La tragedia de 1914

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Christopher Clark

Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914

Traducción de Irene Cifuentes y Alejandro Pradera

Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2014, 788 pp.

Para los que nacimos en la década de los setenta o en los primeros ochenta, la Primera Guerra Mundial era un conflicto alejado en el tiempo, del que apenas conocíamos los nombres de sus protagonistas. ¿Cómo pudo haber inaugurado el siglo XX?, nos preguntábamos perplejos. Y, sobre todo, ¿dónde se trazaba la divisoria moral entre buenos y malos? No lo teníamos nada claro, aunque para ser honestos tampoco hasta hoy los expertos han llegado a una conclusión definitiva. Sabíamos, eso sí, que la contienda se inició la mañana del 28 de junio de 1914 cuando un anarquista serbio, Gavrilo Princip, asesinó en Sarajevo al heredero de Austria-Hungría, el archiduque Francisco Fernando, y a su esposa, la duquesa Sofía Chotek. Sabíamos que los Balcanes –¿cómo no?– fueron uno de los epicentros del conflicto, que Alemania desempeñó un papel central y que, al igual que en la Segunda Guerra Mundial, Francia e Inglaterra actuaron como aliadas. Y también sabíamos, en definitiva, que entre 1914 y 1918 se libró una sangrienta conflagración que alteraría, de un modo sustancial, los equilibrios clásicos del poder europeo: un imperio de cuento de hadas, como el austrohúngaro, desapareció para siempre; la Rusia de los zares dio paso a la revolución bolchevique; y Alemania fue derrotada de forma traumática para el orgullo nacional. Debilitada tras el desastre de 1898 y los largos periodos de inestabilidad política, económica y militar, España optó por mantenerse neutral; dividida interiormente entre anglófilos y germanófilos, pero alejada de las consecuencias brutales de lo que se conoció como la Gran Guerra. Años después, el historiador americano Fritz Stern se referiría a ella como “la calamidad de la que surgieron todas las demás calamidades”. Para John Lukacs, 1914 marcó el inicio del breve siglo que se clausuraría en 1989 con la caída del telón de acero y el adiós definitivo a la centralidad estratégica del viejo continente. De Robert Graves a Ernst Jünger, de Stefan Zweig a Joseph Roth, la gran literatura europea se tiñó del color espeso de una confrontación que causaría veinte millones de muertos, destruiría tres imperios y pondría las bases para el surgimiento del totalitarismo. Si la Historia tiene un trasfondo trágico, resulta difícil encontrar un ejemplo más preciso que esta contienda, ya sea por sus misteriosos orígenes, por la polifonía de los relatos que confluyen en ella intentando culpabilizar a uno u otro bando o, en fin, por el espanto de sus consecuencias.

En Sonámbulos. Cómo Europa fue a la guerra en 1914, el historiador de la Universidad de Cambridge Christopher Clark ha rastreado magistralmente la genealogía de una crisis que desembocó en catástrofe. Su originalidad se cifra en una doble vertiente. Por un lado, renuncia a ofrecernos un relato maniqueo en el que las potencias democráticas –básicamente Inglaterra y Francia– se defienden ante las tentaciones agresivas de los regímenes autocráticos. Diríamos que a Clark le interesa menos el porqué de la guerra que el cómo se llegó a ella; menos la culpa de unos u otros que la azarosa concatenación de elementos que terminaron por prender la mecha. Por otro lado, el autor se empeña en “comprender la crisis de julio de 1914 como un acontecimiento moderno, el más complejo de los tiempos modernos”. El resultado es un libro soberbio, extraordinariamente bien escrito, que reivindica la polisemia del conflicto y nos recuerda la irreductibilidad de la incertidumbre, así como la importancia de las narrativas nacionales que asumen los diferentes gobiernos. Porque, en el desarrollo de la Historia –y esto es algo en lo que Clark insiste una y otra vez–, los datos objetivos pesan tanto como las percepciones subjetivas que, tarde o temprano, acaban confundiéndose con la realidad. “Todos los protagonistas principales de nuestra historia –leemos en el libro– filtraban el mundo a través de narraciones que habían sido construidas a partir de fragmentos de experiencia amalgamados con miedos, proyecciones e intereses disfrazados de máximas.” Alemania temía la creciente influencia rusa, al tiempo que lamentaba no poder contar con una notable presencia colonial. En los Balcanes concurrían el victimismo histórico, el chovinismo nacionalista y la tentadora debilidad de los imperios otomano y austrohúngaro. Francia e Inglaterra miraban de reojo a Alemania, desconfiando de su creciente poder industrial y militar. Y todos estaban convencidos de la decadencia relativa, aunque inevitable, de la Casa de Habsburgo, cuya águila bicéfala apuntaba hacia la universalidad de Occidente y Oriente, de Viena y Budapest.

Sonámbulos no empieza en 1914, sino una década antes, en 1903, cuando un comando terrorista asalta el Palacio Real de Belgrado, asesina a los reyes y entroniza a un nuevo monarca, Pedro I, y a otra dinastía, los Karadjordjevic. Lo crucial aquí no es tanto el regicidio de Alejandro I –“los cadáveres fueron atravesados con espadas, desgarrados con una bayoneta, destripados en parte y mutilados a hachazos hasta no poder reconocerlos”– como la imbricación en la estructura del nuevo Estado Serbio de grupúsculos de criminales y terroristas alimentados por una visión profundamente nacionalista de lo que debía ser la Gran Serbia. Las casas reinantes en Europa tomaron nota del asesinato, mientras se sucedían las manifestaciones de tensión territorial a lo largo del continente. La aplastante derrota de los rusos ante los japoneses en 1905 llevó al zar a abandonar la expansión hacia el Pacífico y a dirigir su mirada hacia la frontera europea. El agotamiento gradual del temible imperio otomano alimentaba a su vez el apetito de las demás potencias coloniales o de las naciones emergentes, deseosas de ocupar un lugar en la Historia. Italia pronto desembarcaría en Libia, Francia consideraba Marruecos como territorio propio, e Inglaterra empleaba su poder para mantener a raya las ambiciones del Káiser Guillermo II de Alemania. La prensa nacionalista exigía firmeza a sus gobiernos, retroalimentando una espiral de desconfianza. Nadie deseaba la guerra y ni siquiera las alianzas entre los países aseguraban unas fronteras especialmente estables. Los diplomáticos buscaban la paz y los halcones del ejército creían que no habría guerra o que, si la había, sería breve y localizada geográficamente. Se equivocaban como muy a menudo también nos equivocamos al querer predecir el futuro con las endebles herramientas de que disponemos. Lo importante en este libro, además de la espléndida recreación literaria e histórica de los prolegómenos de 1914, es que nos ayuda a entender que el conflicto no fue una realidad inevitable, sino que se produjo debido a una suma de eventualidades que sacudieron la estabilidad de Europa. “Visto bajo esa luz –escribe Clark–, el estallido de la guerra fue una tragedia, no un crimen.” ~

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(Palma de Mallorca, 1973) es periodista y asesor editorial.


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