La búsqueda de aventuras psíquicas y catarsis intensas es un ideal de vida irrenunciable para los jóvenes que no soportan la idea de integrarse al orden social. Todo límite en el alcohol o las drogas les resulta chocante, porque a su edad, la locura y el placer no se contraponen. Como es imposible o suicida mantener ese trote en la madurez, muchos partidarios de la desmesura hemos tenido que “sentar cabeza” por instinto de conservación. El primer descubrimiento amargo de un adulto parrandero es que, a partir de cierta edad, los placeres son excluyentes: no puedo ser buen amante si me emborracho tres veces a la semana, de modo que debo elegir entre el alcohol y el sexo. A partir de entonces, la supervivencia se vuelve una dolorosa cadena de renunciamientos, porque el abandono gradual de los vicios nos obliga a soportar una dosis de realidad cada vez mayor. Algunos experimentan esa enmienda forzada como una claudicación frente “al más humillante de los mitos higiénicos, principal avasallador de nuestra modernidad, el mito de la vejez sana y activa como fin supremo de la vida”, según lo definió Fernando Savater en El contenido de la felicidad. Pero incluso los que aborrecemos ese repugnante mito, debemos optar entre la detestable mesura o una decrepitud anticipada cuando la necesidad de evasión entra en conflicto con la resistencia física.
Savater no ridiculiza en su ensayo el estilo de vida epicúreo sino, más bien, la vulgata epicúrea difundida por los charlatanes que intentan negar el dolor y la muerte, pero quizá valga la pena contraponer sus ideas con los principios de esa filosofía. Compendiada en las Vidas de los filósofos ilustres de Diógenes Laercio, la doctrina de Epicuro es quizá la única defensa filosófica del cuerpo sano que no huele a sermón, y como tampoco limita los placeres carnales, probablemente sea el único ideal de vida que puede oponerse con éxito a la mística de la disipación. Satanizado en vida por algunos de sus contemporáneos, que lo tachaban de pornógrafo y borracho, Epicuro no creía que pudiera existir la felicidad sin placer “pues yo desde luego, no sé cómo imaginar el bien si suprimo los placeres de los sabores, si suprimo los del sexo, los de los sonidos y los de la forma bella”. Santo patrono de los sibaritas, Epicuro mereció también la condena unánime de la moral judeocristiana por haber elevado el placer al rango de las virtudes teologales.
Pero los placeres que Epicuro vindicaba no eran nocivos para la salud, ni para la vida comunitaria. “No es posible vivir placenteramente sin vivir sensata, honesta y justamente, ni vivir sensata, honesta y justamente sin vivir con placer.” Es decir que, para Epicuro, la insatisfacción de los deseos naturales era tan peligrosa como los vicios depredadores. En otras palabras, era un enemigo de la represión sexual y un partidario de “llevársela leve” en materia de euforia inducida, para no cruzar la frontera donde el placer se convierte en dolor. Panegirista de los “placeres en reposo” (la serenidad y el bienestar físico), advirtió que sin ellos nadie puede disfrutar tampoco de los placeres activos, es decir, las arrebatadoras alegrías del cuerpo y el alma. Madurar, según su doctrina, significa renunciar a los placeres superfluos para seguir gozando los esenciales, mantener en buen estado el cuerpo, no porque así lo mande el ser supremo, sino para prolongar nuestra vida pecadora. No pretendo restar validez a la opción, elogiada románticamente por Savater, de “quemarse las entrañas con ácidos, alcoholes y alcaloides buscando la definitiva desmesura”. Pero los que nos quedamos al filo del precipicio, ¿podemos rendirles homenaje a los que saltaron? ¿De verdad envidiamos su suerte desde nuestro cómodo apego a la vida?
El aparente desdén que los jóvenes profesan a la salud, a la luz de mi propia experiencia, es un efecto colateral de su propio vigor desbordado. Cuando el cuerpo está en su apogeo, cuando la fisiología funciona a la perfección, nos sentimos invulnerables y exploramos los laberintos del alma para reafirmar nuestra ilusión de inmortalidad. Bebemos o consumimos drogas para exacerbar una hiperestesia que nos parece ilimitada, no porque tengamos la intención de quemar la vida con rapidez. Todo joven siente, como López Velarde, que el cuerpo es “la nave de los hechizos”, pero el precio de querer prolongar una navegación turbulenta más allá de los treinta o cuarenta años es sacrificar los placeres en reposo, sin los cuales tampoco gozamos los paraísos artificiales. Un joven borracho, mariguano o adicto a las drogas duras puede coquetear con la locura sabiendo que después recuperará la serenidad, pero, a partir de la madurez, el alma ya no vuelve a ese puerto, y por lo tanto la travesía deja de ser grata. ¿Qué tanto podemos asomarnos a la locura sin arruinar el placer que nos proporciona? Epicuro no respondió a esa pregunta, pero nos previno contra el error juvenil de confundir la serenidad con el tedio. Los placeres en reposo son el caldo de cultivo de la ebullición creativa y quizá el reto de la edad madura sea encontrar en ellos la fuente de la embriaguez. ~
(ciudad de México, 1959) es narrador y ensayista. Alfaguara acaba de publicar su novela más reciente, El vendedor de silencio.