Publicado originalmente en Knowable Magazine from Annual Reviews.
Estados Unidos se fundó a partir de una teoría de la conspiración. En el camino que condujo a la guerra de Independencia, los revolucionarios argumentaban que un impuesto sobre el té o los sellos postales no era solamente un impuesto, sino el primer paso de un siniestro plan de opresión. Los firmantes de la Declaración de Independencia estaban convencidos –sobre la base de “una larga cadena de abusos y usurpaciones”– de que el rey de Gran Bretaña conspiraba para establecer una “tiranía absoluta” sobre las colonias.
“El documento en sí mismo es una teoría de la conspiración”, afirma Nancy Rosenblum, una teórica política emérita de la Universidad de Harvard. Eso sugiere que hay más de lo que encontramos a primera vista, que alguien con malas intenciones está trabajando entre bambalinas.
Si las teorías de la conspiración son tan antiguas como la política, también son –en la era de Donald Trump y QAnon– tan actuales como los últimos titulares de noticias. A principios de enero, la democracia estadounidense nacida de una teoría conspirativa del siglo XVIII se enfrentó a su amenaza más severa hasta ahora, a causa de otra teoría conspirativa que sostiene, frente a toda evidencia, que las elecciones presidenciales de 2020 fueron amañadas. ¿Son las teorías de la conspiración más predominantes e influyentes ahora o solo parecen serlo?
Las investigaciones no son concluyentes. Rosenblum y otros especialistas ven pruebas de que la confianza en las teorías conspirativas va en aumento y toma formas nuevas y peligrosas. Otros no están de acuerdo. Pero los académicos por lo general aceptan que las teorías de la conspiración siempre han existido y lo seguirán haciendo. Se basan en los aspectos básicos de la cognición y la psicología humanas, lo cual ayuda a explicar por qué arraigan con tanta facilidad y por qué parecen imposibles de eliminar.
Una vez que alguien se ha creído por completo una teoría conspirativa “hay pocos estudios que muestren que se puede salir de ahí”, opina Sander van der Linden, un psicólogo social de la Universidad de Cambridge, cuyas investigaciones se centran en las maneras para combatir la desinformación. “Cuando se trata de teorías de la conspiración, prevenir es mejor que curar.”
Contando conspiraciones
Cuando Joseph Uscinski empezó a estudiar teorías conspirativas hace una década, era uno más dentro del puñado de académicos –la mayoría psicólogos y politólogos– interesados en el tema. “En esa época el tema no le importaba a nadie”, dice Uscinski, un politólogo de la Universidad de Miami en Florida. American conspiracy theories, el libro que en 2014 coescribió con su colega Joseph Parent, se convirtió en un referente en la investigación de teorías conspirativas.
Para estudiar cómo las creencias en las conspiraciones han cambiado con el tiempo, Uscinski, Parent y un pequeño ejército de investigadores asistentes analizaron más de cien mil cartas dirigidas a los editores del New York Times publicadas entre 1890 y 2010. Entre estas, ellos identificaron 875 cartas que trataban asuntos relacionados con las conspiraciones: que cierto grupo estaba actuando en secreto para robar el poder, enterrar la verdad u obtener algún otro beneficio a costa del bien común.
Muchas de las cartas aludían a conspiraciones geopolíticas: en 1890 Inglaterra y Canadá conspiraban para recuperar el territorio de Estados Unidos, y en 1906 Japón estaba supuestamente enviando soldados encubiertos para tomar Hawái. Otras se enfocaban en conspiraciones políticas internas, como que el presidente Harry Truman ocultaba una infiltración comunista en el gobierno en la década de los cincuenta, y la idea de que los ataques del 11 de septiembre fueron coordinados por Estados Unidos para difamar a los sauditas. Y otras eran más extrañas, como una carta de 1973 que aseguraba que el lesbianismo era un complot orquestado por la CIA.
Cuando Uscinski y Parent analizaron la prevalencia de las cartas con teorías conspirativas en el periódico entre 1890 y 2010 el resultado fue una línea en forma de sierra que señalaba una ligera tendencia a la baja a lo largo del tiempo (el pico más prominente coincide con el macartismo y el terror rojo de principios de los años cincuenta). Encuestas más recientes realizadas por Uscinski sugieren que este panorama se ha mantenido igual. La creencia en teorías conspirativas específicas aumenta y disminuye con el paso del tiempo, pero no existe evidencia de un incremento. “La hipótesis general que se encuentra en los medios de comunicación es que todo el mundo se está convirtiendo en conspiracionista y que ahora es la edad dorada de las teorías de la conspiración”, sostiene Uscinski. “No hemos encontrado prueba de eso.”
Uscinski plantea que el pensamiento conspiratorio está más o menos distribuido a lo largo del espectro político, con demócratas que comparten más teorías conspirativas cuando los republicanos están en el poder y viceversa. Los demócratas tienden a sospechar de las corporaciones y de los conservadores, mientras que los republicanos dudan de los comunistas y los liberales. En un capítulo de su libro titulado “Las teorías de la conspiración son para los perdedores”, Uscinski y Parent escriben que las conspiraciones son una manera en la que aquellos que han perdido poder o carecen de él explican sus fracasos, canalizan su furia, cierran filas y se reagrupan.
En su presidencia, Donald Trump fue la excepción que confirma la regla, de acuerdo con Uscinski. No es fácil para una de las personas más poderosas del mundo afirmar que ha sido víctima de una conspiración (no funcionó, por ejemplo, cuando los aliados de Bill Clinton culparon a la “conspiración creada desde la derecha” de los problemas del presidente durante su juicio político a finales de los años noventa). Trump, sin embargo, se ha colocado a sí mismo fuera de la política desde el principio. Para Uscinski, “se erige, no solo como la víctima de sus opositores, sino de ambos partidos políticos, de todo el sistema y de todo lo que él llama el Estado profundo. Todo está amañado en su contra”. La investigación sobre sus nexos con Rusia y su impeachment de 2019, agrega Uscinski, ayudaron a alimentar ese relato, que ha continuado a lo largo del caótico desenlace de la elección de 2020.
Una nueva (y peligrosa) forma
Rosenblum argumenta que Trump personifica un nuevo tipo de “conspiración sin teoría” que se basa en la mera aseveración y repetición antes que en la evidencia y la razón. (Rosenblum es coeditora de Annual Review of Political Science.) Desde su punto de vista, los tuits infundados de Trump sobre la manipulación electoral no son lo mismo que los conspiracionistas del asesinato de Kennedy obsesionados con la trayectoria de las balas o los conspiracionistas del 11 de septiembre que investigaban a qué temperatura se incendia el combustible de los aviones. “El pensamiento conspirativo de nuestros días adopta una forma nueva, diferente y peligrosa”, asegura Rosenblum, porque busca deslegitimar rivales políticos, agencias gubernamentales, la prensa y a cualquiera que pueda entrometerse en el camino. “Eso desequilibra el terreno en el que discutimos, negociamos e incluso discrepamos.” En 2019 publicó, al lado Russell Muirhead, A lot of people are saying. The new conspiracism and the assault on democracy. “Este conspiracionismo impide que la democracia funcione y, finalmente, hace que la democracia parezca indigna.”
Una de las ideas más influyentes en los estudios de las teorías conspirativas es que las personas que se identifican a sí mismas como políticamente conservadoras son más proclives a creer en las teorías de la conspiración. En un ensayo publicado en 1964 en la revista Harper’s, el historiador de la Universidad de Columbia Richard Hofstadter sostenía que “un estilo paranoico” recorría los movimientos políticos de corte conservador en el siglo XX, alimentados por la desconfianza en los “cosmopolitas e intelectuales”. Uscinski señala que sus encuestas no arrojan evidencia de que los conservadores estén más inclinados a creer en teorías de la conspiración que los liberales, pero otros investigadores consideran que hay algo de cierto en esta idea.
En una serie de estudios recientes, Van der Linden y sus colegas realizaron encuestas en línea a más de cinco mil estadounidenses ubicados en diferentes puntos del espectro político. Les pidieron evaluar sus preferencias políticas y responder a unas preguntas desarrolladas por psicólogos para medir su pensamiento conspirativo y paranoia. Un ítem de la encuesta, por ejemplo, pedía a los participantes calificar en una escala de cero a cien su aprobación a la siguiente frase: “Creo que los acontecimientos que parecen a primera vista carentes de conexión son a menudo el resultado de actividades secretas.”
Personas a ambos extremos del espectro político eran más proclives al pensamiento conspirativo que aquellas que estaban en el centro, pero los conservadores tendían a ser más conspirativos que los liberales, señalaron el año pasado los investigadores en Political Psychology. “Pensamos que esta es una evidencia convincente […] de las diferencias entre liberales y conservadores”, sostiene Van der Linden. “No diría que es un efecto amplio, pero tampoco fue minúsculo.”
Esta diferencia, considera, puede deberse a la psicología de grupo. “Hay mucha investigación que muestra que, si bien los liberales son un poco más extrovertidos y rebeldes, los conservadores suelen enfocarse en el manejo de la incertidumbre y de la amenaza y en los valores de grupo.” En su opinión, las teorías de la conspiración son una manera de dar sentido a acontecimientos que parecen abrumadores y amenazadores para los grupos y valores con los que las personas se identifican. “Son un mecanismo para tratar de restablecer la sensación de agencia y control del relato.”
Van der Linden apunta rápidamente que, sin embargo, los liberales no son inmunes al pensamiento conspirativo. Las teorías de la conspiración relacionadas con la tecnología parecen populares entre los liberales, por ejemplo. Entre ellas se incluyen las que implican a las compañías farmacéuticas y a los cultivos genéticamente modificados.
Trucos de la mente
Una razón para que las teorías conspirativas encuentren terreno fértil en la mente humana tiene que ver con la epistemología –la rama de la filosofía que estudia cómo conocemos lo que conocemos (o creemos que lo hacemos)–. Puesto que cualquier individuo puede conocer de primera mano solo una pequeña porción del mundo, no tenemos más remedio que aceptar una gran cantidad de información que no podemos verificar por nosotros mismos. La mayoría de las personas creen (de manera correcta) que la Antártida tiene temperaturas heladas y está habitada por pingüinos a pesar de que nunca han estado ahí. Las suposiciones y los atajos cognitivos que usamos para decidir qué es cierto tienen sentido la mayoría de las veces, pero también dejan la puerta abierta a la información incorrecta, incluyendo a las teorías de la conspiración.
Ya que buena parte de la información que encontramos en el día a día (por lo menos fuera de las redes sociales) es verdadera, existe un sesgo hacia la aceptación de nueva información, afirma Nadia Brashier, una psicóloga y neurocientífica de la Universidad de Harvard. Y escuchar una afirmación múltiples veces hace que se vuelva más verdadera. “Una de las influencias más insidiosas en nuestro juicio implica la repetición”, explica.
Decenas de estudios han documentado el “efecto de verdad ilusoria” principalmente al pedirles a los participantes calificar la veracidad de hechos poco importantes, rumores, afirmaciones en torno a un producto, informes de noticias falsas y otros fragmentos de información. Brashier y Elizabeth Marsh, psicóloga y neurocientífica en la Universidad Duke, escribieron hace poco un artículo publicado en Annual Review of Psychology sobre cómo la gente determina qué es verdadero. Incluso las personas que reconocían una premisa como falsa la primera vez que la veían tenían más probabilidades de juzgarla como posiblemente cierta después de verla en múltiples ocasiones.
Normalmente, aseguran, es racional asumir que cuantas más veces oyes algo es más probable aceptar que sea cierto. “Pero estamos viendo a algunos actores malintencionados manipular esos atajos que usamos y que tienen sentido en muchas situaciones, pero que en otras pueden llevarnos por un mal camino.”
Las teorías conspirativas también se aprovechan de nuestra tendencia a buscar patrones y explicaciones, afirma Karen Douglas, psicóloga de la Universidad de Kent en el Reino Unido que estudia el pensamiento conspirativo. La detección de patrones nos sirve en el día a día, explica: así es como entendemos, por ejemplo, la manera en que las personas se comportan normalmente en situaciones determinadas. Creer en una falsa teoría de la conspiración equivale a ver un patrón que realmente no existe.
Para un artículo publicado en 2018, Douglas y sus colegas reclutaron a cientos de voluntarios en internet y les preguntaron sobre sus creencias en diversas teorías de la conspiración, algunas muy conocidas y otras inventadas por los investigadores. Los participantes que estuvieron de acuerdo con varias de las teorías conspirativas más populares eran más propensos que los demás a ver también patrones significativos en una serie de lanzamientos de monedas al azar y en las caóticas pinturas del expresionista abstracto Jackson Pollock. “Parece ser –dice Douglas– que ver patrones en fenómenos azarosos como los lanzamientos de monedas y las pinturas abstractas se relaciona con la tendencia a ver patrones en los acontecimientos políticos y sociales que ocurren en el mundo.”
Estos estudios revelan una inclinación humana a atribuir los acontecimientos a las acciones intencionadas de unos cuantos antes de creer que son fruto del azar. Las investigaciones de otros especialistas han mostrado que también tendemos a asumir que, cuando algo grande ocurre, algo igual de grande debió de haberlo causado. Según Douglas, esto alimenta al pensamiento conspirativo. El asesinato de John F. Kennedy fue un evento demasiado trascendental como para haber sido llevado a cabo por un solo francotirador, de acuerdo con los conspiracionistas. Seguramente el gobierno de Estados Unidos, la KGB o la mafia estuvieron implicados.
Los factores sociales y emocionales también desempeñan un papel importante. “La gente es más susceptible a las teorías de la conspiración cuando ciertas necesidades psicológicas se ven frustradas”, explica la investigadora. “Específicamente, las personas necesitan conocimiento y certeza para sentirse seguras, con control y bien respecto a sí mismas y a los grupos sociales a los que pertenecen.” En su opinión, cuando estas necesidades no se satisfacen –digamos, en medio del miedo y la incertidumbre que genera una pandemia– las teorías conspirativas pueden ofrecer consuelo.
Pero su investigación sugiere que también pueden tener el efecto contrario. “Leer teorías de la conspiración, en lugar de empoderar a la gente, hace que la gente se sienta menos poderosa.” Incluso pueden hacer que las personas estén menos dispuestas a tomar acciones que les darían más control sobre su situación. En los experimentos donde las personas tienen que leer teorías de la conspiración antes de responder un cuestionario sobre su tendencia a identificarse con ciertos comportamientos, Douglas y sus colegas han encontrado evidencia de que las teorías conspirativas disminuyen el interés de las personas en votar, vacunar a sus hijos o combatir el cambio climático. Los participantes en estas pruebas también manifiestan mayores prejuicios y una alta inclinación a cometer delitos menores, al menos en sus respuestas.
“Nuestro razonamiento es que si las personas perciben que otros están conspirando y teniendo una conducta antisocial, está bien que ellas puedan hacer lo mismo.” A lo que añade: “También, si ellas sienten que el mundo está dirigido por un grupo de unos cuantos y todo está determinado, ¿por qué interesarse en salir y votar o en participar en un sistema corrupto?” Sin embargo, se requieren más estudios para determinar si estas respuestas a las creencias en teorías conspirativas realmente se traducen en comportamientos antisociales en el mundo real.
Contrarrestar las conspiraciones
Lograr que un verdadero creyente de una teoría de la conspiración cambie de opinión es prácticamente imposible. (El creyente asumirá que tú eres irremediablemente ingenuo o, peor, que eres parte del montaje.) Aunque las teorías de la conspiración tengan predicciones sólidas que no se cumplen, como la afirmación de QAnon de que Trump ganaría la reelección, sus seguidores se enredan en nudos lógicos para aferrarse a sus creencias fundamentales. “Estas creencias son importantes para la gente y renunciar a ellas significa abandonar aquello que, por algún tiempo, ha determinado su manera de ver el mundo”, dice Douglas.
Como resultado, algunos investigadores piensan que evitar el arraigo de las teorías conspirativas es mejor estrategia que verificar los hechos y desacreditarlas una vez que ya se han difundido, por lo que han trabajado arduamente en desarrollar y aplicar dichas estrategias. Van der Linden ve en la vacunación una metáfora útil en este tema: “Pienso que una de las mejores soluciones que tenemos es inyectar a la gente una dosis debilitada de conspiración para ayudarles a crear anticuerpos mentales o cognitivos.”
Una manera en la que él y su equipo han intentado hacer eso (sin necesidad de agujas) es con el desarrollo de juegos en línea y aplicaciones. En un juego llamado Bad news, por ejemplo, los jugadores asumen el rol de creadores de noticias falsas para atraer seguidores y evolucionar de un completo don nadie en redes sociales a la cabeza de un imperio de noticias falsas. El juego de quince minutos está hecho para enseñarle a la gente cómo las noticias falsas se propagan y así puedan reconocerlas mejor. (En una de las actividades, los jugadores crean y promueven su propia teoría de la conspiración.)
Para conocer los efectos del juego, Van der Linden y su equipo reclutaron a más de catorce mil personas para jugar Bad news. Antes y después de jugar, se les pidió a los participantes que identificaran la desinformación en una selección de tuits y titulares reales e inventados. Jugarlo mejoró la resistencia de los jugadores a las noticias falsas, según informaron los investigadores en 2019: cuando se les presentaron tuits y titulares de noticias dudosos, eran más propensos a calificarlos como poco fidedignos. Los investigadores calificaron la mejora de “pequeña a moderada”. Un estudio de seguimiento reveló que esta actitud se mantuvo por al menos tres meses después de haber jugado Bad news.
Recientemente, los investigadores crearon un juego basándose en Bad news que específicamente aborda las conspiraciones y desinformación relacionada con la covid-19. Su nombre es Go viral!, fue desarrollado con el apoyo del gobierno del Reino Unido y se lanzó en octubre. La Organización Mundial de la Salud y las Naciones Unidas han promovido este juego como un recurso para combatir la desinformación. “Esperamos alcanzar a millones de personas alrededor del mundo”, afirma Van der Linden.
Detener el contagio
La pregunta crítica –llevando la metáfora de la vacuna hasta sus límites– es cómo alcanzar la inmunidad de rebaño al punto de que una buena parte de la población sea inmune a las teorías conspirativas, y entonces estas ya no se vuelvan virales. Puede ser difícil hacer eso con juegos porque se necesita que la gente se involucre, asegura Gordon Pennycook, un científico del comportamiento en la Universidad de Regina en Canadá. Pennycook ha trabajado en intervenciones que considera que serán más fáciles de masificar.
Su investigación propone que la gente es bastante buena en identificar noticias falsas, incluyendo las teorías conspirativas, pero eso no significa que no compartan información falsa en sus redes sociales. “Las personas comparten titulares que podrían identificar como falsos si se detuvieran a pensar en ello.”
Para contrarrestar esto, Pennycook y sus colegas han buscado maneras de empujar a la gente a ver de manera más crítica la información que comparten sin decirles de manera explícita que lo hagan. En un estudio reciente realizado en línea, pidieron a 856 voluntarios calcular lo probable que era que compartieran diversos titulares de noticias relacionados con la covid-19 –algunos provenientes de fuentes confiables y otros falsos o desmentidos– que veían en sus redes sociales. Antes de hacer esto, cerca de la mitad de los participantes tuvieron que calificar la veracidad de un titular políticamente neutro y que no estaba relacionado con la covid-19 (uno tenía que ver con el descubrimiento de una estrella de neutrones y otro con la llegada de Seinfeld a Netflix). Tomarse un tiempo para evaluar la precisión de la información hizo que los participantes fueran hasta tres veces más exigentes a la hora de decidir lo que compartían, según los informes de los investigadores publicados el año pasado en Psychological Science.
Las empresas de redes sociales han empezado a emplear estrategias similares: por ejemplo, un mensaje de Twitter aconseja a los usuarios leer el artículo antes de compartirlo. Pennycook piensa que estos mecanismos valen la pena. En un estudio reciente, no publicado aún, él y sus colaboradores encontraron que un video de treinta segundos que animaba a las personas a pensar en la veracidad de la información reducía a la mitad la disposición de los espectadores a compartir noticias falsas (al menos en una encuesta; los investigadores no fueron capaces de rastrear el comportamiento en redes sociales de los participantes).
Aun cuando buscan desarrollar estas medidas, los investigadores son conscientes de que no es posible erradicar las teorías conspirativas. Las teorías de la conspiración florecieron desde el Imperio romano y motivaron a una muchedumbre molesta a tomar el Capitolio estadounidense a inicios de enero. Ciertas teorías van y vienen, pero el encanto que tienen para algunas personas que intentan dar sentido a los acontecimientos que escapan a su control parece más duradero. Para bien –y para peor, en las últimas fechas– parecen ser un elemento persistente de la condición humana. ~
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Traducción del inglés de Karla Sánchez.
Publicado originalmente en Knowable Magazine from Annual Reviews.
Traducido y reproducido con su autorización.