Hace diez años, el 15M abrió una brevísima (y quizá demasiado frívola e ingenua) ventana de oportunidad para el reformismo en España. Aunque el movimiento sirvió como un paraguas muy amplio de diversas demandas, supo construir una especie de consenso sobre la corrupción en España. O, al menos, consiguió determinar algo innegable: existía corrupción en España y todos estábamos de acuerdo. Esta corrupción no era solo la simple malversación de dinero público sino algo más amplio: la endogamia, el nepotismo, el favoritismo,el clientelismo, la captura de rentas, el capitalismo de amiguetes… En eso estaba de acuerdo la gran mayoría de la población, de manera más o menos informada.
Sobre esa ola, dos partidos surgieron para recoger ese descontento: Podemos y Ciudadanos. Hoy, ambos tienen escasa relevancia. Ciudadanos tiene 10 diputados y un perfil ideológico poco claro tras su intento de dar el sorpasso al PP. Se ha convertido en un partido respetable para gente que nunca lo votaría. Podemos, por su parte, tiene 35 diputados. Se ha convertido en la muleta del PSOE y ni sus pataletas dentro del gobierno de coalición ni sus intentos por conservar su identidad radical de izquierdas consiguen ocultar su institucionalización y esclerosis.
El reformismo hoy está muerto. No es que llegara a estar realmente vivo. Sin embargo, durante algunos años, los intelectuales, politólogos y comentaristas de la política española discutieron sobre reformas institucionales, incentivos, transparencia y contrapesos. Hubo una especie de ola liberal, entendido el liberalismo como el control del poder. Es indudable que era consecuencia de la Gran Recesión. Hace diez años, el país estaba al borde de la quiebra, existía un miedo a un rescate soberano y a los tecnócratas y “hombres de negro” de la UE. Aunque muchos reformistas de entonces querían profundizar en las mismas recetas que llevaron al capitalismo europeo a la crisis, otros aprovecharon la situación para señalar deficiencias estructurales importantes en España.
Durante los años de Rajoy, el reformismo conservó cierto atractivo. Había casos de corrupción que afectaban al gobierno. Pero después de la victoria de Pedro Sánchez en 2018 tras una moción de censura, motivada precisamente por la corrupción del PP, la corrupción desapareció de España. Inmediatamente se extendió el siguiente axioma: Pedro Sánchez, al derrotar a Rajoy, derrotó la corrupción. A partir de entonces, los problemas de España serían otros.
Con su estrategia de guerrilla psicológica y anulación cultural del adversario (y tanto Cs como Podemos son víctimas de eso), Pedro Sánchez consiguió neutralizar el discurso reformista. El reformismo era él, que venció al presidente corrupto. Logró cooptar rápidamente a aquellos que criticaban la corrupción años atrás y construyó un discurso de renovación exclusivamente estético: al presidente le quedaban bien los trajes, iba guapo a las cumbres del Eurogrupo, y hablaba inglés y también un lenguaje de modernidad y vanguardia. Los años oscuros de corrupción quedaban atrás. Igual que durante la pandemia se escudó en la ciencia para defender decisiones políticas (si te comprometes con la Ciencia ya no necesitas seguir el método científico), tras 2018 se escudó en un discurso de reformismo moral que le permitió salvarse de ser realmente reformista. Era el gobierno de la “dignidad”.
Hay varios ejemplos. Está el nombramiento de su ex ministra de justicia como fiscal general. Los años de interinidad en RTVE y su posterior reparto. Lo mismo con el CGPJ (en ambos casos ayudado por el PP). La colocación de afines en empresas estatales o con participación estatal. El abuso de los decretos leyes. El reparto clientelar de los fondos europeos (el Consejo de Estado ha denunciado “la eliminación o modulación de mecanismos de control”). Los incumplimientos constantes de la Ley de Transparencia, como ha denunciado en varias ocasiones la organización Civio. Las puertas giratorias constantes entre el periodismo y la política (en el gobierno, por ejemplo, el secretario de Estado de comunicación fue hasta 2018 presentador de noticias en la cadena Cuatro).
El PSOE no es obviamente el único partido así. Estas semanas, con la renovación de RTVE y el CGPJ, desde el PP a ERC se han sumado al reparto por miedo a perder relevancia. Hace diez años, algún politólogo mencionaría que el problema es de incentivos. Hoy, el reparto de cromos se cubre como un deporte más.
Pero sí que hay algo novedoso en el antirreformismo sanchista. En primer lugar, es más explícito y sin complejos que otros gobiernos. Nunca antes un presidente había colocado a su ministra de justicia como fiscal (semanas antes dijo en la radio: “¿La fiscalía de quién depende? ¿De quién depende?”). En segundo lugar, su imagen de competencia ha ahogado el debate sobre la corrupción. Consciente de que las democracias contemporáneas son exclusivamente democracias mediáticas o de audiencia, el presidente habla de modernidad y progreso mientras afianza las características antimodernas del sistema español: el nepotismo, el clientelismo, el capitalismo de amiguetes. El presidente sabe que la rendición de cuentas es una idea anticuada. Hoy, con la izquierda en el gobierno y el reformismo muerto, el desencanto con el sistema se vertebra solo a través de Vox, que es lo que siempre buscó Pedro Sánchez.
Ricardo Dudda (Madrid, 1992) es periodista y miembro de la redacción de Letras Libres. Es autor de 'Mi padre alemán' (Libros del Asteroide, 2023).