¿Se construye Europa bebiendo pintas en bares universitarios del norte de Inglaterra? No era una pregunta que nos planteáramos los estudiantes europeos reunidos a mediados de los noventa en el Resnikov, el vetusto pub de la Universidad de Hull. Éramos bastantes: el Reino Unido de los noventa ya era el mayor receptor de estudiantes del programa Erasmus (hasta 30.000 al año en los últimos tiempos), y además acogía generosamente a cuanto estudiante europeo se matriculase en sus universidades. Como no había tasas para los estudiantes británicos, en virtud del derecho comunitario, tampoco para los europeos.
Así llegué a Hull en 1994, una ciudad mediana del norte de Inglaterra con una universidad de “ladrillo rojo”, creada en los años cincuenta, pero de buen nivel académico y tan acogedora y amigable como se pueda imaginar. Pronto descubrí las delicias del chip butty (un sándwich de patatas fritas), la importancia de los grados de la cerveza (reflejados en el precio) y la diferencia entre un korma y un phaal (no recomiendo el phaal). Para no hacer el ridículo con los ingleses tuve que averiguar discretamente dónde estaba Magaluf, lugar del que jamás había oído hablar, y comprobé sorprendido el odio que inspiraba en esa zona pesquera, y en fuerte declive industrial desde los años sesenta, la figura del Spanish trawler, el pesquero español que amparado por la UE dominaba presuntamente sus aguas como una nueva Armada.
La Unión Europea apenas aparecía en el diario local, el Hull Daily Mail, si no era para ser ridiculizada por la regulación del tamaño de los plátanos o de la talla de los condones italianos, o criticada por algún revés padecido por el Reino Unido, pese a que la región recibía ayudas importantes de los fondos europeos. Cuatro años allí dieron para conocer a muchos Erasmus españoles y de otros países, pero también a muchos británicos, con sus pequeños vicios y sus grandes virtudes: incluso votaron a un europeo como presidente de su sindicato de estudiantes.
Quizá por eso, veinte años más tarde el Brexit era una posibilidad inquietante y era imposible no contemplar con preocupación el referéndum convocado por David Cameron acerca de la relación del Reino Unido con la Unión Europea. Envalentonado tras la exitosa consulta sobre la independencia escocesa, el primer ministro británico decidió coger el toro europeo por los cuernos. Pero bastaba con conocer algo el país, más allá de Londres con sus pompas y sus obras, una capital mundial tan cosmopolita como desarraigada, tan próspera como despreciada, para recordar lo mal que acabó el primer juego de un toro con Europa. En Hull, los brexiteers obtuvieron el 67,6% de los votos.
La mañana después del referéndum, el 24 de junio de 2016, desaparecieron muchas certezas, se confirmó la existencia de cámaras de eco y filtros burbuja (“¿cómo puede haber tantos británicos a favor del Brexit si no conozco a ninguno?”) y se dio por inaugurada la racha triunfal del populismo en Occidente. Lo que no ocurrió esa mañana, ni la mañana siguiente, ni ha terminado del todo hasta el 31 de diciembre pasado, es el Brexit en sí, un proceso tan complejo y traumático que ha estado a punto de reventar las costuras del sistema político británico y su constitución no escrita.
El Reino Unido salió oficialmente de la Unión el 31 de enero de 2020, pero han sido necesarios once meses más para cerrar el acuerdo que regirá a partir de ahora las relaciones entre Londres y Bruselas. En total, 1650 días desde el voto, dos elecciones generales y tres primeros ministros: Cameron, que dimitió esa misma mañana, Theresa May, que sufrió durante tres años, y el pintoresco Boris Johnson, cuyo padre fue uno de los primeros europarlamentarios británicos y que como corresponsal del Daily Telegraph en Bruselas en los primeros noventa alimentó con fruición el euroescepticismo de sus compatriotas a base de plátanos y condones.
Establecer las causas de esa decisión será un excelente ejercicio para futuros estudios de historia contemporánea, pero ahora quizá sea más útil pensar en las consecuencias. Hay primero una cuestión clave que el último acuerdo certifica: la Unión Europea es un club que sus miembros pueden abandonar. Para una institución que dice regirse por métodos exclusivamente democráticos, pero con una relación compleja con el apoyo popular, hubiera sido dramático lo contrario. Dado que un miembro se puede ir, la pertenencia es voluntaria. Esa es una excelente noticia. Además, frente a otras posibles bajas, ha quedado clara otra cosa: las condiciones de la salida han de ser acordadas. Un país no se puede ir y decidir cómo lo hace. Así, el proceso recuerda a la famosa sentencia del Tribunal Supremo de Canadá sobre la secesión de Quebec: se puede votar unilateralmente por la independencia, pero no se puede decidir unilateralmente los términos en que se produce.
En un análisis rápido, cabe decir que el Brexit ha servido para unir a Europa y para fraccionar el Reino Unido. Durante las interminables negociaciones el frente negociador europeo se ha mostrado sólido y sin fisuras. Enfrente, el espectáculo de la clase política británica, desde el asesinato de la diputada laborista Jo Cox una semana antes del voto hasta el colapso circulatorio la semana antes del acuerdo final, ha sido un baño de agua fría para la anglofilia mundial. Los jóvenes y las zonas urbanas, Escocia, Irlanda del Norte y hasta Gibraltar (con más de un 90% de apoyo a la UE) perdieron ante los mayores y la Inglaterra rural. Esas heridas tardarán en sanar.
Sin olvidar el papel que jugaron la manipulación y la mentira. Y cómo el único líder europeísta que ha tenido el Reino Unido se convirtió en un activo tóxico por su papel en la guerra de Irak. “Os sentáis junto a la bandera de nuestro país pero no defendéis nuestros intereses. Estamos en 2005, no en 1945. Ya no luchamos entre nosotros. Estos son nuestros socios, nuestros colegas, y nuestro futuro está en Europa”, replicó entre vítores Tony Blair a Nigel Farage en el Parlamento Europeo en 2005. Un gran discurso, pero al final se impuso la media sonrisa del líder euroescéptico. Los remainers ya descartan ser rejoiners, igual que el Partido Laborista descarta luchar por recuperar la libre circulación de personas: “No vamos a poder renegociar un acuerdo tan complejo” admitió su líder Keir Stamer. Esta será la nueva normalidad.
Al otro lado del Canal, esta normalidad tiene sus ventajas. Con el Reino Unido dentro hubiera sido muy complicado que la UE fuera mucho más allá de ser una gran zona de libre cambio. Incluso cabe dudar de que el reciente paquete de ayudas por la pandemia y los pasos dados por Alemania hubieran ocurrido con Londres sentado a la mesa. Pero aun así perdemos todos. La UE pierde una parte sustancial de sus capacidades de defensa y de inteligencia, una inmensa capacidad de proyección de poder blando, desde la Premier al Big Ben, y uno de sus pocos miembros con presencia global. Sin el paraguas que los británicos ofrecían a los euroescépticos del este, su comportamiento futuro es una incógnita preocupante. Dentro de la Unión, España es el país más perjudicado económicamente por el divorcio (el peor parado con mucho es el Reino Unido), en buena medida por el peso del turismo británico –reflejado hasta en el programa Erasmus, ya que España era el destino más popular para los estudiantes británicos.
Probablemente la retirada de ese programa de intercambio de estudiantes, uno de los más exitosos de la UE, sea simbólicamente la más dolorosa. El propio Erasmo estuvo en la Universidad de Oxford, donde conoció a su maestro John Colet, y fue brevemente profesor en Cambridge. En Inglaterra escribió su Elogio de la locura. Desde el próximo curso los jóvenes ingleses no podrán estudiar en las universidades continentales, aisladas por la niebla, ni las universidades británicas acoger a estudiantes europeos. Una decisión del gobierno de Johnson que Michel Barnier, el negociador de la UE, lamentó, y que la primera ministra escocesa, Nicola Sturgeon, calificó de “vandalismo cultural”.
Es una concepción extraña de soberanía la del país que aboga por empobrecerse a sí mismo. Quizá sea la derivada inevitable del nacionalismo inglés, uno de los pocos que aún tiene buena fama por su “mejor hora” bajo las bombas del Blitz. Pero tras Boadicea, Agincourt, Waterloo o la batalla de Inglaterra, en un mundo global donde no abundan los enemigos asequibles, ha acabado como todos los nacionalismos; girando sobre sí mismo y engullendo la nación que como Farage decía defender. Ahora ya sí que será imposible construir Europa bebiendo pintas, quizá por eso lo prohíbe Johnson. ~
Miguel Aguilar (Madrid, 1976) es director editorial de Debate, Taurus y Literatura Random House.