En el reparto del mundo que siguió a la derrota nazi, los judíos recibieron, no un pedazo de Alemania, como habría sido justo, sino de Palestina. Esta injusticia (impuesta por las armas de las grandes potencias) fue resistida ferozmente por las víctimas, sin éxito. La opinión mundial fue ciega ante su desgracia. Tuvo compasión por las víctimas del genocidio nazi, sin ver que los palestinos pagaban por un crimen que no habían cometido.
No es la primera vez que se busca reparar una injusticia cometiendo otra. Bartolomé de las Casas, para librar a los indios de la esclavitud, propuso la importación de esclavos negros.
La ceguera de la opinión mundial llegó a extremos absurdos en 1967, cuando los árabes trataron de recuperar su tierra por las armas. Fueron vistos como nazis, que nuevamente perseguían a los judíos. Como si Israel fuera Ana Frank. Como si Nasser fuera Hitler. Pequeña diferencia: en 1967, “Ana Frank” aplastó a “Hitler” en seis días. Algo estaba mal en los papeles imaginarios asignados a los protagonistas, pero la opinión mundial no lo veía.
Al terminar la llamada Guerra de Seis Días, Israel tenía todo a su favor: el triunfo militar, el aplauso mundial, la ayuda a carretadas. ¿Cómo se las arregló para llegar al desprestigio actual?
En su tratado De la guerra (1832), Clausewitz escribió algo que suele ser mal interpretado: “La guerra es la continuación de la política por otros medios.” Lo cual se cita como fórmula prepotente: la guerra sirve para conseguir por las malas lo que no se consigue por las buenas. Pero Clausewitz argumentaba contra el uso de la fuerza a lo tonto. Quería decir algo muy distinto: No tomes las armas sin saber a qué le tiras. No busques una victoria con la cual después no sepas qué hacer. La guerra debe estar subordinada a una política. Si no sabes lo que quieres, el triunfo militar puede ser contraproducente.
Y eso le sucedió a Israel. La Guerra de Seis Días va para medio siglo, y no tiene para cuándo terminar. Empezó como una rápida victoria militar y se ha ido convirtiendo en una larga derrota moral. Israel no supo lo que quería. Creía buscar la seguridad, haciéndose ilusiones de expansión y de conquista.
La estrategia para lograr el primer objetivo (la seguridad) era castigar y retirarse. Eso habría hundido a los árabes en la resignación, y más aún de repetirse la aventura y la derrota. Me atacas, te castigo y me retiro. La humillación habría sido aplastante.
Pero Israel quería algo más que darles lecciones militares a los árabes. Quería darles lecciones morales: civilizarlos, enseñarles a trabajar, incorporarlos al progreso occidental. En vez de retirarse, quería ejercer el derecho de conquista, quedarse a colonizar, como los encomenderos de una cultura superior. Así David se convirtió en Goliat, y se invirtieron los papeles. Finalmente, los muchachos palestinos, como David, se defendieron a pedradas, y la Intifada fue ganando la opinión mundial.
La seguridad de Israel, que era un objetivo alcanzable, se perdió en un objetivo pantanoso: la expansión, supuestamente necesaria, por razones de seguridad. Pero la seguridad no empieza por tener fronteras defendibles, sino propósitos defendibles ante la conciencia pública. Israel ganó la Guerra de Seis Días y perdió la paz desde entonces.
El conflicto continuará. La famosa Guerra de Cien Años entre Inglaterra y Francia (que, de hecho, duró 116: de 1337 a 1453) fue intermitente, como la guerra en Palestina. Estallaba una y otra vez, por los mismos agravios territoriales: la partición de Francia en zonas inglesas y francesas, desconectadas y rodeadas de territorios enemigos. No empezó como una guerra nacionalista, pero resultó decisiva para la formación de una conciencia nacional (en Francia frente a Inglaterra, en Palestina frente a Israel). Comenzó como una guerra entre familias reales, emparentadas y ambiciosas, que creían tener a Dios de su lado. Lutero no había nacido. Los ingleses que llevaron a Juana de Arco a la hoguera eran tan católicos como ella. No había conflictos religiosos, sino territoriales. Los ingleses tenían partes de Francia y querían más, hasta que los echaron al mar.
¿Cómo explicar las guerras interminables? Quizás, ante todo, como una falta de realismo. Es absurdo provocar un conflicto sin salida, proponerse victorias que no se pueden alcanzar o que, de alcanzarse, no sirven para nada o empeoran el conflicto. Las guerras interminables no le convienen a nadie. Se prolongan porque ya empezaron. Porque los contendientes no saben lo que quieren, o quieren tercamente un imposible. Muchos árabes todavía no aceptan que la partición de Palestina es una injusticia irreversible, y no hay manera de echar al mar el militarismo israelí. Muchos israelíes todavía no aceptan la partición original, sino como base de expansión y conquista. Ambos delirios se exacerban mutuamente, como si cooperaran para sabotear cualquier acuerdo entre árabes y judíos dispuestos a negociar. Toda monstruosidad se justifica como respuesta a otra, en una cadena infernal.
¿Hasta qué origen remontarse para justificar la ocupación? ¿Hasta los tiempos bíblicos (precedidos por tiempos y ocupantes más antiguos)? ¿Hasta las ocupaciones de Egipto, Asiria, Babilonia, Persia, Grecia, Roma? ¿Hasta el año 73, cuando los romanos asedian la última resistencia judía en Masada y los zelotes prefieren suicidarse que rendirse o emigrar, como los judíos de la diáspora? ¿Hasta la conversión de Constantino (312) que vuelve a Palestina oficialmente cristiana? ¿Hasta la ocupación árabe desde el siglo vii, subordinada al Imperio otomano desde el XVI? Media humanidad ha estado en Palestina.
En la Primera Guerra Mundial, el Imperio otomano, el austrohúngaro y el alemán fueron derrotados por Inglaterra, Francia, Rusia y otros aliados, pero no fácilmente. Hubo que invitar a los Estados Unidos y hacer promesas a diestra y siniestra, para obtener apoyos. En particular, los ingleses ofrecieron a los árabes la independencia y al magnate de la banca Rothschild “a national home for the Jewish people” en Palestina. ¿Cómo cumplir esas promesas contradictorias? Ya se vería. Por lo pronto, Inglaterra obtuvo de sus aliados el control de Palestina, para contener el conflicto que había organizado.
Hasta 1930 y tantos, los ingleses permitieron la entrada lenta de judíos, que convivían con los árabes. Inesperadamente, Europa destruyó su convivencia interna (entre europeos judíos y no judíos), con un antisemitismo que se volvió persecución y finalmente genocidio. Lo justo habría sido que Alemania pagara sus crímenes con territorio alemán, para la “national home”. Pero pagaron los palestinos, que nada tenían que ver, con tres ventajas para Europa: no ceder tierras europeas, complacer a los sionistas europeos y también (calladamente) a los antisemitas europeos, que así mandaban lejos a los judíos.
En 1944, Winston Churchill le ofreció a Chaim Weizmann la entrada de más de un millón de judíos a Palestina. Pero los sionistas encabezados por Menajem Beguín no querían que se prolongara la convivencia con los árabes bajo el mandato británico; querían un Estado propio, y se lanzaron al terrorismo contra los ingleses, que optaron finalmente por huir, dejándole el tiradero a la onu.
En 1947, bajo la presión de los Estados Unidos (a su vez bajo la presión del lobby judío), la onu recomendó la partición de Palestina y se la encargó teóricamente a los ingleses, que se lavaron las manos y se fueron en 1948. En ese vacío de poder, se creó el Estado de Israel y estalló la guerra que prosigue hasta hoy.
La onu fue creada en 1945, y su organismo más antiguo nació para atender el conflicto palestino. En 1948 se formó el Organismo de las Naciones Unidas para la Vigilancia de la Tregua (untso en inglés) que todavía existe, con sede en Jerusalén, bajo un comandante irlandés. Pero los cascos azules se limitan a observar el desastre.
Ya es tiempo de que la onu asuma su responsabilidad histórica por la partición. De que organice una intervención militar para ocupar los territorios palestinos, garantizar que desde ahí no se ataque a Israel y organizar la formación de un Estado y gobierno palestinos.
Pero no hay esperanzas a corto plazo. Los duros de ambas partes seguirán imponiéndose, el sufrimiento y la muerte se prolongarán y los cascos azules se limitarán a observar. ~
(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.