfera secreta. Una transparencia total la paraliza.” La democracia representativa bebe en cierto modo de este razonamiento: el electorado confía en alguien para que le represente, y en esa confianza va implícito cierto secretismo y discrecionalidad.
En una época de desprestigio de la política y la representatividad el secretismo es percibido como ocultación de maldades. “Si algo ocultan, algo temen”, afirman muchos críticos del TTIP, el tratado comercial entre EEUU y la UE, negociado en total secreto. Es la percepción de que no puede ser algo bueno si se negocia en secreto. Es un razonamiento similar a ese cliché abstencionista que dice que “si votar sirviera para algo sería ilegal”: no hacen las cosas por nuestro bien. La reunión entre Rato y Díaz no es política, y su secretismo solo puede ocultar alguna vergüenza. Interior afirma que Rato solicitó la reunión para tratar solo temas personales. Es comprensible viniendo de alguien que confunde con tanta facilidad lo público con lo privado. La exigencia de transparencia de la sociedad civil no es un intento de socavar la política o una forma de saciar un deseo de cotilleo, como afirma Han, sino que puede ser una manera de perfeccionar la representatividad. Si la transparencia no soluciona por sí sola el problema de la corrupción al menos sí dignifica la política.
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Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).