Las canciones que ya no escuchamos

Puede que algunas canciones ya no nos acompañen en el camino, pero conservan intacta su importancia en quiénes fuimos y, por tanto, somos.
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La identidad, según la RAE, esa conciencia que una persona tiene de ser ella misma y distinta a las demás, no se fundamenta tanto en actos y mensajes públicos, en los que casi todos venimos a expresar más o menos lo mismo gracias a la hipocresía bien entendida, sino en los comportamientos y posturas que reservamos para cuando nadie nos ve. Ya sea la manera secreta de ejecutar una tarea básica, como preparar un plato sencillo en cuya receta introducimos variaciones propias, o el ritual en el baño, particularísimo por la pudorosa ausencia de hábitos compartidos. También esos rincones de internet que absorben nuestras horas y preferimos encubrir, aunque no sean delictivos y ni siquiera demasiado comprometedores. En esa lista de interioridades que nos convierten en seres individuales, sin duda descuella la música que escogemos para bailar por la vida.

Las canciones configuran nuestra forma de ver el mundo, de recordarlo y de imaginarlo. Ya desde las primeras, las iniciáticas, asumidas sin posibilidad de rechazo por responder al gusto de familiares que las canturrean entre olvidos de letra y desafines. Por nuestra cuenta descubrimos otras, las más emocionantes quizás, esas que creímos que explicaban el universo entero y hasta a nosotros mismos, que impelían a escribir sus mejores versos sobre cualquier superficie, piel incluida, y nos indujeron a tocar un instrumento para replicarlas torpemente. Luego, más creciditos, adoptamos otras en eventos sociales: canciones a las que nos plegamos entre gritos y saltos, dejándonos llevar, meras concesiones a la diversión pero que, justo por ese motivo, se incrustaron en un rincón destacado de la mente y casi que del alma, signifique eso lo que signifique.

Una canción puede componerse en diez minutos y marcarte toda la existencia, una canción es algo que cualquiera entiende, aunque sea a su manera, y por eso siempre se llama así, canción, a secas, por más que los juntaletras rocemos el absurdo con piruetas que eviten la empobrecedora repetición de términos y utilicemos “álbum” y “trabajo” en lugar de “disco”, y optemos por “tema”, “pieza” o “composición” para no reincidir en canción, palabra perfecta y verdadera y evocadora y por tanto la única que aparecerá en estos párrafos de regusto nostálgico.

Algunas elevaron su significado después de compartirlas con otra persona, y abandonaron así su condición de un puñado de acordes y versos para convertirse en verdad. Otras las reservábamos para los preparativos antes de salir de fiesta, y había unas pocas que no sabíamos dilucidar si las escuchábamos porque estábamos tristes o nos poníamos tristes al escucharlas. Muchas guiaban nuestra forma de andar el mundo: retrasaban la llegada a casa o la salida del coche porque cortarlas a la mitad suponía una atrocidad.

Hoy las canciones han sobrevivido a su soporte y para recomendarlas basta copiar y pegar un enlace, pero hubo un tiempo en que las regalábamos en formato físico, a veces en un disco planeado por nosotros mismos con la única intención de que la otra persona captase el mensaje subyacente en intercalar, entre las dos roqueras aparentemente inocentes, una lenta con frases románticas. También las grabábamos en casete desde la radio incluso llamábamos a la emisora para pedirlas, con el dedo índice temblando sobre la tecla REC y rezando para que el locutor se callase de una vez, que nos iba a pisar el arranque.

Canciones que devoramos hasta exprimirles la gota final, y se rompieron, claro, de tanto usarlas. Sucede con ellas como con las personas que quisimos: ya no nos acompañan en el camino, pero conservan intacta su importancia en la modelación de quienes fuimos y, por tanto, somos.

Ahí, en la nebulosa de la memoria, esperan agazapadas las canciones que ya no escuchamos, dispuestas para asaltarnos a traición en un refrito televisivo, en la radio del coche de una amiga, en la escena más emotiva de una película o en la boca de un artista que pergeña una nueva versión. O mi reencuentro favorito: esos chispazos neuronales, ajenos a toda razón, que te sorprenden cantando sin estímulo aparente una letra en la que no piensas, pongamos, desde hace cinco meses o cinco años. En el preciso momento de esa conexión, no me importaría que un neurocirujano extrajese mi cerebro para analizarlo y explicarme qué acaba de pasar ahí dentro.

Todas esas canciones se nos antojaron eternas en algún momento, compañeras inmarcesibles. Pero muchas desaparecieron a paso lento y sin despedirse. No fue una decisión consciente, solo dejamos de recurrir a ellas tanto como solíamos. Simple, crudo, inevitable. Pero tampoco es necesariamente malo que así sea: el problema sería renegar de la compañía que nos hicieron.

Porque sí, hay desalmados que se avergüenzan de la música de su pasado. Mi primera reacción al tropezar con uno de esos es ponerles la cruz. Ya empezamos mal. No es como cambiarse de equipo de fútbol, circunstancia reservada para auténticos psicópatas, pero casi. A menudo, los que desertaron de sus gustos musicales y ahora los esconden solo lo hicieron para granjearse el respeto de alguien que les engañó convenciéndoles de que lo bueno de verdad era lo que les gustaba a ellos. También están esos individuos, tipejos, que leyeron cuatro artículos y medio libro y de repente las canciones que antes les emocionaban ya no eran lo suficientemente respetables o acordes a la imagen que querían inventarse ante los demás, y no les tembló el pulso para echar a la hoguera sus recuerdos, sus raíces, si queremos ponernos trascendentales. Todos conocemos a ese que escurre el bulto cuando suena una canción antigua que una vez fue suya. Una cosa es madurar y otra muy distinta es negarse.

Yo prefiero amar la música que escuché en conciertos abarrotados, a solas en mi cuarto y en viajes, tanto físicos como emocionales. Toda. No la escondo nunca porque de su mano llegué hasta aquí, y aunque es cierto que ahora pueda verle algunas costuras, si por casualidad vuelvo a cruzarme con ella la recibo con una sonrisa, como mínimo.

Cuídate de los que abjuran de las canciones que disfrutaron; si cometen semejante traición con ellos mismos, imagina qué serán capaces de hacerle a los demás.

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