a dos, digámoslo así, obvios maestros:
Javier Marías y Enrique Vila-Matas
Muy posiblemente, si las dificultades y los inconvenientes no hubiesen sido tan grandes, y los acontecimientos de su vida no se hubieran sucedido unos a otros sin interrupción impidiéndolo todo, como sucede a menudo, ya que la vida solo existe para entorpecer la vida, al escritor alemán Wolfgang Koeppen –que nació en 1906 en Greifswald y murió en 1996 en Múnich, habiendo nacido de la unión al parecer brevísima entre la costurera del teatro local y un oftalmólogo residente en Berlín que jamás tuvo relación con su hijo, que debió interrumpir sus estudios en su temprana juventud y recorrió el mar Báltico como cocinero de un barco antes de intentar establecerse como director teatral en Weimar, en Berlín y en Wurzburgo, que destacó como novelista y dejó de escribir alrededor de 1981, habiendo vivido la que parece una vida sin grandes perturbaciones, ya que la narración tiende siempre a disimularlas, de tal forma que a menudo la escritura de una autobiografía o de unas, llamémoslas así, memorias parece la única forma que encuentran ciertos sujetos para generar el convencimiento, en los demás pero principalmente en sí mismos, de que tuvieron unas vidas que pueden ser narradas de manera ordenada, que adquieren un sentido cuando se las narra y se las contempla, digámoslo así, de forma retrospectiva, aunque es evidente que se trata de sujetos todavía paralizados por la significación de los acontecimientos que han vivido y que sus vidas, como las de todos nosotros, han estado escindidas entre unas convicciones internas y unas realidades externas al sujeto que este nunca ha podido comprender antes de escribirlas, que es algo que pudo sucederle al propio Koeppen, cuya vida solo parece sencilla y sin grandes perturbaciones si estas no son mencionadas, si no se dice nada de su breve y mayormente triste infancia en la que se desempeñó como ayudante en una librería, de su trabajo posterior como empleado de almacén de la compañía de lámparas Osram, de sus dificultades para defender a los nuevos dramaturgos durante su periodo como director teatral en Wurzburgo, de las reacciones a su primera novela, que incluyeron la recomendación de que el autor fuera internado en un campo de concentración con el fin de ser “reeducado”, de su exilio en Holanda, desde donde debió presenciar cómo su segunda novela era destrozada por la crítica alemana debido a que había sido publicada por un editor judío, de su trabajo como guionista en los estudios ufa, para los que escribió guiones que nunca fueron utilizados, de la bomba que destruyó el edificio en el que vivía con buena parte de sus inquilinos, lo que Koeppen aprovechó para pasar a la clandestinidad, de la difícil supervivencia durante la guerra y su desempeño posterior como policía de la ocupación aliada, del éxito de sus novelas y sus artículos de viajes y de su progresivo, o no tan progresivo, desencanto de la literatura, que lo llevó a no escribir prácticamente nada desde 1976, del permiso otorgado por las autoridades de la así llamada República Democrática de Alemania para visitar su localidad natal en 1985, de la muerte de su mujer, que tal vez parezca a algunos un acontecimiento más entre muchos otros pero tiene que haber sido de una gran importancia para Koeppen, que por entonces, algo más de diez años antes de su muerte, había sido derrotado ya por todos estos acontecimientos de su vida, que le habían impedido escribir durante años hasta que dispuso del tiempo y del sitio para hacerlo, es decir, hasta que escribir ya no le resultó necesario en absoluto–, de haber podido hacerlo, le hubiese gustado narrar la siguiente historia: Alguien, un dibujante, posiblemente británico –llamémoslo Martin Rowson, por el caso; de hecho, Koeppen nunca prestó una gran atención a los nombres, ni a los de sus personajes ni a los demás–, lee la Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, el gran libro de Laurence Sterne, y se propone hacer una adaptación gráfica de la obra; es decir, toma la decisión de escribir una novela gráfica basada en el libro de Sterne cuyo público desconoce pero imagina, de antemano, adolescente: jóvenes británicos con camisetas de equipos de futbol de la ciudad de Manchester –de hecho, no imagina siquiera que esos adolescentes puedan llevar camisetas del Sunderland, que es su equipo, ni del Middlesbrough o del Hull City; por el caso, tampoco del Chelsea o del Arsenal; los imagina, siguiendo un prejuicio largamente instalado, que parece haber alcanzado ya a Rowson o, más posiblemente, a Koeppen, en el asilo de ancianos en Múnich donde pasa sus últimos días bajo el peso de la noche y parece el sitio más inapropiado para albergar prejuicios en relación a los jóvenes del norte de Inglaterra– a los que les da pereza leer una obra de la extensión de Tristram Shandy y desean –pero todos lo deseamos, todo el tiempo, con respecto a casi todas ellas– encontrar un atajo que los conduzca a través de la de Sterne, que posiblemente imaginen como un bosque oscuro sin cobertura de telefonía móvil ni conexión de datos; es decir, un sitio realmente espeluznante. Así que Rowson concibe las primeras cinco o seis páginas iniciales, las bosqueja, las entinta, las rotula, las abandona.
A continuación se pregunta si puede adaptar el libro de ese modo, sin saber demasiado sobre Sterne, sin saber casi nada sobre su época, sobre la literatura que el escasamente hábil titular del vicariato de Coxwold leía y que plagió, parodió, modificó en su gran novela, sin saber nada de los hábitos de un tiempo que él debe recrear en su obra hasta en los, digámoslo así, más mínimos detalles, de modo que decide reparar esas lagunas leyendo algo acerca de todo ello, un libro o dos que le sirvan de documentación, que le permitan, piensa, presumir más tarde de un conocimiento del siglo XVIII inglés que, desafortunadamente, no se adquiere de forma natural naciendo en Inglaterra, respirando su aire, mayormente insalubre, o viviendo en las mismas habitaciones minúsculas y costosísimas en las que se vivía en el siglo XVIII posiblemente con el mismo empapelado en las paredes y la misma, terrible, moqueta en el suelo del baño. En una librería de Charing Cross Road, Rowson compra el libro de Ian Campbell Ross Laurence Sterne: A life, publicado en Oxford por la Oxford University Press en 2001, y algunas semanas después, tras haberlo leído, adquiere también, pero en otra librería –una en la que el propietario se encuentra acurrucado detrás del mostrador, atemorizado, por lo que parece, ante la presencia de un gato amarillo, que yace sobre un libro de Vitali Shentalinski y ocasionalmente abre un ojo amarillo que clava en él para impedirle que se mueva–, las dos obras de Arthur H. Cash, Laurence Sterne: The early and middle years y Laurence Sterne: The later years, que Routledge ha publicado en Londres en 1975 y en 1986, respectivamente. Rowson adquiere, por lo tanto, un conocimiento íntimo de la biografía del autor del Viaje sentimental y de su época, que de a ratos, mientras lee los libros, le parece mejor que la actual y a veces peor, dependiendo de su estado de ánimo, que tiende a ser más bien miserable, en particular cuando llueve o cuando recuerda al hombre de la librería al que atemorizaba su gato, cuyo olor cree reconocer en las páginas, lo que, sin embargo, lo lleva a pensar, singularmente, que todavía no sabe lo suficiente sobre Sterne, específicamente sobre la recepción de su libro, cosa que ahora considera fundamental para llevar a cabo su adaptación de Tristram Shandy, por lo que también adquiere Sterne, the Moderns, and the novel de Thomas Keymer, que Oxford University Press publicó en 2002, y el volumen de ensayos reunidos ese mismo año por Marcus Walsh bajo el título Laurence Sterne: la excentricidad, la innovación o la sorpresa no parecen encontrarse entre los efectos que quienes titulan libros sobre el autor de los Sermones de Mr. Yorick pretenden conseguir. Un par de veces, en las semanas siguientes, Rowson se pregunta ociosamente –en general durante el desayuno, mientras fríe tostadas o templa la tetera, algo que a menudo inquieta a sus amigos franceses, aunque es evidente que el té sabe mejor si la tetera es templada previamente, y que, además, es conveniente no tener muchos amigos franceses, o no tomarse su amistad muy en serio, al menos en lo que hace a sus afirmaciones sobre dos cosas acerca de las cuales no saben nada, absolutamente nada: la preparación de un té y la literatura– si Sterne fue un modernista o un posmodernista –más aún, Rowson se pregunta si ambas categorías tienen algún tipo de utilidad, en relación a la obra de Sterne y a todas las otras, las producidas antes y después, pero particularmente después, y que tan deficitarias parecen–, así que consulta la antología de ensayos de David Pierce y Peter de Voogd Laurence Sterne in Modernism and Postmodernism, que Rodopi publicó en Ámsterdam en 1996, al igual que la de Melvyn New Critical essays on Laurence Sterne, editada en Nueva York por G. K. Hall dos años después. Ambos libros lo conducen al de Alan B. Howes Sterne: The critical heritage, de 1974, y también a ‘Tristram Shandy’: The games of pleasure de Richard Lanham, publicado en Berkeley por la University of California Press en 1973, así como a Laurence Sterne as satirist: A reading of ‘Tristram Shandy’ del ya mencionado New, que dio su obra a la imprenta de la University of Florida Press en 1969. Quizás sea inevitable a esta altura: los dos libros lo llevan a leer el de John M. Stedmond The comic art of Laurence Sterne: Convention and innovation in ‘Tristram Shandy’ and ‘A sentimental journey’, publicado en Toronto en 1967, y de allí pasa al ensayo de Wayne Booth “Did Sterne complete Tristram Shandy?”, aparecido en el número 48 de la revista Modern Philology correspondiente a febrero de 1951; es decir, ocho años antes de que Rowson naciera: aunque el ensayista estadounidense cita allí otros libros anteriores, Rowson no los consulta, convencido como está de que nada que haya sido publicado en la primera mitad del siglo XX puede ser de alguna importancia –un prejuicio, nuevamente, que puede ser tanto de Rowson como de, más posiblemente, Koeppen–, lo que lo lleva a mirar “hacia adelante”, por decirlo así, aunque es evidente que el “adelante” de Booth es el “atrás” de Rowson, dicho lo cual es posible que el estadounidense, que nació en 1921 y murió en 2005, no pensase realmente en el tiempo como en una flecha tendida entre dos puntos sino más bien, y en particular durante su vejez, como en una desgracia, como el peso de la noche abatiéndose sobre él y sobre todos los que amaba, si amaba a alguien.
Así que Rowson remonta el río o la flecha del tiempo, o cualquier otra metáfora que se desee emplear, para leer el imprescindible libro de John Traugott ‘Tristram Shandy’s world: Sterne’s philosophical rhetoric, que la University of California Press publicó en Berkeley en 1954 y en el que Traugott sostiene que Sterne se propuso con Tristram Shandy subvertir la doctrina racionalista de la asociación de ideas formulada por John Locke. A continuación, por supuesto, Rowson tiene que leer la selección de ensayos publicada por Traugott catorce años después con el título de Laurence Sterne: A collection of critical essays, con la expectativa de que su pensamiento se haya vuelto menos oscuro entre 1954 y 1968 –la respuesta, lo comprueba a poco de haber comenzado la lectura, es que no fue así–, varios libros sobre la doctrina de Locke, de los que entiende más bien poco, el ensayo de Arthur H. Cash de 1955 “The lockean psychology of Tristram Shandy”, que refuta anticipadamente las ideas de Traugott, el de W. G. Day “Locke may not be the key”, que sostiene aproximadamente lo mismo, y una vida de John Locke en novela gráfica que parece haber sido dibujada con la mano izquierda por un dibujante diestro o por un dibujante zurdo con la mano derecha, no consigue averiguarlo exactamente: entre un paréntesis y otro, entre una lectura y otra, entre una molesta frase subordinada y otra, pasan meses.
Desde luego ninguno de estos libros es particularmente fácil de localizar. Rowson es una persona sedentaria, pero su interés en Sterne –que, por lo demás, se reduce simplemente a su deseo de realizar la adaptación gráfica de Tristram Shandy, para la que ha firmado ya un contrato con un editor que parece desconocer o no creer en el prejuicio según el cual los jóvenes ingleses desean un atajo a través del libro de Sterne y solo visten camisetas de equipos de futbol de la ciudad de Manchester– lo lleva a tener que salir regularmente de su casa durante un largo periodo, por ejemplo para visitar la biblioteca de su barrio, donde consulta algunos de los libros mencionados, o para ir a la Library of London, que al principio lo impresiona y luego se convierte sencillamente en una especie de segundo hogar para él, con todos los inconvenientes que esto supone. En una ocasión, y esto debido a que se entera de la existencia de un ejemplar del muy poco habitual libro de James Swearingen de 1977 Reflexivity in ‘Tristram Shandy’: An essay in phenomenological criticism en una librería local, Rowson visita Bath. Allí compra el libro y se marcha a un hotel en la periferia de la, por lo demás, pequeña ciudad del suroeste inglés sin siquiera haber visto sus edificios más significativos o, por el caso, los famosos baños del periodo romano, que alimenta una fuente conocida ya en tiempos de los celtas de la que emana un agua pestilente que nadie en su sano juicio puede considerar de algún provecho, cosa que, por lo demás, Rowson, que cree haber leído algo al respecto en algún lugar, no podrá comprobar nunca. Al llegar al hotel pide un sándwich de pollo al servicio de habitaciones y hojea un folleto de la ciudad en el que descubre o recuerda que las siguientes personas nacieron en Bath e incluso vivieron allí algún tiempo: Jane Austen, Charles Dickens, Henry Fielding, Tobias Smollett, Mary Shelley, Ken Loach, Eddie Cochran, Peter Gabriel, Peter Hammill y el almirante Horatio Nelson, todo lo cual le parece a Rowson una demostración de que el agua y, en general, las condiciones de vida en Bath deben ser muy malas o pésimas para la salud. A continuación deja el folleto a un costado y espera al servicio de habitaciones viendo en la televisión el partido en directo entre el Sunderland y el Tottenham Hotspur; cuando comienza a verlo, el partido ha empezado unos veinte minutos atrás y ganan los Hotspurs por uno a cero con un gol de falta directa del francés Étienne Capoue, que espontáneamente se ha anticipado a José Paulo Bezerra Maciel Júnior “Paulinho”, el jugador brasileño que suele lanzar los tiros libres directos y que se enfada hasta tal punto con Capoue por haberle quitado la posibilidad de lanzar la falta que sigue enfadado cuando termina la primera mitad del partido. La falta, y esto no carece de importancia, ha sido cometida sobre Aaron Lennon, que había recibido un pase corto de Moussa Dembélé, quien a su vez había aprovechado un pase de Lewis Holtby, el cual había tenido que bajar hasta la línea defensiva para recibir el balón de parte de Kyle Walker, quien lo había obtenido a su vez de Brad Friedel, el cual había recogido el balón tras un disparo poco enérgico de Jozy Altidore que entusiasmó, aunque brevemente, a la afición del Sunderland, como el desempeño general del jugador estadounidense desde su llegada al equipo del nordeste de Inglaterra. Algo de todo ello importa a Rowson; la mayor parte, sin embargo, lo deja indiferente: mientras afila un lápiz, distraídamente, se corta un dedo.
Al regresar a Londres, Rowson lee el libro de Jonathan Lamb Sterne’s fiction and the double principle, publicado por la Cambridge University Press en 1989, el ensayo de Melvyn New “Sterne and the narrative of determinateness” (1992), que responde al de Jonathan Lamb, el de Everett Zimmerman “Tristram Shandy and narrative representation” (1987), sobre la pérdida de la fe en el mundo moderno, contra la que Sterne intentó combatir, un diccionario histórico de slang –toby es nalga; siege, ano, descubre–, el ensayo de Calvin Thomas “Tristram Shandy’s consent to incompleteness: Discourse, disavowal, disruption”, con explicaciones lacanianas del comportamiento de los personajes masculinos de la novela que lo ponen al borde del espanto, aunque de un espanto aburrido, una larga y monótona vacación en Argentina sin glaciares, sin cataratas, sin robos a mano armada en las puertas de un hotel en Palermo, una especie de cáncer que está devorando Buenos Aires, donde todo pasa poco a poco a estar en Palermo, aunque esto Rowson tampoco lo sabrá nunca, los muchos números de The Shandean: The Annual of the Laurence Sterne Trust y las numerosas ediciones de The Scriblerian, las quinientas cincuenta páginas de notas de la edición del Tristram Shandy que Melvyn y Joan New prepararon para la universidad de Florida en dos volúmenes, The philosophical irony of Laurence Sterne de Helene Moglen (1975), que reelabora a Traugott, The comic art of Laurence Sterne de John M. Stedmond, de 1967, Laurence Sterne as satirist, que Melvyn New publicó en 1969, el ensayo de Leigh Ehlers “Mrs. Shandy’s ‘lint and basilicon’: The importance of women in Tristram Shandy”. Lee Tristram Shandy de Max Byrd, de 1991, Image and immortality. A study of ‘Tristram Shandy’ (1970) de William V. Holtz, que discute la relación de Sterne con William Hogarth y Joshua Reynolds, ‘Tristram Shandy’: The games of pleasure de Richard Lanham, de 1973, “Tristram Shandy”, el muy útil ensayo de Eric Rothstein publicado en Systems of order and inquiry in later Eighteenth-Century fiction, de 1975. Lee el Essay towards a complete new system of midwifery de John Burton, de 1751, y el Treatise on the theory and practice of midwifery de William Smellie, de 1752, tras leer el libro de Sterne Letter to William Smellie, m.d., containing critical and practical remarks upon his treatise: su, por lo demás, relativamente breve inmersión en la obstetricia le permite adquirir unos conocimientos que, piensa Rowson con cierto orgullo, le permitirían traer un niño al mundo, al menos un niño del siglo XVIII, cuando, aparentemente, estos solían tener una mayor consistencia. Mientras lee el artículo de D. W. Jefferson “Tristram Shandy and the tradition of learned wit” (1951), Rowson apunta una vez más que Tristram Shandy debe ser leído en la tradición satírica de François Rabelais y Jonathan Swift; una vez más, también, lee que Sterne yuxtapone en él los discursos contradictorios, a menudo improbables, de la cosmología medieval, la medicina, la fisiología, la jurisprudencia, la religión y la ciencia militar, que el autor inglés equipara con la estupidez humana, que carece de ciencia porque las permea a todas. Rowson comprende que es absurdo contemplar siquiera la posibilidad de aproximarse a la parodia sterniana sin conocer los discursos que parodia, pero también comprende o entiende que conocer esos discursos puede tomarle años, los mismos que tomaba a un hombre de la época de Sterne adquirir los conocimientos que lo convirtieran en un miembro respetado de la comunidad letrada, alguien de quien se pudiera decir que era culto, que era lo que se podía decir de Sterne, así como una docena de cosas bastante menos agradables. Rowson piensa todo esto mientras bebe una taza de té en la cafetería de la Library of London, frente a una pareja: él es calvo y lleva un suéter de cuello alto de color claro que lo hace parecer un inmenso pene circuncidado, ella deja su taza a un lado y le pregunta: “¿Y qué le vas a decir a tu mujer?” Rowson no quiere escuchar, pero esto no tiene importancia porque el hombre no responde nada, y el dibujante, que ha pasado ya varios años de su vida en ella, que la conoce ya al dedillo, aunque esto no signifique ningún tipo de mérito sino, más bien, la manifestación de una cierta imposibilidad y de algo que en breve será, y parecerá, una derrota de algún tipo, principalmente intelectual, regresa con pesadumbre a la sala de lectura.
Lee, o vuelve a leer, que los autores con los que se asocia habitualmente a Sterne son Samuel Richardson, Daniel Defoe, Tobias Smollett y Henry Fielding. El primero, descubre Rowson con cierta sorpresa, escribió tres novelas; el segundo, se asombra, nueve novelas, además de cientos de poemas y panfletos; el tercero, se angustia, dieciséis obras; el cuarto, Rowson se desespera, veintinueve: su lectura puede insumirle años, piensa. A continuación, por lo demás, lee que, según Melvyn New, los autores que interesaron a Sterne fueron más bien Alexander Pope y Jonathan Swift: el primero escribió trece libros; el segundo, más de medio centenar de textos. New afirma, también, que, para comprender las auténticas motivaciones de Sterne –aunque, por supuesto, las motivaciones de sus autores tienen poco que ver con sus obras y a menudo nada en absoluto–, se debe leer a François Rabelais, a Michel de Montaigne, a Miguel de Cervantes, a Voltaire, a Robert Burton: Rowson no busca las listas de sus obras, que imagina, con toda razón, demasiado extensas. Aquí el dibujante inglés hace lo siguiente: se levanta de su silla, abandona los libros sobre la mesa, sale corriendo de la sala de lectura, atraviesa pasillos en los que siente que falta, que siempre ha faltado, el aire, sale a la calle y allí, y después de un instante, se pregunta si en realidad no ha saltado por la ventana: de hecho, le duelen todos los huesos, como si los tuviera rotos. Piensa que alguien le ha robado algo pero se dice que ha sido él mismo, pues considera que los años que ha invertido en su proyecto han sido una pérdida, cosa que, por supuesto, puede discutirse, y se pregunta –aunque lo más verosímil es que esto no se lo pregunte Rowson sino Koeppen, y que ya tenga una respuesta para ello– si el Tristram Shandy no es, en realidad, un libro sobre el modo en que un acontecimiento de la vida nos conduce a otro y una lectura nos lleva a otra, sin interrupción posible, y acerca de la forma en que todos caemos en el agujero de la literatura, que carece de fondo, y ya no podemos salir jamás de él. Este, por lo demás, un pensamiento relativamente banal, carente de toda importancia, un pésimo pago a la inversión de tiempo y esfuerzo que Rowson ha hecho y que, como todos los pagos en literatura, no justifica en absoluto la inversión, es el último pensamiento que tiene acerca del Tristram Shandy, y Rowson recuerda a continuación que su padre, cuando era niño, le enseñó a no jugar al ajedrez; es decir, a fingir que jugaba al ajedrez cuando no lo hacía en absoluto. Recuerda que era un ejercicio placentero, en el que las reglas se inventaban y se modificaban rápidamente, presididas por la única regla que se imponía a todas las demás, y que consistía en que las piezas no debían ser movidas nunca, bajo ningún concepto, de la forma en que son empleadas tradicionalmente en el juego, y el tablero era una locura, un auténtico juego, que cambiaba y era siempre distinto con cada partida, mientras afuera caía todo el inmenso peso de la noche sobre las casas y el “no ajedrez” que había inventado su padre era una cierta forma de pensar en todo lo que a Rowson iba a importarle cuando fuera adulto, la vida insospechada y la literatura. Naturalmente, Martin Rowson nunca completa su adaptación a la novela gráfica del Tristram Shandy, de hecho, en rigor, ni siquiera la comienza, lo que la convierte en la mejor recreación de la obra de Sterne, que su autor, por cierto, tampoco completó nunca; Wolfgang Koeppen, por su parte, nunca escribe esta historia: el peso de la noche también cae sobre él, definitivamente, en un momento u otro. ~
Patricio Pron (Rosario, 1975) es escritor. En 2019 publicó 'Mañana tendremos otros nombres', que ha obtenido el Premio Alfaguara.