El teatro vive. Ante la aparición de nuevos medios y formas narrativas, el teatro sigue firme en su esencia dionisíaca. Mientras la imagen digital se reproduce infinitamente, el teatro se afirma en la celebración colectiva de un ritual, en la omnipresencia de los cuerpos, donde circulan saberes que no son los de la razón. Podría resumirse en esa frase tantas veces escuchada: el teatro sabe. Para analizarlo, qué mejor que aquellos que piensan al teatro desde la práctica, como el argentino Mauricio Kartun (Buenos Aires, 1946), autor de obras como Chau Misterix (1980), El partener (1988), Rápido nocturno, aire de foxtrot (1998), El niño argentino (1999), La Madonnita (2003), Salomé de chacra (2011). Además de ser uno de los más grandes dramaturgos de su país –autor de más de treinta obras representadas y premiadas en Argentina y en el extranjero–, es director y maestro de dramaturgos, lo que lo ubica en un lugar central en el mundo del teatro latinoamericano. Su actividad comenzó en los años sesenta, conjugando teatro y militancia política, hasta que construyó su propia poética, en la que se combinan multiplicidad de discursos.
Perseguido por los mitos –que siempre aparecen en sus obras como estructura o como esencia, según él mismo explica–, Kartun abre las puertas de su casa, donde su voz se pierde entre bibliotecas y mesas rebasadas de libros y objetos de colección, para volver siempre al escenario, al actor, a la embriaguez colectiva de una sala llena, en el intento de comprender por qué el teatro está más vivo que nunca.
¿Cómo comprender en el siglo XXI este momento tan productivo del teatro?
El teatro tiene veinticuatro siglos, durante veintitrés es monopólico, es decir, la única alternativa de observación performática de una narración. En el siglo XX, inevitablemente entra en una crisis en la cual se le plantea: o cambia o desaparece. Creo que es lo mejor que podía sucederle. La única manera de cambiar que tenemos los seres humanos es cuestionar la seriedad de lo que hacemos, no hay manera de cambiar sin impugnar el estado anterior. Con el teatro pasa lo mismo: el teatro ha sido desacralizado por sus realizadores. Esto no significa despreciarlo sino entenderlo en su artificialidad y tratar de encontrar una nueva naturalidad. Esa nueva naturalidad, en general, aparece a través del uso de procedimientos. El teatro se mezcla con la poesía, con la antropología, con la política, con la plástica, con los viejos desfiles callejeros, con el cine. De lo que se trata es de violentar los viejos mecanismos, en busca de crear uno nuevo. Algo así como lo que Almodóvar hizo en el cine, tomar viejas convenciones y producirlas a través de un sistema de guiños. Se ríe de las malas películas y hace una buena película con los códigos de las malas. Si me burlo de los códigos, francamente puedo usarlos, porque el espectador sabe que no se los estoy ofreciendo solemnemente, tratando de convencerlo. El teatro está en un estado de metamorfosis apasionante, que es lo que a muchos nos impulsa a trabajar en él: la sensación de estar sobre un fenómeno vivo que se mueve bajo tus pies.
¿Podríamos decir que, en este momento de crisis, el teatro deja más a la vista su construcción?
Por supuesto, eso es lo que llamamos procedimientos, mecanismos, nuevas convenciones. Es como un mago que te muestra cómo hace el truco. El teatro es así, constantemente está mostrando el truco, ya no intenta la creación de una verdad naturalista, realista a ultranza, y la existencia de una sólida cuarta pared, porque el espectador no está dispuesto a aceptarla. Salvo aquellos que consienten las viejas convenciones, que disfrutan del teatro muerto. Pensemos que estamos muy cerca del fenómeno del cine como impugnador del teatro. En mi caso, hace muchos años abandoné la hipótesis de cualquier realismo y asumí que la palabra es el barro con el cual construyo las obras: la elasticidad de las palabras, los choques lingüísticos, fonéticos, el quiebre de cierta verosimilitud en el uso de la palabra en algunos personajes, algo que era sagrado en el teatro. Creo que hemos pasado por un valle, el del realismo naturalista, y estamos subiendo de nuevo por el otro lado a ese lugar, que es el lugar de la palabra como materia. En ese sentido, también hay que crear un nuevo público. Marx dice: el arte no solo crea un objeto para un sujeto sino que crea un sujeto para un objeto. El teatro crea nuevas subjetividades por completo, eso es lo interesante del teatro hoy.
¿Se puede pensar en la vuelta a un público popular como alguna vez tuvo el teatro?
Ciertos mecanismos de la producción lo vuelven inevitablemente un acto para pocos. Al no existir las grandes salas, no existen los grandes públicos. El trabajo artesanal del teatro es un trabajo muy extenso, crea una serie de requerimientos que no lo vuelven naturalmente popular. Por un lado, es una pérdida y, por otro lado, es lo que le va a permitir perpetuarse: haber encontrado la medida. Si requiere de los grandes públicos, va a ser un fracaso y, en algún momento, va a desaparecer.
No obstante, en un ensayo usted sostiene que el teatro puede volver a su esencia gracias a la aparición y auge de otros medios…
La esencia sigue siendo la misma: un ritual de violencia representado por un actor en estado sagrado de transformación, una emoción atravesando un espacio iluminado. Lo que cambia es la manifestación de esa esencia. Ante esta aparición interminable y cada vez más vertiginosa de nuevos soportes digitales, el teatro, como es el non plus ultra, es decir, no hay nada más allá de él, se puede mantener absolutamente fiel a ciertas cosas. Mientras que todos los soportes caducan cada dos años, lo único que tiene que hacer el teatro es adaptarse y buscar nuevas formas y nuevas convenciones. Sabe, sin embargo, que tiene garantizada la supervivencia porque es el grado cero. ~