Alejandro Zambra
Facsímil
México, Sexto Piso, 2015, 96 pp.
Podríamos pensar en la obra de Alejandro Zambra –junto con la de un puñado de escritores nacidos en los setenta– como en un intento por hacer, con la herencia que recibió de la generación de sus padres, una literatura de los hijos: una suerte de épica menor de la vida cotidiana de quienes crecieron creyendo que no tenían nada que decir, que las grandes historias eran las que contaban los grandes. Y Facsímil, su libro más reciente, continúa por una bifurcación radical de ese camino.
En su narrativa, Zambra (Santiago, 1975) suele trabajar los textos como artefactos, casi a modo de anomalías que generan sentido y, en ocasiones, sinsentido. Por eso resulta difícil clasificarlos. En Bonsái, el protagonista escribe una novela para hacerla pasar, ante una mujer, como si fuera el libro de otro escritor; en La vida privada de los árboles los cuentos infantiles mutan en historias de terror adulto (si es que es posible pensar en un terror adulto) cuando la madre de una niña no vuelve a casa y aparece, sin ser expresada, como un fantasma, la palabra “desaparición”; en Formas de volver a casa presenciamos el modo en que los recuerdos personales se transforman en ficción cuando la sensibilidad de una época ha sido trastocada por la dictadura; y en Mis documentos se abre el disco duro de un escritor para mostrar la forma en que un relato es creado en ese laboratorio de escritura que puede ser, en ocasiones, una computadora.
Bajo esa misma idea del texto como artefacto de sentido cambiante, la estructura de Facsímil está tomada de la Prueba de Aptitud Verbal –también conocida en Chile como “facsímil”–, que se aplicó en ese país hasta el año 2002 a los aspirantes a la universidad; es decir, la misma prueba que hizo Alejandro Zambra cuando era estudiante. Es un libro compuesto por ejercicios de opción múltiple. “No había que escribir, no había que opinar, no había que desarrollar nada, ninguna idea propia: solo teníamos que jugar el juego y adivinar la trampa”, escribe Zambra en uno de los textos que cierran esta obra, dedicado a la experiencia del colegio, y ese es el juego, plagado de trampas, que propone para obligar a los lectores a opinar, pensar, generar ideas propias.
Dividido en cinco partes –término excluido, plan de redacción, uso de ilativos, eliminación de oraciones y comprensión de lectura–, cada una de las noventa preguntas tiene cinco posibles respuestas para que, como en un examen, el lector elija y marque la más adecuada en una hoja destinada para ello al final del libro. Sin embargo, en más de una ocasión, no hay respuesta correcta y habría que pensar si alguna vez la hubo. De modo que Zambra solamente sugiere posibilidades y cada lector termina de instaurar el sentido del libro; cabría decir que se convierte en coautor. De modo que –a pesar de que ya no estemos en edad de citar a Cortázar– este libro es muchos libros: tantos como lectores tenga.
Mario Levrero afirmó en alguna ocasión que actualmente una novela es cualquier cosa que se ponga entre tapa y contratapa. En ese sentido –y quizá solo en ese sentido– Facsímil es una novela. Una novela chilena sobre la educación. Tal vez se trata, incluso, de una novela muy chilena, pues el gesto político en ella es marcado, pero es ese mismo gesto el que, a través de tres editoriales distintas (Hueders en Chile, Eterna Cadencia en Argentina y Sexto Piso en México), le permite dialogar con el presente de otros países latinoamericanos.
Facsímil apela, sobre todo, a las instancias de las que se supone que debemos aprender algo: la escuela, el matrimonio, la familia, la iglesia e incluso la televisión y la historia, ese instrumento de institucionalización de la memoria. Aunque su subtítulo diga “Libro de ejercicios”, y el ánimo de muchos de ellos de algún modo lo empariente con algunos de los experimentos del Oulipo, no podemos dejar de notar que son las instituciones en las que la intimidad se cruza con lo político las que aparecen problematizadas, no sin ironía, a lo largo de cada uno de los textos que van creciendo tanto en extensión como en complejidad moral y literaria.
Lo que relumbra del estilo de Zambra es su capacidad para dibujar, con unas cuantas frases cortas, un abanico de vidas apagadas y medianas que, debido a una alta dosis de humor negro, no sumergen al libro bajo un tono que podría llegar a ser fatalista, sino que revelan la obscenidad de la tristeza. Al barajar las distintas posibilidades de una situación, la minuciosidad que pone el autor en cada una de las palabras que emplea y en los posibles giros le permiten transformar una escena trágica en una farsa. En la parte dedicada a completar el sentido de los enunciados nos encontramos un ejemplo entre muchos:
Fuiste un mal hijo, ____ escribes.
Fuiste un mal padre, ____ escribes.
Estás solo, ______ escribes.
A) por eso por eso por eso
B) de eso de eso de eso
C) pero pero pero
D) y no y no y no
E) y y y
Fuiste un mal hijo, por eso escribes _________.
Fuiste un mal padre, por eso escribes _________.
Estás solo, por eso escribes _________.
A) cartas cartas cartas
B) novelas cuentos poemas
C) mal mal mal
D) tu testamento tu testamento tu testamento
E) tanto tanto tanto
Hacia el final del libro, en la parte dedicada a la comprensión de lectura, se lee: “El tono general de este relato es: A) melancólico, B) humorístico, C) paródico, D) burlesco, E) nostálgico”. Y es que, en última instancia, Facsímil es un libro acerca de nuestras formas de pensar y los distintos modos de leer la realidad; busca, en los miedos pequeñoburgueses, en las tragedias cotidianas –un divorcio, la muerte de un padre, un par de niños castigados en el colegio, un tumor o un hijo– la literatura de una generación. El tono general de este libro es: F) Todas las anteriores. ~
(Ciudad de México, 1986) es escritor y traductor.