Entrevista a González Sainz. “Nos seguiremos defendiendo del uso torticero del lenguaje con el lenguaje mismo ”

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González Sainz (Soria, 1956) ha publicado libros de relatos como Los encuentros y El viento y las hojas y novelas como Un mundo exasperado, Volver al mundo y Ojos que no ven. Su obra más reciente es El arte de la fuga (Anagrama), la primera parte de La vida pequeña. Se trata de un libro reflexivo, narrativo y poético al mismo tiempo, que tiene algo de meditación sobre el ruido y la velocidad y de reivindicación de la atención: a lo que tenemos delante, a lo cercano, a las palabras.

El arte de la fuga es la primera entrega de un proyecto titulado La vida pequeña. ¿Cómo nace ese proyecto y en qué consiste?

Tal vez, como toda obra literaria que se precie de tal, es sobre todo una búsqueda, una meditación, una búsqueda meditativa literaria y vital y su consiguiente y necesario fracaso. Obedece a algo así como a una urgente necesidad de reconsideración a fondo de la vida personal y colectiva. Llevamos unas existencias atropelladas a más no poder y a veces conviene pararse y mirar a ver, emplearse a fondo en una operación de reconsideración de los modos y los motivos por los que hacemos lo que hacemos. Toda obra literaria es de todas formas una tentativa de que el naufragio sobrevenga un poco más allá y en una dirección de prueba algo distinta a la de la última vez. Si no fracasáramos ya estaría todo dicho, y apaga y vámonos. Así que yo diría que La vida pequeña es una indagación en la que quien escribe se pone en juego y a prueba al poner en juego y a prueba tanto a la escritura y al lenguaje en los que se emplea como a las (demás) cosas de la vida que le parecen esenciales. En realidad, no sé cuántos años llevaré con esta escritura, tal vez diez; hay un texto inicial, de unos tres o cuatro años de trabajo, todavía en mis años de Trieste, en el que no me pareció que hubiera encontrado suficientemente unas líneas de fluencia de fondo, y ahí se ha quedado. Luego, de vuelta ya en España, volví a la carga, y ahí sí que pensé haber dado por fin en el clavo que me importaba. Quedan en el ordenador más de ochocientas páginas que a ver si soy capaz de reducir a menos de la mitad y reescribir y montar como es debido…

Habla de la huida, de la fuga, de cierto apartamiento. Y en el libro hay casos como los de Rousseau, Montaigne. Pero a la vez parece que es una huida para estar más presente de alguna manera. Uno de los temas del libro es la crítica a la aceleración, que se presenta como una forma de distracción, un “vivir sin darse cuenta”. También una defensa de la atención: a las cosas que tenemos delante, a nuestra propia vida.

Sí, el “clavo” del que acabo de hablar es la búsqueda de realidad, del don de la realidad, de eso que a lo mejor no existe en el fondo más que como búsqueda y que llamo búsqueda de cosa, de presencia, de atención… O dicho de otro modo: los intentos de huir de la fantasmagoría elevada a la enésima potencia en la que vivimos tan campantes, como sobrevolando siempre todo y metiendo mucho ruido como un helicóptero. Vamos como helicópteros por ahí. Pero fíjate que digo siempre búsqueda, intento, ensayo narrativo… Hombre, fantasmas, bastante fantasmas siempre hemos sido los hombres; tenemos un no sé qué de fantasmal que siempre va con nosotros allá donde vayamos. En buena medida es lo que hay y hasta puede que esté bien, digo “puede” y “en buena medida”: que las cosas sean también su imagen; que las palabras, su efecto, o el tiempo algo que se agenda o se calendariza, como se dice con esas palabras con las que decimos ahora algunas cosas y que, más que palabras, parecen un dolor de muelas. Pero me pica que la medida, la buena medida, ya se ha ido a hacer puñetas y nuestra vasija se ha roto en mil añicos y ya no sabemos ni nos importa qué es verdad ni qué mentira, qué es real o consistente y qué monserga, filfa, falacia, musarañas y todo eso, qué es bello y qué no: qué vale la pena, qué tiene valor en la vida. Como náufragos que no sabemos que lo somos, me da que necesitamos nadar hasta una costa o una barca o tabla cuanto antes. Que necesitamos, por lo menos en perspectiva, tierra, madera, suelo, flote, presencia de las cosas y los hechos presentes en cada ahora. No más distracción aún sino atención, no más ruido sino silencio, no más barullo sino presencia. Por lo menos es lo que a mí me parece, no sé, pero es una búsqueda sin fin porque nuestro mundo es la máquina más formidable de dar gato por liebre (en lenguaje ahora popular, de dar por culo) que hubiéramos podido imaginar, y no por falta de liebres, sino por sobra de ganas de engañar y de engañarnos. Nos encanta engañarnos, nos pirra que nos engañen. Eso lo saben muy bien nuestros gobernantes, o posgobernantes; a veces parece que es lo único que saben algunos de ellos.

En La vida pequeña, a veces de forma concienzuda y otras humorística, se da cuenta de varios intentos de huida propios del narrador o de otros escritores digamos que de la familia y se tematiza la fuga como uno de los grandes temas, necesidades o incluso señuelos de la humanidad. Hombre, para huir no hace falta irse a Marte en un cohete; basta con intentar huir a la realidad de cada instante, como se dice en el libro. Claro que eso puede ser más difícil que irse en cohete a la estratosfera; puede que, en nuestra época, hasta esté más lejos. A su vez, el “arte de la fuga” es no solo la materia sino la forma de composición del texto, una secuencia estructural de matices, desarrollos y retornos de temas y motivos en una especie de música.

Qué difícil es mirar, dice, citando a Peter Handke. ¿Por qué lo es?

Supongo que porque no miramos en realidad, o porque no miramos bien, porque no sabemos mirar o no valemos mirar. A veces es que no podemos, como en las épocas en que no había sensibilidad ni palabras para el paisaje porque bastante tenían con trabajar la tierra. La historia del arte tenía que ser también una historia del aprendizaje de la mirada y a veces parece una historia de la presunción de la mirada. Ahora, eso que se llama la gente o la mayor parte de la gente tiene los ojos hechos a las pantallas, a la velocidad y el chisporroteo de la cantidad y el efectismo de las pantallas de televisión y de móvil, de esos teletodo que llevan a todo y para todo. ¿Qué va a ver cuando está delante de algo más que la falta de todo eso? Tienen ante sus ojos tintados (tintados del binarismo guay/puta mierda; fascinante/odioso; cómplices/enemigos) una cosa y no la ven ni la quieren conocer, solo ven su pasionalidad de pacotilla ante ella, es decir, solo se ven, tuertos, a sí mismos. Cuánta gente no tiene ojos para las cosas ni para los hechos, para las maravillas ni para los destrozos; van a todas partes pero no ven nada, fotos cuando más, su sistema previo de interpretación y connotación cada vez más atolondradamente adolescente. Devastada la mirada por la publicidad, la costumbre de no ver y el ansia, qué vamos a hacer. Aprender, dirían los maestros del mirar como Handke. Pero ese aprendizaje es efectivamente difícil porque antes hay que desaprender mucho, que limpiar. Y si no sabemos ver, cómo vamos a dar valor, a apreciar, a distinguir, a teorizar luego, que quiere decir lo mismo.

Hay una preocupación por el lenguaje, en la forma y como tema. Muchas veces salen palabras cercanas, sinónimos. Volver a las cosas, dice, y eso tiene algo de volver a las palabras, a las no demasiado trilladas. Hay una especie de reivindicación de la riqueza de la lengua, de su variedad (con rescates o casi rescates, como la palabra “cabal”), y un alejamiento de las expresiones más tópicas, más periodísticas. Emplea muchas palabras sacadas de la tradición literaria pero también muchas expresiones populares, coloquiales, a menudo con una conexión con lo que se decía en su infancia, en su casa.

Sí, en efecto. Pero si no nos preocupamos los escritores a fondo del lenguaje, quién se va a preocupar. ¿Los comunicadores?, ¿quienes se ocupan de banalizar, acartonar, agusanar e instrumentalizar el lenguaje? El gran engranaje de la comunicación (que incluye a la política y no al revés) a veces me parece una especie de parasitación permanente de las palabras. Somos lenguaje, somos lo que hablamos y lo que escuchamos y el modo de hablar y escuchar y la veracidad y pujanza de significación de todo ello. Nuestro modo chapucero y torticero de hablar y escuchar y significar adolece hoy de una irresponsable falta de sostenibilidad (esa palabra que es ahora como un caramelo de grandes dimensiones en la boca de tanta gente) que no puede traer aparejado nada bueno. Por lo demás, a mí me gustan las palabras, la viejas mucho, y las nuevas también, me paro asombrado, como si fuera la primera vez, cada dos por tres ante muchas de ellas en los libros, en las conversaciones que me gusta sorprender, y me digo que qué maravilla, que hay que ver lo que da de sí una palabra, el mundo que abre cada una de ellas. También me doy trompazos con esas que he dicho que son auténticos dolores de barriga. Me pregunto que por qué se usan, que por qué no otras, y que por qué cualquiera de ellas, las mejores y más significativas, nos las pueden sisar los comunicadores y los publicistas, y no digo ya los políticos con mayor vocación de tiranos (vocación hoy peligrosamente al alza), para volverlas del revés y hacer de las suyas. En nombre de todas las palabras más hermosas y poderosas (la libertad, el bien común, la verdad, el pueblo, Dios, el hombre…) se han cometido carretadas de atrocidades. Y supongo que alguna de las palabras o razones en que más me empleo o ante las que más me detengo en La vida pequeña correrán también suerte adversa y serán utilizadas para lo contrario de lo que pretenden obrar en el libro. Pero nos seguiremos defendiendo de ese uso torticero del lenguaje con el lenguaje mismo, esa es otra maravilla del lenguaje, nos seguiremos escabullendo, regateando, razonando, imaginando, discurriendo, volviendo a por otras palabras, otros significados, a recordarlos, a abrirlos…

Acabo con esto: el que los hablantes de la lengua española nos estemos haciendo a decir palabras como “podcast”, que casi necesitamos ir al dentista para decirla, o “gamificación” o “gentrificación” o cualquiera de esas con las que rendimos pleitesía al papanatismo de nuestra época y nuestros países es buen índice de nuestro nivel en el mundo.

“Una inercia de cinismo y desfachatez, de atolondramiento y politiquería nos ha llevado a olvidar el valor de las cosas en sí y ha desdibujado y apagado los hechos a medida que encendía más y más reflectores y pantallas para mostrarlos y comunicarlos, le ha ido quitando color a la vida a medida que lo llenaba todo por todas partes de colorines y quitándole sabor a medida que le iba añadiendo saborizantes, quitando enjundia, fuste, chispa. Gracia.” ¿Cuándo diría que sucedió eso y a qué se debe?

Probablemente siempre esté pasando eso o pugnando por pasar. Pero hoy, desde principios de los setenta del pasado siglo, por decir algo que yo haya detectado en mi vida, y como consecuencia de varios procesos confluyentes, tecnológicos y de costumbres, es mucho más acuciante, agobiante ya, y en nuestros días, tras la actual fulminante revolución tecnológica, abrumador. Se nos va la vida en chorradas; por el desagüe del fregadero de la estupidez. Las máquinas nos tendrían que haber ahorrado inmensas cantidades de tiempo para emplearlo no en deslomarnos como antes sino en vivir bien, mejor con nosotros, con los demás y con la tierra que nos sustenta, pero al mismo tiempo parece también que no nos aprovecha porque hemos perdido, o no hemos encontrado, la noción del bien vivir y andamos lo más de nuestros santos días con idolatrías, irresponsabilidades adolescentes o necedades de señoritos relamidos e insolentes. Vivir para verlo, hubieran dicho seguramente mis abuelos, que sí se deslomaron aún.

Ninguna época parece librarse de sus “sermones y sermonarios”, de sus “tonos, tretas y temas”, escribe. ¿Cuáles son los de la nuestra?

Probablemente todos los arbitrados para que, parafraseando a Machado, el hombre al uso sepa su doctrina. Todos aquellos que, en lugar de contribuir a crear conciencia, responsabilidad, amor a la verdad o el conocimiento, a la justicia, la prudencia, a madurar el juicio, a ir elaborando criterio, capacidad de lectura, de mirada, de distinción…, alientan en cambio al adoctrinamiento, a saberse la doctrina, a las creencias, al apisonamiento ideológico de los hechos, a la frivolidad, a los prejuicios, a los resortes emocionales soberanos y anteriores a toda racionalidad, a toda verificabilidad; los que ponen las rivalidades de clan o partido antes que nada. Hoy los predicadores de antaño se llaman comunicadores, o incluso profesores, y el púlpito que antes se oía una vez a la semana ahora son las pantallas ante las que estamos rendidos buena parte del día. Las grandes estructuras de comunicación se emplean a fondo en captar conciencias, en hacerse con ellas y capturarlas y mangonearlas. Dentro de esas estructuras están también en buena parte las universidades de letras y pedagogías, no se vaya a creer que no, cuyo fracaso es morrocotudo y ruidoso pero, como todo ruido, no se oye por los oídos sordos que han fabricado.

¿Qué es la alegría de la realidad?

Supongo que podemos verla como algo así como la fuerza que es posible sacar a veces del sentimiento de plenitud de lo real, de lo de ahí ahora, o más bien de una determinada relación con lo real, una relación amorosa, de aprecio por lo menos, de acogimiento, de juntura con ello. Es una fuerza, un poder, en palabras de Clement Rosset, la fuerza mayor. Pero también es una búsqueda, de nuevo literaria y vital, y dicho así en píldoras me huelo un poco a recetario.

Lo esencial es lo preposicional, escribe. ¿Qué significa?

Déjame decir que una cosa es esencialmente sus preposiciones, sus circunstancias si quieres, su en dónde, su con quién, con qué, por qué, para qué, su según… Las preposiciones son lo primero que tiembla cuando empiezas a no estar seguro de tu lengua; no es simple olvido de palabras, es temblor.

El arte de la fuga lleva a otras lecturas, a otros escritores. En el libro aparecen muchos autores, algunos que serían intelectuales más o menos clásicos, otros que no cultivaban tanto esa parte pública. ¿Por qué son importantes en el libro Handke, Rousseau, Weil, Machado o Montaigne y en qué medida ha querido hacer un libro de libros?

Sí, me he dado cuenta de que también puede considerarse así, un libro de libros, un mapa de lecturas, o más bien un libro de compañeros, de quienes me acompañan más ahora o lo hacen desde hace muchos años, de quienes conmigo van o yo con ellos. Faltan muchos, claro, y alguna ausencia es a lo mejor porque aparecerá más tarde. Otros, como Rousseau o Thoreau, están traídos más por la temática. Uno, el narrador, el comentador a veces de textos escritos o de texturas de vida experimentadas, es también los libros que mejor sabe leer o da en leer más a menudo, las compañías que frecuenta y de las que aprende o quiere aprender, las que mejor le parece que se plantean algunas cosas o le dan más que pensar. Son sintonías a veces internas, profundas no sabe uno por qué, a veces del momento. No nos damos cuenta de la maravilla que es que podamos contar con tantos buenos libros, que su alimento esté tan al alcance a diario.

La figura del que se aparta es seductora, como explica, y tiene una tradición literaria. A veces tiene algo de coquetería y puede incurrir en contradicción: la del que cree que está por encima del ruido de los otros, y cuenta que elige el silencio, como si él mismo no contribuyera a esa algarabía al decirlo. ¿Esa posibilidad es algo que le preocupa?

Por supuesto, así es. O eso cabe. Todo es una puñetera contradicción; cuando vas a un sitio y te lo estropea la mucha gente, tú también formas parte para el otro de la mucha gente que estropea. Apartarse puede ser un hecho o bien una perspectiva o un carácter o una necesidad… Te apartas porque detestas, pero también porque amas, para detestar más a tus anchas o bien para amar más a tus anchas; los apartadizos somos además quizá los que más amamos a las personas o bien lo mejor de las personas y, como no lo encontramos de continuo o bien encontramos justamente lo contrario, lo peor de estar juntos, pues ahuecamos el ala muy a gusto. Ya ves qué barbaridad, amar a la gente, hay que ser literalmente bárbaros, de fuera del imperio imperante, para hacer eso hoy en día.

Ni que decir tiene, por otra parte, que esa pulsión o vocación o necesidad de huida nada tiene que ver con estar por encima de los acontecimientos o el barro de los días ni en una torre de marfil ni nada de eso. Uno puede estar hasta el gorro y con ganas de estar más solo que la una muchas veces o de vivir más retirado o en pequeño, pero eso no quita para nada para que pueda estar a la vez en la brega civil siempre que haga falta o que siempre hace falta.

El libro puede parecer un poco melancólico. Pero también es vitalista: “Todo instante es un hallazgo, un tesoro de la atención despejada, un milagro de la dignidad de paciencia.” También tiene humor, a veces escatológico: por ejemplo, pienso en la escena de la playa o en la escucha del origen del mundo.

Sí, esas escenas parece que gustan y se ríe uno, pero, como a lo mejor toda risa verdadera, vienen de unas quiebras existenciales o lingüísticas profundas; como se sabe, la risa y el llanto tienen difíciles líneas de demarcación y en los territorios que comparten o en los que entran en liza pasándose de un bando a otro, de la risa al llanto y del llanto a la risa, se ha edificado buena parte de la mejor literatura. En La vida pequeña esas escenas descargan también la tensión de la lectura, aportan otra perspectiva, otro humor. Los registros he buscado que sean muchos, como para un caleidoscopio de piezas que se reflejan, desde el apocalíptico (cómo no va a ver uno la extrema soplapollez de muchas de nuestras costumbres e ideas actuales: son inmensos continentes de plásticos cubriéndolo todo) al humorístico, desde el más reflexivo al que sale más narrado de los adentros existenciales y desde el vitalista y afirmativo al melancólico. Pero la melancolía, cuando no es dolencia profunda, puede dar una serenidad rara, como de después de una batalla, como de después de la cólera y la acción, y se ven cosas. Por lo menos eso me parece. En general, el libro se juega en un campo de juego literario, pero por las bandas muchas veces, echando balones fuera y hasta jugando fuera con la complacencia del árbitro, que también juega. ~

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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