Me adentro en la muestra Latin Fire: Otras fotografías de un continente con la nostalgia del exiliado. Hace ya dos años que no visito México y han pasado por lo menos cinco desde que Latinoamérica dejó de formar parte de mi experiencia cotidiana. Parece una vida anterior, ajena, pero perviven ciertos gestos. Aunque desapareció mi prosodia chilanga –particularmente exótica cuando se manifestaba en lengua vasca–, no renuncio a mis vocablos más queridos. Sigo apapachando cuando doy abrazos, me ato paliacates al pelo y expreso repulsión al grito de guácala. Soy pura nostalgia y melodrama en todo lo que se refiere a Latinoamérica, pero el primer contacto –mejor sería decir “colisión”– fue complejo, inaprensible. Las fotografías que encuentro en la muestra me retrotraen a esa experiencia original, al inevitable encuentro con el Otro que supone visitar la ciudad de México cuando se tienen diecinueve años y ningún bagaje teórico que ayude a mentar lo inmediato: el caos, la diferencia, la fascinación y el desconcierto radicales.
Inaugurada en el contexto de PHotoEspaña 2015, Latin Fire asume y defiende la existencia de una identidad latinoamericana y se propone analizar sus componentes: los patrones comunes de la historia más reciente, la criminalidad, las desigualdades sociales, las urbes de demografía descontrolada, la exuberancia, lo bizarro, el fuego. Este último elemento se erige en metáfora central de la muestra. Ya es casi un cliché culturalista, pero los comisarios Alexis Fabry y María Wills reivindican el carácter fogoso del latino como origen de “esa genealogía que permite trazar en el mapa una relación casi familiar”. El modo en que han distribuido la selección de obras de estos cincuenta y dos artistas en dos bloques temáticos – el primero, “Fuego”, centrado en las catástrofes sociales y políticas que asolaron la región durante el siglo XX y el segundo, “Con el diablo en el cuerpo”, sobre la efervescencia contracultural que emergió de la debacle– me recuerda a otro lugar común que repetían mis guías autóctonos durante mi primera visita a México: aquí la gente es muy pobre, pero ríe mejor.
Parece en boga esta visión según la cual Latinoamérica obtiene su esencia de un encarnizado combate de wrestling entre el culto a la vida y el culto a la muerte. El vigor con el que se manifiestan ambas pulsiones crea un infinito juego de muñecas rusas en el que del horror emerge la belleza, que a su vez camufla más horror, del que surge más belleza, y así ad infinitum. Latin Fire comienza con una instantánea sobre la dictadura argentina, finaliza con murales sobre la vida nocturna de las grandes ciudades y en medio ofrece fotografías que resumen a la perfección esta paradoja latina de la flor de loto, la carcajada que logra abrirse paso a través de los escombros. Resulta particularmente ilustrativa, en este sentido, la serie del autor colombiano Juan Manuel Echevarría. Las instantáneas de gran formato que la componen nos muestran diversos insectos exóticos recolectados en cintas de casete: escarabajos gigantes, coleópteros multicolor, saltamontes nacarados. Son los souvenirs que recolectó durante su secuestro por el eln (Ejército de Liberación Nacional) un grupo de mujeres que supieron apreciar la belleza de la selva desde la oscuridad de su cautiverio. Maravilladas por el paisaje y la fauna salvaje, empezaron a coleccionar estos especímenes, con la esperanza de regalárselos a sus familiares cuando volvieran a casa. Según la antropóloga que le narró la anécdota al autor, fueron capaces de hacer de su cautiverio una experiencia positiva.
En su calidad de inventario, la serie de Juan Manuel Echevarría se relaciona con otros trabajos más oscuros de la exposición. La artista brasileña Rosângela Rennó expone una de las obras de su serie “Cicatriz”, compuesta de ampliaciones de fotografías que encontró en los archivos del centro penitenciario de São Paulo. Se centra en los tatuajes y marcas corporales de los reclusos, que se inventariaban por motivos de identificación: “Si el sistema sustituyó el nombre por un número, yo preferí explorar las historias privadas que contaban los dibujos en la piel.” El origen archivístico de este proyecto recuerda al que llevó a cabo en los años noventa la peruana Milagros de la Torre, que fotografió diversas pruebas materiales inventariadas en el Archivo de los Cuerpos del Delito del Palacio de Justicia de Lima. El cinturón que empleó un psicólogo para asfixiar al violador al que interrogaba, la carta de amor autoinculpatoria de una prostituta o el arma del crimen, sellada en su plástico protector, protagonizan estas fotografías que nos hablan del olvido, más que de la muerte: cuando concluye el juicio y se entierran los cadáveres, todas esas pruebas incriminatorias que se acumulan en los sótanos del juzgado como reliquias sin dueño ofrecen una metáfora elocuente sobre la memoria colectiva.
Las evidencias forenses de De la Torre contrastan, en cierto sentido, con la impunidad que denuncian las fotografías de Maya Goded sobre las muertas de Ciudad Juárez. El desierto acribillado de cruces, los familiares que exigen justicia y los escenarios fronterizos donde se gesta la tragedia representan el extremo más reciente de la cronología que abarca la exposición, pero apenas hay muestras de discontinuidad. Un hilo invisible de violencia extrema las conecta con las instantáneas anteriores, las que documentan las atrocidades cometidas por los regímenes autoritarios.
La enorme carga emotiva que se acumula en este primer tramo correría el riesgo de perder su capacidad de impacto si no fuera por el juego de contrastes que propone la muestra. Se reciben con alivio las obras que retratan el espacio urbano, con sus muros cubiertos de grafiti ante los que posan con orgullo pandilleros del df, o la serie de fotografías de boda que corre a cargo de José Luis Venegas, padre de las gemelas más célebres del circuito cultural mexicano. La lucha libre, por supuesto, también está presente a través del trabajo de Lourdes Grobet, que retrata a hombres y mujeres disfrazados con máscaras de wrestling en ambientes cotidianos. Mientras contemplo estas imágenes, pienso en el concepto de la fiesta, en lo que significaba para las comunidades indígenas de la zona rural de México en la que viví durante meses. Recuerdo, sobre todo, la importancia de las fiestas de quince. Era habitual que aquellas familias que malvivían a base de tortillas de maíz y nopales durante todo el año gastaran sus ahorros para comprar el vestido más rosa y fastuoso de la tienda, el cetro y la corona a juego, el alquiler de una carroza que llevara a la quinceañera hasta su salón de festejos, el dj, un traje de recambio para cada baile. Con ese dinero, me decía indignada, se le podía costear a la adolescente en cuestión la colegiatura de una preparatoria prestigiosa. Con ese dinero se podía cambiar de clase social y, sin embargo, se dilapidaba en una noche. Aquella falta de pragmatismo me desesperaba. Más que la lentitud burocrática, más que las cunetas atestadas de perros atropellados, más que nada.
Sin embargo, a escasos centímetros de la pared en la que se retrataban las tumbas de Juárez, contemplo ahora la sonrisa de una adolescente engalanada hasta el exceso; el gesto displicente, orgulloso, de una mestiza tras su tocado nupcial; la fascinación infantil que provocan esas máscaras de lucha libre adornadas con diamantes de imitación… Y comprendo, quizás demasiado tarde, que la fiesta nunca es un derroche. La fiesta siempre suma. Y, como la risa, es a menudo la única herramienta de resistencia de los que no poseen nada. ~
La exposición Latin Fire. Otras fotografías de un continente. 1958-2010 puede verse en CentroCentro Cibeles de Madrid hasta el 13 de septiembre.
(Bilbao, 1988) es autora de las novelas Cuando fuimos los mejores (Almuzara, 2007) y De música ligera (451 Editores, 2009).