Subir al sótano

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La historia es muy conocida, pero es apenas una entre decenas o centenas o miles de historias muy conocidas que componen el Libro de Bob o la leyenda en curso y trámite de Mr. Dylan.

La historia también, con el tiempo, ha probado ser una de las más recitadas y trascendentes a la hora de intentar explicar, en vano, el perfil siempre cambiante e inasible de un artista único. En cualquier caso, se la repite y se la rememora y se la altera según pasan los años y aquí va de nuevo, más pertinente que nunca.

A saber, a quien sabe y sepa. Mediados de la década de los sesenta y un Dylan encendido por la electricidad y las anfetaminas y su propio genio recorre un mundo de escenarios donde se lo celebra. Y se lo condena por haber renunciado a sus raíces folks y protestonas. Y se le grita “¡Judas!” cuando en realidad él se siente más bien el más rabioso de los mesías listo para crucificar a todos con los clavos de sus visionarias canciones de odio. De regreso en casa, julio de 1966, un accidente en moto (inventado, exagerado, real, o estratégico a la hora de cancelar compromisos) obliga a hacer un alto y desintoxicarse de todo y renegar una vez más del propio mito. Así, para matar y hacer y perder y ganar tiempo, Dylan y su banda de apoyo (próxima a ser conocida como The Band) se recluyen en una casa de West Sugarties, Nueva York, a pocos kilómetros de Woodstock, a la que no demoran en bautizar como “Big Pink” y en cuyo sótano se encierran muchas horas al día a grabar demasiadas canciones. Más de cien. Traditionals, standards y un montón de originales de Dylan que son como demos-bocetos-postales-despachos-bromas desde otros tiempos. Versos y estribillos como surgiendo de las profundidades de una América antigua y a la vez futurística. Instrumentación primitiva e instantánea mientras ahí fuera, The Beatles & Co. grababan, ácidos y lisérgicos, con orquestas cada vez más grandes en estudios cada vez más sofisticados. Y estrofas breves que nada tienen que ver con el sonido mercurial perseguido y alcanzado en Highway 61 Revisited (1965) o Blonde on Blonde (1966). La idea inicial de Dylan –cansado de todo y de todos– es que esa nueva veta funcione como portfolio de tracks a ser versionados por otros y que (como en su momento sucediera con los covers de “Blowin’ in the Wind” por Peter, Paul and Mary o “Mr. Tambourine Man” por The Byrds) alimentasen su cuenta bancaria sin que él tuviese que salir a cantarlas por ahí y delante de alguien. De semejante impulso entre arcaico y ligero surgirán, casi enseguida, el gótico-bíblico de John Wesley Harding (1967), el soleado campesinismo de Nashville Skyline (1969), y ese gesto autodestructivo considerado “una mierda” en su momento y recientemente redimido y admirado Self Portrait (1970). Y entonces, de nuevo, Bob Dylan otra vez en apuros y a reinventarse con el cada vez mejor New Morning (1970), y el triunfal single de película “Knockin’ on Heaven’s Door” (1973), y a volver al camino con The Band para el apresurado pero brillante Planet Waves (1974) y…

Pero durante todos esos años en que Dylan parece inmóvil o proyectándose en varias direcciones al mismo tiempo como queriendo pisar la propia sombra, hay otro Dylan fantasmal y que él no controla y al que todos desean más que al auténtico Dylan. Es el lado más sepia que oscuro de ese Dylan que parece una especie de cómodo y relajado terrateniente doméstico de daguerrotipo en las bucólicas fotos que por entonces le tomó Elliott Landy. El Dylan padre de familia y huérfano de sus fans que todas las mañanas bajaba al más alto de los sótanos a registrar esas cancioncitas. El Dylan que circula –de manera difusa e ilegal e incompleta desde 1969, como filtrándose gota a gota– en un álbum doble de portada blanca en la que tan solo se leía la sigla GF 001/2/3/4” (que fue pronto retitulado Great White Wonder y enseguida aumentado por Troubled Troubadour, Waters of Oblivion y Little White Wonder) y al que ya entonces se considera “uno de los más importantes en toda la historia de la música popular”. Y piedra fundamental no solo de lo indie, alt-country y americana sino, también, de la industria del vinilo pirata. Preguntado una y otra vez sobre el asunto, Dylan se encogía de hombros, aseguraba no acordarse de nada de lo allí registrado, y prefería lanzar flamígeras parrafadas contra el pirateo en general y contra el hecho particular de que él es, desde entonces, el artista más pirateado de la historia del rock.

“Esos discos piratas son algo indignante. Quiero decir, sacan cosas que tú grabaste dentro de una cabina telefónica. A solas. Si estás rasgueando tu guitarra en una habitación de hotel piensas que no hay nadie allí. Pero es como si tuviesen un micrófono en el teléfono. Y de pronto todo eso sale en un disco pirata. Con una foto en la portada que parece que te la hubiesen tomado desde debajo de tu cama y un título con tipografía de striptease y cuesta treinta dólares. Asombroso. Y luego te preguntas por qué los artistas somos tan paranoicos”, bramaba Dylan mientras con una sonrisa torcida aseguraba que el denostado Self Portrait era “mi propio disco pirata, ahí lo tienen, que lo disfruten”.

En cualquier caso, Dylan hizo las paces consigo mismo y, de golpe, decidió legitimar todo el asunto editando oficialmente The Basement Tapes (1975). ¿Por qué? Las explicaciones fueron/son varias: Dylan acababa de publicar el excelso Blood on the Tracks y muy pronto editaría el magnífico Desire (1976) y estaba de nuevo en la cima y el pasado no podía hacerle sombra; Robbie Robertson y The Band estaban pasando por apuros económicos; Dylan se preparaba para un divorcio multimillonario y necesitaba efectivo. Fuese lo que fuese, sea lo que sea, todos arrojan sus sombreros al aire y gritan aleluya. El periodista-rock Robert Christgau advierte de que “Debemos inclinar nuestra cabeza avergonzados porque el mejor disco de 1975 es también el mejor de 1967 y seguramente será el mejor de 1983.” Así, The Basement Tapes, que es celebrado como el primer gran gesto nostálgico del rock a la vez que arca perdida y santo grial y secreto decodificado –acompañado por un encendido texto del dylanita cum laude Greil Marcus y metido dentro de una portada que parece una versión carnivalera de la de Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band–, no es más que una falsificación autorizada: incompleto (apenas dieciséis tracks), retocado con instrumentación sobregrabada para el evento, con ocho temas de The Band que nada tienen que ver con lo que se registró en Big Pink. Pero nadie se queja. Salvo Dylan, claro, que enseguida ve como nuevas versiones de todo eso siguen creciendo por aquí y por allá (hasta ahora, la más recomendable en lo que hace a sonido y completismo era A Tree with Roots, 2002). El Dylan que un día –con su carrera en horas bajas, durante la década de los ochenta en la que parece no encontrar sitio ni razón de ser– tiene una idea brillante: sacar a la venta su propia línea de grabaciones piratas. Y así vuelve a bajar al sótano, no para grabar sino para recopilar. Y así ven la luz primero Biograph (1985, un greatest hits trufado de abundantes rarezas y piezas maestras caprichosamente descartadas) y, en 1991, The Bootleg Series 1-3 (Rare and Unreleased) 1961-1991. Y todos felices y contentos.

Veintitrés años y diez volúmenes bootleg legítimos después, Bob Dylan decide volver a enfrentarse a ese fantasma de Navidades pasadas-presentes-futuras y lo hace a lo grande. Por un lado la onerosa versión en seis cd (“Complete”, bajo el cuidado de Garth Hudson de The Band y el archivista musical John Haust), la versión abreviada y económica en dos cd (“Raw”). Y, ya que estamos en tema, hasta unas “New Basement Tapes” ensambladas en base a letras y músicas jamás registradas en su momento por Dylan y ahora versionadas (con la colaboración de Elvis Costello y amigos que incluyen a miembros de My Morning Jacket y de Mumford & Sons, con la producción de T-Bone Burnett) bajo el título de Lost in the River.

Por qué aquí y por qué ahora. Quién lo sabe. Pero una cosa está clara: Dylan –de nuevo, próximo a publicar un nuevo álbum, dicen, con el título de Shadows in the Night– es hoy tan indiscutible como lo era en 1963 y en 1967 y en 1975. Su influencia se nota y se escucha en todas partes y los sonidos oldie y ritmo primitive y actitud proto-punkie de The Complete Basement Tapes (a los que Greil Marcus en 1997 dedicara todo un libro, The Old, Weird America: The World of Bob Dylan’s Basement Tapes, proponiéndolos como artefacto clave para la mejor comprensión del made in usa) conectan directamente no solo con lo que están haciendo los jóvenes músicos. Porque también, lo más importante y fascinante, entroncan directamente con el Bob Dylan que se reforma y resucita con la exploración de standards en Good As I Been to You (1991) y World Gone Wrong (1993) y se asume como eternauta crepuscular en la racha que arranca con Time Out of Mind (1997) y que, por ahora, llega hasta Tempest (2012). Así, la estampa de un hombre que parece contener multitudes en un rostro de tahúr de spaghetti western. Un joven septuagenario –pero fuera del tiempo y del espacio– que salta sin cesar de escenario en escenario y que conecta sónica y directamente con aquellos músicos legendarios del blues y del country que deslumbraron a un jovencito de Duluth, Minnesota, a mediados del siglo pasado. También –porque se le da la gana y qué ganas nos dan siempre de que se le dé– alguien que no duda en grabar un psicotrónico álbum de villancicos a beneficio o en contonearse junto a chicas calientes para un anuncio de Victoria’s Secret o en calzarse una peluca rubia para tocar en directo. ¿Cómo definir todo esto? Fácil: actitud forever young-basement. Subir al sótano para jugar hasta que pase la lluvia dura y pesada. Más allá del bien y del mal, Dylan vive desde sus inicios de hacer, literaria y literalmente, lo que se le canta feliz de saber –luego de tantas resurrecciones– que siempre sobrevivirá para cantar el cuento. Pocos artistas no son inferiores o mediocres comparados con alguien. Yo –más de uno dirá que exagero, ya lo dije otras veces, no me tiembla el pulso y el tecleo a la hora de repetirlo– solo he contado tres indiscutibles que escapan a esta regla: Leonardo da Vinci, William Shakespeare y Bob Dylan. Algunos aseguran que ya está viejo pero, en verdad, envejecemos nosotros, quienes gozamos del privilegio de compartir su época y de poder decir, de aquí a unos años: “Yo lo vi.” Mientras tanto, como rima en “My Back Pages”, él era tan viejo entonces, es mucho más joven ahora.

Las nuevas canciones de Dylan –comprobarlo en esa joya del rewind/fast-forward que es Love and Theft (2001)– suenan entre antiquísimas y atemporales. Todas como arropadas con la voz rota pero invulnerable de aquel que en un tramo de Modern Times (2006) confiesa sin que haga falta que “he mamado de más de mil vacas” con la consciencia tranquila del que sabe que millones han mamado y siguen mamando de él.

Las viejas canciones de Dylan –incluidas las de este The Complete Basement Tapes que seguramente no es complete, con su elenco de freaks, esquimales, borrachos, ropa puesta a secar en una soga, chistes malísimos e himnos de salvación– suenan flamantes y frescas. Y –en su humilde afán de miniaturas– inmensas y soberbias.

¿Porque –a ver, a oír– cuántos artistas modernos han tenido el tiempo y el talento para inventarse una prehistoria en la que ya suenan ellos mismos?

La respuesta, mi amigo, está flotando en el viento. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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