A principios de este año estaba de vacaciones en Córcega y, paseando, acabé por entrar en la iglesia de una pequeña aldea en las colinas, donde encontré un monumento conmemorativo a los muertos de la Primera Guerra Mundial. De una población que no pudo ser de más de ciento cincuenta personas, ocho jóvenes, entre los cuales solo había tres apellidos distintos, habían muerto en el conflicto. Listas así pueden encontrarse en toda Europa, en grandes ciudades y pequeños pueblos. Hay homenajes parecidos en el resto del mundo, porque la Gran Guerra, como fue conocida hasta 1940, también arrastró a soldados asiáticos, africanos y norteamericanos.
La Primera Guerra Mundial aún nos persigue, en parte por la inmensa escala de la matanza: diez millones de combatientes murieron y muchos más resultaron heridos. Un número incontable de civiles perdió también la vida, fuera en acciones militares, por hambre o por enfermedad. Se destruyeron imperios y se arrasaron sociedades enteras.
Pero hay otra razón por la que la guerra sigue persiguiéndonos: todavía no nos hemos puesto de acuerdo en por qué tuvo lugar. ¿La provocaron las arrogantes ambiciones de algunos de los hombres que detentaban el poder entonces? El káiser Guillermo II y sus ministros, por ejemplo, querían una Alemania más grande y con alcance global, y para ello retaron la supremacía naval de Gran Bretaña. ¿O reside la explicación, más bien, en la competición entre ideologías? ¿Rivalidades nacionales? ¿O en el puro y aparentemente imparable impulso del militarismo? Mientras la carrera armamentística se aceleraba, los generales y almirantes hacían planes que se tornaban más agresivos y más rígidos. ¿Hizo eso inevitable la conflagración?
¿O no habría tenido lugar si un acontecimiento azaroso en un atrasado lugar del Imperio austrohúngaro no hubiera prendido la mecha? En el segundo año del conflicto que abarcó la mayor parte de Europa circulaba un chiste: “¿Has visto el titular de hoy? ‘Encuentran con vida al archiduque: la guerra fue un error’.” Esa es la explicación más desalentadora de todas: que la guerra fue simplemente una metedura de pata que podría haberse evitado.
La búsqueda de explicaciones empezó casi tan pronto como las armas abrieron fuego en el verano de 1914 y no se ha detenido desde entonces. Los académicos han peinado archivos de Belgrado a Berlín en busca de las causas. Solo en inglés, se han publicado unos 32 mil artículos, tratados y libros sobre la Primera Guerra Mundial. De modo que cuando un editor británico me invitó a comer un maravilloso día de primavera en Oxford hace cinco años y me preguntó si me atrevería a probar suerte con uno de los mayores rompecabezas de la historia, mi primera reacción fue un firme no. Pero luego no podía dejar de pensar en esta pregunta que ha perseguido a tantos. Al final, sucumbí. El resultado es un libro más: 1914. De la paz a la guerra, mi esfuerzo por entender qué pasó hace un siglo y por qué.
Lo que me motivó no fue solo la curiosidad académica, sino también una sensación de urgencia. Si no podemos determinar cómo sucedió uno de los conflictos más trascendentales de la historia, ¿cómo podemos tener la esperanza de evitar una catástrofe parecida en el futuro?
Echemos un vistazo a los conflictos existentes y potenciales que dominan las noticias hoy. Oriente Medio, compuesto en buena medida por países que obtuvieron sus fronteras presentes como consecuencia de la Primera Guerra Mundial, es una de las muchas zonas del mundo que se encuentra en un estado de agitación, y hace décadas que lo está. Ahora hay una guerra civil en Siria, que ha despertado el espectro de un conflicto mayor en la región y, además, ha perjudicado las relaciones entre las grandes potencias y puesto a prueba sus habilidades diplomáticas. La utilización por parte del régimen de Bashar al-Asad de gas venenoso –un arma que se utilizó por primera vez en la guerra de trincheras de 1914 y luego fue prohibida porque la opinión mundial la consideraba bárbara– casi precipitó la intervención aérea estadounidense. El comentario a estos acontecimientos ha estado repleto de referencias a las armas de ese lejano agosto. Del mismo modo que los legisladores descubrieron entonces que habían iniciado algo que no podían parar, el verano pasado nos temimos que esos ataques aéreos pudieran llevar a un conflicto más amplio y duradero de lo que nadie en el gobierno del presidente Barack Obama podía prever.
El centenario de 1914 debería hacernos reflexionar de nuevo sobre nuestra vulnerabilidad al error humano, las catástrofes repentinas y el simple accidente. Así que tenemos buenas razones para echar un vistazo a nuestra espalda incluso cuando miramos hacia adelante. La historia, dijo Mark Twain, nunca se repite, pero rima. El pasado no puede proporcionarnos planes para saber cómo actuar, porque ofrece tal multitud de lecciones que tenemos la opción de escoger aquellas que encajan con nuestras inclinaciones políticas e ideológicas. Con todo, si podemos ver más allá de nuestras anteojeras y tomar nota de los reveladores paralelos entre entonces y ahora, las formas en las que nuestro mundo se parece al de hace cien años, la historia nos da valiosas advertencias.
Las promesas y los peligros de la globalización, entonces y ahora
Aunque la era inmediatamente anterior a la Primera Guerra Mundial, con su iluminación a gas y sus carruajes tirados por caballos, nos parece muy lejana y pintoresca, es similar en muchos sentidos –con frecuencia de una manera inquietante– a la nuestra, como revela una mirada bajo la superficie. Las décadas que llevaron a 1914 fueron, como nuestro tiempo, un periodo de grandes cambios y trastornos que quienes los vivieron consideraron inéditos en velocidad y escala. El uso de electricidad para iluminar las calles y las casas se había extendido; Einstein estaba desarrollando su teoría general de la relatividad; nuevas ideas radicales como el psicoanálisis empezaban a ganar aceptación, y se afianzaban las raíces de ideologías depredadoras como el fascismo y el comunismo soviético.
La globalización –en la que tendemos a pensar como un fenómeno moderno creado por la generalización de los negocios y las inversiones internacionales, el crecimiento de internet y la amplia migración de personas– era también característica de esa era. Hecha posible por los muchos cambios que estaban teniendo lugar en ese momento, significaba que incluso partes remotas del mundo estaban siendo conectadas por medios nuevos de transporte, de los ferrocarriles a los barcos de vapor, y por nuevos medios de comunicación, incluidos el teléfono, el telégrafo y la radio. Entonces, como ahora, se estaba produciendo una inmensa expansión del comercio y la inversión globales. Y entonces como ahora nuevas oleadas de inmigrantes llegaban a países extranjeros: indios en el Caribe y África, japoneses y chinos en Norteamérica y millones de europeos en el Nuevo Mundo y las antípodas.
Tomados en su conjunto, todos estos cambios eran ampliamente considerados, especialmente en Europa y América, una clara prueba del progreso de la humanidad. Y sugerían a muchos que al menos los europeos estaban suficientemente interconectados y eran demasiado civilizados para recurrir a la guerra como sistema para solventar disputas. El crecimiento de la ley internacional, las conferencias de desarme de La Haya de 1899 y 1907 y el creciente uso del arbitraje entre naciones (de los trescientos arbitrajes entre 1794 y 1914, más de la mitad tuvieron lugar después de 1890) tranquilizaron a los europeos con la reconfortante creencia de que habían dejado atrás la barbarie.
El hecho de que se hubiera producido un extraordinario periodo de paz general desde 1815, con el fin de las guerras napoleónicas, reforzaba aún más esta ilusión, al igual que la idea de que la interdependencia de los países del mundo era de tal magnitud que no podrían permitirse volver a recurrir a la guerra. Este era el argumento de Norman Angell, un inglés menudo, frágil e intenso que había vagado por el mundo como criador de cerdos y vaquero en el Oeste estadounidense antes de encontrar la vocación como periodista popular. Las economías estaban tan estrechamente vinculadas entre sí, afirmó en su libro La grande ilusión, que la guerra no solo no beneficiaría a nadie, sino que arruinaría a todo el mundo. Además, según una opinión ampliamente compartida por banqueros y economistas de la época, una guerra a gran escala no podría durar demasiado porque no habría forma de pagarla (aunque ahora sabemos que las sociedades tienen, cuando lo deciden, inmensos recursos que pueden utilizar para fines destructivos). El libro se publicó en Gran Bretaña en 1909 y en Estados Unidos el año siguiente, y se convirtió en un sensacional éxito de ventas. Su título –que quería resaltar la idea de que creer que se podía sacar algún provecho de recurrir a las armas no era más que una ilusión– resultó ser una cruel e involuntaria paradoja solo unos pocos años más tarde.
Lo que Angell y otros no advertían era el lado malo de la interdependencia. En Europa, hace cien años, las clases terratenientes veían cómo su prosperidad era socavada por importaciones agrícolas del extranjero y su dominio sobre buena parte de la sociedad se veía limitado por una creciente clase media y una nueva plutocracia urbana. En consecuencia, buena parte de las viejas clases altas se arrojaron en brazos de movimientos políticos conservadores, incluso reaccionarios. En las ciudades, artesanos y pequeños tenderos cuyos servicios ya no eran necesarios se vieron también atraídos por movimientos de derecha radical. El antisemitismo floreció y los judíos fueron el chivo expiatorio de la marcha del capitalismo y el mundo moderno.
El mundo contempla hoy inquietantes paralelos. En toda Europa y América del Norte, movimientos radicales como el Partido Nacional Británico y el Tea Party ofrecen vías de salida a la frustración y los miedos que muchos sienten mientras el mundo cambia a su alrededor y desaparecen los empleos y la seguridad que habían dado por sentados. En algunas comunidades se presenta a ciertos inmigrantes (por ejemplo, los musulmanes) como el enemigo.
La globalización también puede tener el efecto paradójico de alentar un intenso localismo y nativismo, atemorizar a gente para que se refugie en la comodidad de pequeños grupos de mentalidad parecida. Uno de los resultados inesperados de internet, por ejemplo, es hasta qué punto puede estrechar horizontes de tal modo que los usuarios busquen solo a aquellos cuyas opiniones son iguales que las suyas y eviten páginas web que puedan poner en duda sus ideas.
La globalización también hace posible la generalizada transmisión de ideologías radicales y la reunión de fanáticos que no se detendrán ante nada en su búsqueda de la sociedad perfecta. En el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, anarquistas y socialistas revolucionarios en toda Europa y América del Norte leían las mismas obras y tenían el mismo objetivo: derrocar el orden social existente. Los jóvenes serbios que asesinaron al archiduque Francisco Fernando de Austria en Sarajevo se inspiraban en Nietzsche y Bakunin, al igual que sus equivalentes rusos y franceses. Terroristas de Calcuta a Búfalo se imitaban unos a otros al arrojar bombas por los suelos de las bolsas de valores, hacer volar líneas de ferrocarril y apuñalar y disparar a quienes consideraban sus opresores, fueran la emperatriz Isabel del Imperio austrohúngaro o el presidente de Estados Unidos William McKinley. Hoy, nuevas tecnologías y plataformas de medios sociales procuran nuevos púlpitos a los fanáticos y les permiten extender sus mensajes con una rapidez aún mayor y a audiencias aún más grandes en todo el mundo. Con frecuencia afirman tener inspiración divina. Todas las grandes religiones del mundo –budismo, hinduismo, judaísmo, cristianismo e islam– han producido terroristas dispuestos a cometer asesinatos y destrucción en su nombre. Así, vemos a jóvenes descendientes de padres paquistaníes y bangladesíes, incluso los nacidos o crecidos en el Reino Unido y América del Norte, que van a hacer causa común con los rebeldes sirios, los talibanes en Afganistán y una de las ramas de Al Qaeda en el norte de África o Yemen a pesar de no compartir casi nada –cultural o étnicamente– con aquellos cuya causa han abrazado.
A nivel nacional, la globalización puede aumentar rivalidades y miedos entre países que, por lo demás, uno esperaría que fueran amigos. Hace cien años, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, Gran Bretaña, el mayor poder naval del mundo, y Alemania, el mayor poder terrestre, eran el mayor socio comercial uno del otro. Los niños británicos jugaban con juguetes –incluidos soldaditos de plomo– hechos en Alemania, y en Covent Garden resonaban las voces de cantantes alemanes que interpretaban óperas alemanas. Además, las dos naciones compartían una religión –la mayoría en ambas era protestante– y vínculos familiares, hasta entre sus respectivos monarcas. Pero todo esto no se tradujo en amistad. Al contrario. Alemania se introducía en mercados tradicionalmente británicos, competía por colonias y poder, y los británicos se sentían amenazados. Ya en 1896, un panfleto británico de gran éxito, Made in Germany, presentaba un panorama siniestro: “Está alzándose un inmenso estado comercial para amenazar nuestra prosperidad y competir con nosotros por el comercio del mundo.”
Muchos alemanes tenían ideas similares. Alemania, decían, merecía su lugar bajo el sol –y un imperio en el que el sol nunca se pusiera– pero Gran Bretaña y la armada británica se lo impedían. Cuando el káiser Guillermo y su secretario naval el almirante Alfred von Tirpitz decidieron construir una armada de submarinos para retar la supremacía naval británica, la inquietud británica ante el creciente poder comercial y militar de Alemania se convirtió en algo cercano al pánico.
El enigma de las arenas, un bestseller de Erskine Childers publicado en 1903, describía el plan alemán de invasión y agitaba los miedos británicos por su falta de preparación militar. Circularon rumores, alentados por los nuevos periódicos de circulación masiva, de que había armas alemanas enterradas debajo de Londres en preparación para la guerra, y que 50 mil camareros de restaurantes británicos eran en realidad soldados alemanes. Por su parte, el gobierno alemán temía profundamente un ataque preventivo de la armada británica a su flota, y la sociedad alemana tenía también su buena dosis de miedo a la invasión. Antes de 1914, en varias ocasiones, padres de una localidad costera decidieron que sus hijos no fueran a la escuela y se quedaran en casa previendo un inminente desembarco de marinos británicos.
Las cabezas más frías de ambos bandos esperaban que se desinflara la cada vez más cara carrera naval. Pero en ambos países, la opinión pública, entonces un factor nuevo e imponderable en las decisiones políticas, presionaba en dirección a la hostilidad y no a la amistad. Se podía creer que los vínculos de sangre entre las familias reales alemana y británica suavizarían estas antipatías mutas, pero hicieron todo lo contrario. El káiser Guillermo, un gobernante extraño y errático, odiaba a su tío el rey Eduardo VII, “el archiintrigante y vándalo de Europa” que, a su vez, despreciaba a su sobrino por bravucón y jactancioso.
Es tentador –y aleccionador– comparar las relaciones actuales entre China y Estados Unidos con las que mantenían Alemania e Inglaterra hace un siglo. Ahora, como entonces, la marcha de la globalización nos ha sosegado con una falsa sensación de seguridad. Los países en los que hay McDonald’s, nos dicen, nunca hacen la guerra entre sí. O como afirmó el presidente George W. Bush cuando lanzó su Estrategia Nacional de Seguridad en 2002: la expansión de la democracia y el libre mercado en el mundo es la mejor garantía de estabilidad y paz internacionales.
Pero el extraordinario crecimiento en el comercio y la inversión entre China y Estados Unidos desde los años ochenta no ha servido para apaciguar suspicacias mutuas. Ni mucho menos. A medida que la inversión china en Estados Unidos aumenta, especialmente en sectores sensibles como la electrónica y la biotecnología, también crece en la sociedad la sospecha de que los chinos están adquiriendo información para colocarse en posición de amenazar la seguridad estadounidense. Por su parte, los chinos se quejan de que Estados Unidos les trata como una potencia de segunda fila y, mientras objetan el continuado apoyo estadounidense a Taiwán, parecen decididos a apoyar a Corea del Norte, por grandes que sean las provocaciones del Estado rebelde. En un momento en que los dos países compiten por mercados, recursos e influencia desde el Caribe hasta el Asia Central, China cada vez está más dispuesta a traducir su fortaleza económica en poder militar. El aumentado gasto militar chino y la mejora de su capacidad naval sugieren a muchos estrategas estadounidenses que China pretende retar a Estados Unidos como potencia en el Pacífico, y ahora mismo estamos viendo una carrera armamentística de los dos países en la región. El Wall Street Journal ha publicado informaciones acreditadas de que el Pentágono está preparando planes de guerra contra China. Por si acaso.
¿Podrá el sentimiento popular, alimentado e inflamado por los medios de comunicación de la misma manera en que lo hizo en los primeros años del siglo XX, hacer que estas hostilidades sean aún más difíciles de controlar? Hoy en día la velocidad de las comunicaciones pone más presión que nunca a los gobiernos para que respondan ante las crisis, y para que lo hagan rápido, con frecuencia antes de que tengan tiempo de formular una respuesta mesurada.
La creciente oleada de nacionalismo y sectarismo
Estamos siendo testigos, en la misma medida que en el mundo de 1914, de cambios en la estructura de poder internacional. Poderes emergentes retan a los establecidos. Si rivalidades nacionales condujeron a suspicacias mutuas entre Gran Bretaña y la ascendente Alemania antes de 1914, lo mismo está sucediendo ahora entre Estados Unidos y China, y también entre China y Japón. Y ahora como entonces, la opinión pública está dificultando a los hombres de Estado maniobrar y apaciguar las hostilidades. Aunque a los líderes políticos les gusta pensar que pueden utilizar el sentimiento popular para sus propios fines, con frecuencia descubren que es impredecible. En los años noventa del siglo pasado, el Partido Comunista chino lanzó lo que llamó la Campaña de Educación Patriótica para inculcar en los jóvenes sentimientos nacionalistas, pero los líderes perdieron el control de sus seguidores.
Una campaña de propaganda contra Japón inspiró a muchedumbres a saquear negocios y oficinas japoneses. Por su parte, los japoneses, que han intentado bajar la temperatura alguna vez –disculpándose por los crímenes de Japón en la Segunda Guerra Mundial, por ejemplo–, están menos dispuestos a hacerlo hoy. El primer ministro, Shinzō Abe, juguetea con un creciente y vociferante nacionalismo japonés. Ha anunciado que pretende revisar la Constitución para poder incrementar el gasto militar del país y, durante su campaña de 2013, afirmó que visitaría una de las desconocidas y en buena medida deshabitadas islas que Japón se disputa con China en el mar de la China oriental. Como resultado del alejamiento y de los ocasionales ejercicios navales allí y en el mar de la China meridional, las actitudes en ambos países se endurecen y limitan las opciones de sus líderes. Y existen conflictos potenciales entre China y otros dos de sus vecinos: Vietnam y Malasia.
Una vez que se trazan líneas entre naciones puede ser difícil cruzarlas. Estados Unidos e Irán han tenido una relación difícil desde que el sha fue derrocado en 1979 (y ciertamente no fue fácil durante su reinado). Los acontecimientos de los años siguientes –incluida la toma de rehenes, el derribo de un avión iraní por parte de Estados Unidos, los esfuerzos por conseguir la bomba por parte de Irán, el intento de Estados Unidos de impedirlo, todo acompañado de mucha retórica airada– los han mantenido separados. Cuando un lado produce ruidos reconciliadores, como ha hecho recientemente el nuevo presidente iraní Hasán Rouhaní, los recuerdos de errores pasados perpetúan sospechas sobre las intenciones presentes y complican esos intentos.
Malinterpretaciones y manipulaciones de la historia también pueden alimentar resentimientos nacionales y acercar la posibilidad de una guerra. En la Europa de hace cien años el auge del sentimiento nacionalista –alentado desde arriba pero creciendo desde abajo, donde historiadores, lingüistas y folcloristas no dejaban de crear historias de enemistades viejas y eternas– contribuyó en gran medida a causar recelos entre naciones que, de otra forma, podrían haber sido amigas. Los teutones siempre habían estado amenazados por los eslavos, o eso aseguraban sabios profesores alemanes ante sus audiencias antes de 1914, y por lo tanto la paz entre Alemania y Rusia debía ser imposible. En los Balcanes, nacionalismos en competición, cada uno con su propia historia de triunfos y derrotas, alejaron a pueblos como los serbios, los albaneses y los búlgaros, que habían vivido en relativa armonía durante siglos. Y siguen alejándolos.
A menudo, como en las familias, las peleas sectarias más amargas se producen entre los que más se parecen entre sí. Pensemos en las guerras religiosas y étnicas de la antigua Yugoslavia, o en las guerras civiles que se extienden por Oriente Próximo, y en el mundo islámico en general, donde las diferencias doctrinales entre los suníes y los chiíes se endurecen en forma de conflicto ideológico y cultural. Lo que Freud llamó “el narcisismo de la pequeña diferencia” puede llevar a la violencia y la muerte: un peligro que se amplifica si las grandes potencias deciden intervenir para proteger a grupos que viven fuera de sus fronteras y comparten con ellas una identidad religiosa o étnica. Aquí también vemos paralelos siniestros entre el presente y el pasado. Antes de la Primera Guerra Mundial, Serbia financió y armó a los serbios que vivían en el Imperio austrohúngaro, mientras que Rusia y la monarquía dual agitaban a los pueblos que vivían al otro lado de la frontera. Y todos sabemos que Hitler usó la existencia de minorías alemanas en Polonia y Checoslovaquia para desmembrar esos países. En la actualidad Arabia Saudí apoya a los suníes –y los Estados de mayoría suní– en todo el mundo, mientras que Irán se ha convertido en protector de los chiíes y financia movimientos radicales como Hezbolá.
Las tentaciones del Estado cliente
La enemistad entre potencias menores puede tener consecuencias inesperadas y de amplio alcance cuando las potencias exteriores eligen bandos para promover sus propios intereses. En los años previos a la Primera Guerra Mundial, Rusia decidió convertirse en protectora de Serbia, en nombre del paneslavismo y también para extender su influencia hasta Estambul y los estrechos que constituyen la salida del mar Negro. Cuando el Imperio austrohúngaro declaró la guerra a Serbia, Alemania pensó que debía apoyar al Imperio austrohúngaro y declaró la guerra a Rusia, aun a riesgo de provocar una conflagración mundial. A causa de alianzas y amistades desarrolladas en las décadas anteriores, Francia y luego Gran Bretaña se vieron arrastradas a combatir junto a Rusia. De ese modo, la guerra se convirtió casi de inmediato en un conflicto más amplio.
Aunque la historia no se repite de forma precisa, el Oriente Medio de la actualidad presenta un preocupante parecido con los Balcanes de esa época. Una mezcla similar de nacionalismos tóxicos amenaza con arrastrar a potencias exteriores; Estados Unidos, Turquía, Rusia e Irán intentan proteger sus intereses y sus clientes. ¿Pensará Rusia que debe apoyar a Siria del mismo modo que pensó que debía proteger a su cliente Serbia y Alemania pensaba que debía apoyar al Imperio austrohúngaro? Tenemos que esperar que el control de Rusia sobre el gobierno de Damasco sea superior al que tenía sobre Serbia en 1914. Pero hasta ahora la implicación de Rusia en la supervivencia del régimen de Asad frente a la amenaza de la acción militar estadounidense ha complicado los esfuerzos internacionales por desactivar la crisis siria.
A menudo las grandes potencias afrontan el dilema de que su apoyo a potencias más pequeñas anime a sus clientes a ser temerarios. Y con frecuencia los clientes escapan a los hilos con los que sus patrocinadores pretendían dirigirlos. Estados Unidos ha dado enormes cantidades de dinero y equipamiento a Israel y Pakistán, como ha hecho China con Corea del Norte, pero eso no ha otorgado a los estadounidenses o los chinos una influencia proporcional en la política de esos países. Aunque Israel tiene una gigantesca dependencia con respecto a Estados Unidos, a veces ha intentado hacer que Washington emprenda acciones militares preventivas. Y Pakistán ofreció refugio al enemigo número uno de Estados Unidos, Osama bin Laden.
Además, las alianzas y las amistades forjadas por razones defensivas o ventajas mutuas pueden parecer bastante distintas desde otras perspectivas. Antes de 1914 los hombres de Estado alemanes asumían que el pacto militar entre Francia y Rusia estaba destinado a destruir Alemania. En la actualidad, Pakistán se siente amenazado por los vínculos entre la India y Afganistán, mientras que Estados Unidos tiende a ver un desafío en la creciente influencia que China tiene en Asia Central, África y América Latina.
Para empeorar las cosas, los países patrocinadores son reacios a abandonar a sus clientes, por mucho que se hayan desbocado y por muchos peligros a los que ellos mismos se vean dirigidos, porque hacerlo supone arriesgarse a que la gran potencia parezca débil e indecisa. Antes de 1914 las grandes potencias hablaban de honor. En la actualidad, el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, habla de la credibilidad y el prestigio de su país. Al final es prácticamente lo mismo.
La complacencia de la paz
Como nuestros predecesores de hace un siglo, asumimos que la guerra total y a gran escala es algo que hemos dejado de practicar. Sin duda, somos conscientes de que hay gente que sigue muriendo en conflictos en todo el mundo, muchos de ellos civiles, étnicos o religiosos, como en Siria e Iraq. Pero desde 1945 el mundo ha visto muchas menos guerras entre Estados y ha sobrevivido a docenas de conflictos relativamente menores, desde Corea hasta el Congo, donde el número de víctimas resulta pequeño en comparación con el causado por las dos guerras mundiales. La guerra entre Irán e Iraq de la década de 1980, donde murieron unas quinientas mil personas, y la prolongada guerra en la región de los Grandes Lagos de África destacan como las mayores excepciones de los últimos años.
En pocas palabras, nos hemos acostumbrado a la paz como el estado normal de las cosas. Esperamos que la comunidad internacional afronte los conflictos cuando se produzcan, y que esos conflictos sean breves y fáciles de contener. Pero eso no es necesariamente cierto. El líder socialista Jean Jaurès, un hombre de gran sensatez que intentó sin éxito detener el ascenso del militarismo en Francia en los primeros años del siglo XX, lo comprendió muy bien: “Europa ha sufrido tantas crisis durante tanto tiempo –dijo en vísperas de la Primera Guerra Mundial– y ha sido puesta a prueba tantas veces sin que estallara la guerra que casi ha dejado de creer en la amenaza, y observa el desarrollo del interminable conflicto balcánico con una atención disminuida y una menor intranquilidad.”
La comunidad internacional en conjunto ha creado instituciones dedicadas a desactivar los conflictos y a obligar a que los agresores den un paso atrás. Pueden ser efectivas durante largos periodos de tiempo. El Concierto europeo, esa colección de grandes potencias, mantuvo la paz durante buena parte del siglo después de 1815. Pero deberíamos tener en cuenta que no duró para siempre. Las instituciones, como las personas, envejecen y se fatigan. Aunque fingían hacerle caso, al final las grandes potencias dejaron de creer en la idea de una acción efectiva y concertada para evitar el conflicto y el orden mundial empezó a desmoronarse, con consecuencias desastrosas.
En 1908, cuando el Imperio austrohúngaro indignó a Serbia al anexionar Bosnia, donde aproximadamente el 44% de la población era serbia, Alemania obligó a Rusia, protectora de Serbia, a dar un paso atrás. El zar Nicolás II escribió a su madre: “Es cierto que las formas y los métodos de la acción alemana –quiero decir hacia nosotros– han sido sencillamente brutales y no los olvidaremos.” No lo hizo. Y, cuando estalló la crisis de 1914, el zar Nicolás, un hombre débil que hasta entonces había preferido la paz a la guerra, decidió, como la mayoría de sus ministros, que en esa ocasión Rusia no cedería a la presión de Alemania o de su aliado, el Imperio austrohúngaro. En 1911 Italia desafió un acuerdo tácito entre las potencias sobre el mantenimiento de la integridad del Imperio otomano y tomó Trípoli y la Cirenaica, las dos provincias norteafricanas que más tarde se convertirían en Libia. Las potencias emitieron ruidos de desaprobación pero no hicieron nada. En las guerras de los Balcanes de 1912 y 1913 las potencias consiguieron imponer una suerte de acuerdo, pero, con creciente frecuencia, se encontraban en posiciones enfrentadas. Cuando se produjo la crisis de 1914, el káiser y sus ministros recibieron con desdén las propuestas británicas favorables a que las grandes potencias trabajasen juntas para alcanzar una solución pacífica.
¿Estamos viendo un debilitamiento similar del orden internacional? La Organización de las Naciones Unidas, que se podría considerar el sucesor del Concierto europeo, han intervenido a veces con éxito para mantener la paz, o para restituirla tras el comienzo de una guerra. Pero, en el Consejo de Seguridad actual, Rusia y China votan habitualmente contra las intervenciones de las Naciones Unidas, que ven como una tapadera para promover intereses occidentales. En el caso de Siria, hasta ahora Asad ha podido desafiar la opinión internacional y matar a su propio pueblo porque tiene a los rusos y a los iraníes de su lado. El presidente Vladimir Putin y su ministro de Exteriores rechazaron como “absurdas” las acusaciones que decían que Asad había usado gas venenoso.
El último freno y otros espejismos
La carrera armamentística anterior a la guerra era en realidad algo bueno, le dijo el diplomático inglés sir Francis Bertie al rey Jorge V: “La mejor garantía de la paz entre las grandes potencias es que se tengan miedo unas a otras.” Sin embargo, se equivocó al confiar en esa versión temprana de la teoría de la destrucción mutua asegurada. Demasiados de quienes dirigían los ejércitos europeos estaban muy dispuestos a ir a la guerra, porque pensaban que el momento era propicio o porque creían que podían ganar. Pero en la Guerra Fría, cuando Estados Unidos y la Unión Soviética poseían casi todas las armas nucleares del mundo, la amenaza de destrucción mutua asegurada funcionaba. Ambas partes reconocían que las bombas atómicas y de hidrógeno eran tan destructivas que se había vuelto imposible de emplearlas. Si los dos países hubieran emprendido una guerra total, el Armagedón termonuclear no habría dejado ganadores en ningún lugar del globo, solo perdedores. ¿Podemos asumir que la disuasión seguiría funcionando en el mundo de hoy?
Hemos entrado en una era nueva y potencialmente peligrosa. Hay nueve países con arsenales nucleares, entre los que se encuentran Pakistán, un Estado díscolo si no fallido, y Corea del Norte, que se ha mostrado tan imprudente como represivo. Si Irán consigue la bomba, es probable que muchos otros Estados –entre los que se encuentra quizá Japón– ejerzan sus propias opciones nucleares. Eso crearía un mundo muy peligroso, lo que podría llevar a la recreación del tipo de polvorín que explotó en los Balcanes hace cien años, solo que ahora con hongos nucleares.
Pero, aunque todos los países estuvieran de acuerdo en que la bomba nuclear, sencillamente, es absurda, las guerras donde se emplean armas convencionales presentan inconvenientes y peligros que muchos de nuestros líderes militares no comprenden. Como el mundo de 1914, estamos viviendo cambios en la naturaleza de la guerra cuyo significado solo ahora empezamos a entender.
Hace cien años, la mayoría de los estrategas militares y los gobiernos civiles que observaban desde el margen malinterpretaron de forma catastrófica la naturaleza de la guerra que se acercaba. Los grandes avances de la ciencia y la tecnología en Europa y la creciente producción de sus fábricas durante el largo periodo de paz habían hecho que el ataque fuera mucho más costoso para la vida humana. La killing zone –el área mortífera que los soldados atacantes debían atravesar frente a fuego enemigo– se había expandido enormemente: desde unos cien metros en las guerras napoleónicas a más de mil en 1914. Y los rifles, las ametralladoras y la artillería disparaban más deprisa, con más precisión y explosivos más letales. Las guerras más pequeñas anteriores a 1914 –la Guerra de Secesión, la guerra franco-prusiana de 1870-71 y la guerra ruso-japonesa de 1904-05– habían aportado muchas pruebas de lo que eso significaría en el campo de batalla. Los soldados atacantes, por valientes que fueran, sufrirían pérdidas terribles, mientras que los defensores permanecerían en la seguridad relativa de sus trincheras, resguardados tras bolsas de arena y alambradas de espino. Pero los mejores cerebros de los Estados Mayores de Europa se negaron a afrontar esa nueva realidad, justificando o ignorando los hechos incómodos, como muchos deciden ignorar hoy las abrumadoras pruebas científicas del calentamiento global. Las potencias europeas fueron a la guerra en 1914 con planes que, sin excepción, partían de una estrategia ofensiva. Como dijo en 1914 un general de división del Reino Unido: “El defensivo nunca es un papel aceptable para el británico, y por eso no lo estudia.” Los británicos –y los soldados de muchas otras naciones– pagaron un precio elevado por esa obstinada ceguera.
Una falacia comparable de nuestra época es que, gracias a nuestra tecnología avanzada, podemos realizar acciones rápidas, limitadas y poderosas –“ataques quirúrgicos”, “shock y pavor”– que producen conflictos cortos y de impacto limitado, y victorias decisivas. En contradicción con la confianza en que esas victorias a bajo costo sean posibles, el general de división H. R. McMaster, oficial al mando en Fort Benning, Georgia, y una suerte de iconoclasta, escribió hace poco en el New York Times que muchos de los supuestos que guiaron al ejército estadounidense antes del 11-S y durante los primeros años de las guerras de Iraq y Afganistán obedecían a un pensamiento regido por el deseo. Ver las “operaciones militares de éxito como fines en sí mismos, en vez de un mero instrumento de poder que debe coordinarse con otros para obtener, y mantener, objetivos políticos” es, a su juicio, un error. Las guerras de Iraq y Afganistán, decía, no solo eran cuestiones de fuerza militar sino “lucha de voluntades”. Combatir en ellas sin comprender los factores sociales, económicos e históricos nos condenaba al “sueño imposible de una guerra fácil”, como decía el título de su texto.
Y, en realidad, no parece que existan las guerras fáciles. Cada vez vemos más guerras asimétricas entre fuerzas bien armadas y organizadas por un lado e insurgencias de bajo nivel por el otro, que pueden extenderse por una región, un continente e incluso por todo el globo, y donde no hay un enemigo sino una cambiante coalición de señores de la guerra locales, combatientes religiosos y otros grupos interesados. Pensemos en Afganistán o Siria, donde los actores locales e internacionales se mezclan y es difícil definir lo que constituye una victoria. En esas guerras los que ordenan las acciones militares no solo deben tener en cuenta a los combatientes sobre el terreno, sino también el factor elusivo pero crítico de la opinión pública. Gracias a los medios sociales, cada ataque aéreo, cada obús y cada nube de gas venenoso que caen sobre objetivos civiles se graban y tuitean por todo el mundo.
En último término, el objetivo de la acción militar debe ser alcanzar fines políticos: conquistar la opinión local aportando seguridad, llevar a facciones rivales a la mesa de negociación o convencer al mundo en general de la rectitud de sus acciones. Los que creen en “golpes de precisión” y su capacidad de otorgar victorias significativas deben entenderlo o seguiremos combatiendo en el tipo equivocado de batallas, como quienes nos precedieron hace cien años.
Fracasos en la cima
Con unos líderes distintos la Primera Guerra Mundial podría haberse evitado. En 1914 Europa necesitaba un Bismarck o un Churchill, con la fuerza de carácter necesaria para soportar la presión y la capacidad de tener una perspectiva estratégica más amplia. En vez de eso, las potencias claves tenían líderes débiles, divididos o distraídos. El káiser Guillermo se había decantado por opciones pacíficas en crisis anteriores, pero sabía que los oficiales de su amado ejército lo llamaban con desdén Guillermo el Tímido. Así, en 1914, cuando sus generales le decían que había llegado el momento de una guerra preventiva con Rusia, temía parecer débil. Justo después del asesinato del heredero al trono en Sarajevo, cuando Alemania emitió el célebre “cheque en blanco” que prometía apoyar al Imperio austrohúngaro pasara lo que pasara, Guillermo dijo –en repetidas ocasiones– a un amigo íntimo: “Esta vez no voy a ceder.” Su canciller, Theobald von Bethmann Hollweg, destrozado por la reciente muerte de su esposa, aceptó la perspectiva de la guerra con taciturna resignación. Y en el propio Imperio austrohúngaro, el sector partidario de la guerra que encabezaban los generales llevaba ventaja porque, paradójicamente, el asesinato del archiduque había eliminado al único hombre que podía haber resistido la deriva hacia la guerra. En esas circunstancias, el emperador Francisco José I, viejo y enfermo, tuvo que enfrentarse en solitario a los halcones.
En el otro lado, Rusia, como Alemania, tenía un gobernante débil con demasiado poder y un miedo excesivo a parecer débil. El zar Nicolás dudó pero al final cedió ante el sector belicista y ordenó la movilización general que hacía inevitable la guerra con Alemania. El argumento determinante, al parecer, vino de uno de sus ministros, que le dijo que no podría salvar el trono o la vida de su familia si no mostraba su resolución contra los enemigos de Rusia.
Al gobierno británico, que podría haber actuado al principio de la crisis de forma lo bastante decisiva como para disuadir a Alemania, lo intranquilizaba la posibilidad de una guerra civil por Irlanda. Y el primer ministro, Herbert Asquith, también distraído por un nuevo romance, permitió que la inercia hacia la guerra ganara fuerza, incluso cuando sir Edward Grey, el ministro de Exteriores, presentaba propuestas ineficaces para las negociaciones. En Washington, el presidente Woodrow Wilson observaba consternado los acontecimientos, junto al lecho de muerte de su mujer, pero al principio no veía razón para que Estados Unidos interviniese en una disputa europea.
Contrastemos el comportamiento de los hombres que ocupaban el poder en 1914 con el de John F. Kennedy casi cinco decenios después, durante las crisis de los misiles en Cuba, cuando el mundo afrontó una amenaza todavía mayor. Prácticamente todo el liderazgo militar y buena parte de los civiles de la administración urgían al presidente de Estados Unidos, joven y relativamente inexperto, a enfrentarse de forma vigorosa con la Unión Soviética, hasta el punto de invadir Cuba y por tanto arriesgarse a una guerra nuclear total. Kennedy les plantó cara, decidió negociar con Moscú y al final preservó la paz. Quizá fuera una suerte que acabara de leer Los cañones de agosto de Barbara Tuchman y fuera consciente de las maneras en que los países podían equivocarse y acabar en guerra.
En la actualidad, el presidente de Estados Unidos se enfrenta a un grupo de políticos chinos que, como los de Alemania hace un siglo, están profundamente preocupados porque se tome en serio a su país. En Putin tiene a un nacionalista ruso que es más artero y más obstinado que el desdichado zar Nicolás. Barack Obama, como Woodrow Wilson, es un gran orador, capaz de exponer su visión del mundo y de inspirar a los estadounidenses. Pero, como Wilson al final de la guerra de 1914 a 1918, Obama tiene que tratar con un Congreso partidista y poco cooperativo. De forma quizá más preocupante: se puede encontrar en una posición similar a la de Asquith en 1914, presidiendo un país tan dividido internamente que carece de la voluntad o la capacidad de desempeñar un papel activo y constructivo en el mundo.
Se busca: un policía del mundo
Para Gran Bretaña, que tuvo un papel de liderazgo internacional durante el siglo XIX y en la primera mitad del siglo XX, al final las exigencias resultaron demasiado grandes y los costos demasiado altos. Después de la Segunda Guerra Mundial, los británicos ya no deseaban mantener ese papel y la economía británica tampoco era capaz de sostenerlo.
Hasta ahora, Estados Unidos ha estado dispuesto a actuar como garante de la estabilidad internacional, pero quizá no quiera –o no pueda– hacerlo de forma indefinida. Hace más de un siglo, en la época en que el país estaba firmemente implicado en su ascenso al estatus de potencia mundial y en el proceso de traducir su enorme y creciente fortaleza económica en importancia militar y relevancia internacional, empezó a asumir el liderazgo. Aunque eran dos hombres muy diferentes, Teddy Roosevelt y Woodrow Wilson pensaban que tenían una obligación moral con respecto al mundo. “Nos hemos convertido en una gran nación –dijo Roosevelt– y debemos comportarnos como corresponde a un pueblo con esas responsabilidades.” Desde entonces, ha habido momentos en que los sentimientos aislacionistas han amenazado ese compromiso, pero por regla general Estados Unidos ha permanecido profundamente implicado en los asuntos mundiales, desde la Segunda Guerra Mundial hasta el esfuerzo por contener la agresión soviética durante la Guerra Fría y la actual guerra global contra el terrorismo. Tras el colapso de la Unión Soviética y su imperio a finales de la década de 1980, y quizá de forma irreflexiva, Estados Unidos siguió actuando como la potencia hegemónica mundial, asumiendo responsabilidades que iban desde estabilizar la economía internacional hasta garantizar la seguridad. La larga agonía de Bosnia terminó cuando en 1995 la presión estadounidense, combinada con la acción militar de la OTAN, convenció a los serbios de entrar en los Acuerdos de Dayton. Y, aunque indudablemente la actuación estadounidense en Iraq y Libia no recibió una aclamación universal, ni siquiera en Estados Unidos, Sadam Husein y Muamar el Gadafi tenían pocos amigos y muchos enemigos cuando encontraron su final como consecuencia de la intervención estadounidense.
Hoy, sin embargo, aunque Estados Unidos sigue siendo el país más poderoso del mundo, no es tan poderoso como fue. Ha sufrido reveses militares en Iraq y Afganistán, y ha tenido dificultades para encontrar aliados que lo avalen, como demuestra la crisis actual en Siria. Conscientes, de manera incómoda, de que tienen pocos amigos fiables y muchos enemigos potenciales, los estadounidenses piensan en un regreso a una política más aislacionista.
¿Estados Unidos se acerca al final de su tiempo, como hizo antes el Reino Unido? Si retrocede, aunque sea parcialmente, con respecto a su papel global, ¿qué potencias dominarán el orden internacional y qué significará eso para el futuro de la paz en el mundo?
Es difícil adivinar qué puede ocurrir a continuación. Rusia puede soñar con su pasado soviético, cuando era una superpotencia, pero con una economía caótica y una población decreciente sus ambiciones superan con mucho a sus capacidades. China es una potencia en ascenso, pero es probable que sus preocupaciones se concentren en Asia. Más adelante se dedicará, como ya hace en la actualidad, a asegurar los recursos que necesita para su economía, y acaso será reacia a intervenir en conflictos lejanos donde se juegue poco. La Unión Europea habla de un papel mundial, pero hasta ahora se ha mostrado poco inclinada a desarrollar sus recursos militares, y sus divisiones internas hacen cada vez más difícil que alcance un acuerdo en política exterior. Los países del grupo de los BRICS –Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica– están más unidos en la teoría que en la realidad. La esperanza de que exista una coalición de democracias, de Asia a América, dispuestas a intervenir en nombre del humanitarismo o la estabilidad internacional, me recuerda la vieja historia de los ratones y el gato: ¿quién le pondrá el cascabel? En cuanto a la opinión pública, la ciudadanía de los países individuales, preocupada por los asuntos domésticos, está cada vez menos dispuesta a participar en aventuras en el exterior.
Quizá sea necesario un momento de verdadero peligro para que las potencias importantes de este nuevo orden mundial se unan en coaliciones capaces y dispuestas a actuar. La acción, si se produce, puede ser mínima y puede llegar demasiado tarde, y el precio que paguemos por esa demora puede ser alto. En vez de ir tirando de una crisis a otra, es el momento de reflexionar sobre las terribles lecciones de hace un siglo, con la esperanza de que nuestros líderes, con nuestro estímulo, piensen en cómo pueden trabajar juntos para construir un orden internacional estable. ~
Traducción de Daniel Gascón y Ramón González Férriz.
© The Brookings Institution.
(Toronto 1943) es catedrática de la Universidad de Oxford y una de las voces más autorizadas en la Primera Guerra Mundial, a la que ha dedicado 20 años de estudio.