México es un país de desigualdades desgarradoras, en el que la falta de acceso a servicios adecuados de salud nos afecta a todos. A pesar de que la imagen de una anciana enferma y abandonada en un entorno rural pudiera aparecer inmediatamente en nuestra mente al tratar este tema, no es menos grave que la de los jóvenes urbanos con enfermedades estigmatizantes como el VIH. En el fondo, cualquier ciudadano que tuvo la mala suerte de desarrollar alguna enfermedad en condiciones poco favorables puede terminar engrosando las estadísticas de inequidad en el acceso a la salud.
A lo largo de mi formación como personal de salud, he tenido contacto directo con algunos de los pacientes más vulnerables del sistema público. He visitado casas que apenas y cuentan con piso de tierra y un solitario catre, cuyo único acceso es un trecho de terracería en plena subida de un cerro. Armada únicamente con las herramientas más básicas, busqué aliviar el sufrimiento de pacientes que vivían en estas condiciones, como aquella anciana de 87 años, que llevaba cinco días con diarrea y vómito, cuya cadera fracturada y graves problemas cardiacos le impedían ponerse en pie y que, para rematar su desgracia, vivía a dos horas del único hospital con el equipo adecuado para atenderla.
Creí que este tipo de situaciones quedarían atrás cuando mi práctica regresara a un ambiente urbano, donde, supuestamente, se cuenta con mejor infraestructura de salud. Pero no bien adaptada a mi nuevo rol en una clínica de la Ciudad de México, la impotencia se volvió a presentar, ahora ante la imposibilidad de iniciar el tratamiento antirretroviral de diez pacientes recién diagnosticados con VIH. Dicha intervención es una carrera contra el tiempo para retrasar complicaciones graves, e incluso la muerte, pero no podíamos empezar porque tenían una infección activa. Increíblemente, esta podía curarse con un medicamento cuyo costo es de apenas cincuenta pesos diarios y una hospitalización máxima de dos semanas. Un procedimiento que podría cumplirse sin contratiempo. Pero el estado vulnerable de los pacientes, sus pocas posibilidades económicas y el estigma y el acoso que rodean a la enfermedad los orillaron a una peregrinación, en muchos casos infructífera, en busca de un hospital que pudiera darles la atención.
En México, no basta con evadir la pobreza y vivir en una zona urbana para disfrutar de un adecuado acceso a los servicios de salud. Y la saturación que ha provocado la covid-19 en todos los hospitales no ha hecho más que agravar el panorama.
La OCDE recomienda que el 80% del gasto en salud sea público. Sin embargo, en México el 48% de dicho gasto viene directamente del bolsillo del paciente y su familia. Según la Encuesta Nacional de Salud de 2018, incluso aquellos que estaban afiliados al IMSS, y que representaban apenas el 36.3% de la población, tenían que pagar cantidades adicionales por concepto de medicamentos y atención médica. Este costo es determinado por factores que van más allá del nivel de ingreso, como geografía, situación laboral y edad. Y, contrariamente a la creencia generalizada, estos son más relevantes que el solo hecho de pertenecer a determinado decil de ingreso, o encontrarse en situación de pobreza, ya sea absoluta o relativa.
Al comparar las experiencias de una enfermera y de un campesino en el sistema de salud, se vuelve evidente que la diferencia fundamental no es solo de poder adquisitivo.
Por un lado, tenemos a una mujer madura, que cuenta con una carrera profesional y está adscrita a alguna institución de salud. Su trabajo le concede todas las prestaciones de ley, más las propias de la seguridad social del régimen bajo el que cotiza, adicionales a su sueldo nominal de 14 mil pesos al mes. Aun en el caso de ser jefa de familia de un hogar monoparental, los beneficios de su condición laboral incluyen servicios como guardería y atención médica gratuita, por lo que su sueldo lo puede utilizar para cubrir gastos que no necesariamente están relacionados con la salud. Pero estas ayudas no resuelven por completo algunas de las consecuencias más negativas asociadas a su trabajo, como lo son la mala alimentación, los problemas de salud mental derivados de la atención directa a pacientes y los frecuentes cambios de turno que alteran el metabolismo y causan problemas crónicos como obesidad, resistencia a la insulina e hipertensión, los cuales muchas veces requieren atención integral y medicación. Con todos estos lastres a cuestas, la sola seguridad de pertenecer formalmente al sistema de salud la coloca en una situación de acceso privilegiado con respecto a aquellos que están empleados en otros sectores de la economía.
Por el contrario, un campesino, incluso siendo más joven y teniendo el mismo ingreso mensual que la enfermera, depende por completo de una actividad económicamente inestable y físicamente extenuante, que repercutirá en múltiples aspectos de su salud. El habitar en una zona rural aislada geográficamente le impide de inicio acceder a ciertos servicios. A esto hay que sumarle condiciones de vivienda precarias y una mala alimentación que tarde o temprano ocasionan frecuentes infecciones, tuberculosis o incluso cáncer, debido a la exposición a los químicos presentes en ciertos pesticidas que usa en el día a día. A diferencia del caso de la enfermera, ninguna de estas complicaciones está cubierta por algún tipo de seguridad social, lo que implica un gasto directo de su bolsillo o del de su familia, cuyo presupuesto muchas veces es limitado. Lo anterior deriva frecuentemente en situaciones en las que el acceso a una atención adecuada resulta incosteable, o llega demasiado tarde, muchas veces con consecuencias mortales.
Es precisamente en este punto donde la participación del Estado se vuelve fundamental y crítica para paliar estas brechas. En 2003 se creó el Seguro Popular (SP) como un mecanismo de financiamiento para un paquete de intervenciones específicas que garantizaran el acceso a la salud. El SP, disuelto en 2020 por decisión de AMLO, ocupaba y ampliaba la infraestructura de atención con la que ya contaban los estados, pero no constituía en sí mismo un sistema de salud propiamente dicho, pues su objetivo era auxiliar, enfocado en dar cobertura a todas aquellas personas que no estuvieran aseguradas por otro sistema. Este programa logró aumentar en 22.9 puntos porcentuales la afiliación entre los deciles de ingreso más bajo del país. Sin embargo, no produjo mejoras significativas en lo referente al gasto que el paciente o su familia debían cubrir por sí mismos, pues entre 2004 y 2012 esta erogación se redujo en apenas un dólar, al pasar de 46.90 dólares a 45.90 dólares.
En sustitución al SP, el gobierno creó el Instituto de Salud para el Bienestar (INSABI), el cual busca centralizar nuevamente el manejo del sistema de salud, así como reducir cualquier participación privada dentro del Estado a través de aseguradoras, como ocurre en Colombia o Estados Unidos. Sin embargo, el INSABI no pretende solamente abarcar el financiamiento, a diferencia del SP, esta nueva institución funciona como un organismo descentralizado federal, el cual al amparo de la enmienda al artículo 4º Constitucional es ahora el encargado de garantizar “la extensión progresiva, cuantitativa y cualitativa de los servicios de salud para la atención integral y gratuita de las personas que no cuenten con seguridad social”. De manera que a esta recién creada institución se le han adjudicado la compra y suministro de insumos para la salud, la contratación de recursos humanos en salud, la prestación de servicios y, en pocas palabras, la coordinación absoluta de todos los niveles de atención en salud que hay en el país que pertenecen a la Secretaría de Salud federal. Una encomienda titánica e increíblemente compleja para desarrollarse e implementarse en un período tan corto, como se pretende. Sin embargo, el gobierno actual ha recibido constantes quejas por parte de los mismos operadores, administradores y personal de salud respecto a la falta de operación y coordinación que ha habido a nivel local con prácticamente todos los niveles de salud en el país y que ha afectado la atención, de por sí mermada, a los pacientes.
Históricamente, nuestro país ha encuadrado su visión del acceso a la salud a través del prisma de la falta de dinero. Esta aproximación no solamente se ha quedado corta a nivel explicativo, sino que ha impactado de manera negativa a quienes supuestamente busca ayudar, es decir, a los sectores económicamente más vulnerables. De ahí la necesidad de abandonar la perspectiva basada únicamente en el combate a la pobreza absoluta y sustituirla con acciones más enfocadas a cubrir las necesidades de salud específicas de cada población. Solo así podremos comenzar a disminuir de una manera más acertada estas brechas que tanto matan. ~
es maestra en salud pública con concentración en epidemiología y es residente de medicina preventiva en el
Instituto Nacional de Salud Pública