Entrevista a Georges Bensoussan. “El conflicto Israel-Palestina tiene una dimensión antropológica pocas veces vista”

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Georges Bensoussan (Marruecos, 1952) se ha especializado en la historia cultural de Europa en los siglos XIX y XX y del mundo judío. Su obra está especialmente dedicada al antisemitismo, la Shoah, el sionismo y los vínculos entre historia y memoria. Es redactor en jefe de la Revue d’Histoire de la Shoah y director editorial del Mémorial de la Shoah en París. A lo largo de sus investigaciones intenta colocar la Shoah en la historia global del mundo y de Occidente mostrando que es un resultado y no una anomalía.

La profunda necesidad del diálogo con él surge al observar el proceder masivo de la doxa dominante del periodismo en varios países, es decir, la condena a Israel, la diabolización de lo judío, junto a la glorificación de Hamas y la lucha palestina. Es bajo estos términos que se cubre el conflicto entre Israel y Palestina. Los años treinta se repiten, el terreno fértil preparado para que la opinión pública acepte, algún día, un nuevo genocidio. Por eso la urgencia de esta conversación, la urgencia por intentar salir de esta forma de pensar.

¿Cómo explica de manera simple el conflicto actual?

Hacer el esfuerzo de averiguarlo, de entender, es ir a los orígenes de un conflicto que se remonta al último tercio del siglo XIX. La inmediatez del presente no nos enseña nada: no explorar la génesis de esta tragedia es condenarnos a no entender nada y a repetir tópicos que nos reconfortan en la grata postura de “gente de bien”.

¿Por qué un conflicto de dimensiones tan modestas (la distancia entre el mar Mediterráneo y el río Jordán no supera los 70 km, y la población de Israel tiene menos habitantes que la región parisina) no se ha resuelto en más de un siglo?

Es un conflicto de muy baja letalidad en comparación con los de la segunda mitad del siglo XX (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, tragedias africanas con millones de muertos, Gran Hambruna, la Revolución Cultural en China, etc.). Y entonces, ¿por qué este conflicto se ha enquistado a pesar de las conferencias de paz y la firma de los Acuerdos de Oslo de 1993? Porque, más allá de sus aspectos políticos y geográficos (la delimitación de las fronteras, las cuestiones de los refugiados, Jerusalén, los asentamientos en Cisjordania, etc.), este conflicto tiene como un núcleo irreductible una dimensión antropológica pocas veces vista. Es, para empezar, la que enfrenta al islam con los judíos contra los que las suras medinenses del Corán (su parte más reciente) multiplican las maldiciones, esos Banu Israel que alguna vez fueron alabados y a los que Dios entregó la tierra de Eretz Israel. ¿Cómo pudo este “pueblo fantasma” (la fórmula es de León Pinsker), esparcido por el mundo, volver a esta tierra cuando, después de haber traicionado sus Escrituras y a sus profetas, Dios le quitó la elección para atribuirla a los musulmanes? Si los judíos regresan a la tierra de Israel, el Corán, la palabra de Dios, que nada ni nadie puede cambiar, se pone en duda y, de acuerdo con este esquema, el Estado de Israel resuena como un cuestionamiento al texto sagrado.

En segundo lugar, el islam no concibe la igualdad entre musulmanes y no musulmanes, solo relaciones de subordinación. Y en la cosmovisión musulmana judíos y cristianos son considerados como protegidos, es decir, sumisos que tienen derecho a vivir a condición de que acepten su estatus de inferioridad. Que estos sumisos se rebelen contra su amo y pretendan construir un Estado-nación (en una tierra considerada musulmana desde la eternidad) constituye una revuelta contra la condición judía en la tierra del islam codificada en el estatuto de dhimmi. Así, y esta no es la menor de las paradojas, el sionismo, ese movimiento europeo por la liberación del sujeto que nace en la Ilustración, entra en conflicto frontal contra la ley opresiva que el islam impone a los no musulmanes.

Quienes evocan el esquema del colonialismo en el sionismo, esa consigna que se vuelve cada vez más opaca a fuerza de asimilar diferentes situaciones, confunden colonización y colonialismo. La colonización es la instalación de una población en un territorio determinado. Cualquier movimiento migratorio puede ser un movimiento de colonización, como los griegos en el Mediterráneo antes de la era cristiana o los europeos en América, como las migraciones actuales que están cambiando el rostro demográfico de Europa en el siglo XXI. En ese sentido, sí, el sionismo es un movimiento de colonización. La historia del movimiento sionista en Eretz Israel (la palabra Palestina, impuesta por los romanos después de la revuelta judía, no existe en hebreo) hasta la creación del Estado en 1948 está marcada por la voluntad de construir un Estado autónomo, una sociedad sin relación de dominación con ningún mundo existente. Pero no tiene nada que ver con el colonialismo, una relación de poder ejercida sobre sujetos dominados (por ejemplo, el colonialismo francés en el Magreb). El objetivo del sionismo es constituir un Estado-nación judío (en el sentido de pueblo judío) junto al mundo árabe, y en oposición al colonialismo otomano antes de 1918 y al colonialismo inglés antes de 1948.

Contrariamente a como se razona hoy, perder una batalla no necesariamente te pone del lado de la justicia…

La victoria no es necesariamente el triunfo del Mal, la derrota no es necesariamente el aplastamiento del Bien. De lo contrario, en vista de su sufrimiento y sus ruinas, tendríamos que llorar por la suerte de los alemanes en 1945 y absolver el desastre nazi que los trajo hasta allí. Es por eso que, por extraño que suenen mis palabras en un contexto tan cargado de emociones, la moraleja aquí está del lado ganador. Al menos por un motivo: porque en un mundo donde los recursos están distribuidos de manera tan desigual, uno no puede, moralmente, disputar migajas de territorio contra quienes no tienen nada, cuando para uno mismo se tienen veintidós Estados que cubren varios millones de kilómetros cuadrados. En 1948, los judíos son el pueblo que pretende edificar su Estado sobre las ruinas de la antigua patria y que no tienen lugar en la tierra donde recostar la cabeza. Se les disputa migajas de territorio cuando se tiene un espacio que va desde las orillas del Atlántico hasta las fronteras árabe-persas. Tratar desde la igualdad con personas desiguales también es una forma perversa de injusticia.

¿Cómo explicar que Israel sistemáticamente permanece en el “lado malo, el bastardo” y los palestinos como víctimas? ¿Qué dispositivo mental o qué dispositivo político se pone en marcha y permite esta grilla de lectura ideológica en Europa y en otros lugares?

A fuerza de no razonar más en términos intelectuales (distinguiendo lo verdadero de lo falso) para razonar en términos de bien y de mal, el sufrimiento de la víctima deviene en el prisma de la verdad. A partir de entonces, la víctima se convierte en ese ser que en esencia siempre tiene razón. Y, por lo tanto, de nuevo, el más débil parece ser el más moral. Así se presentan los alemanes en 1945: como víctimas. Esto los exime de toda responsabilidad y los instala del lado del bien. A estos clichés se suma otra mitología. En las sociedades descristianizadas de Occidente somos ingenuos al considerar que la deserción de las iglesias implica que desaparecen los paradigmas culturales más antiguos. No es el caso en absoluto. Tanto para el mundo cristiano como para el mundo musulmán, el signo “judío resucitado” en forma de Estado-nación constituye algo impensado, si no impensable. Para las dos civilizaciones resultantes del monoteísmo judío, la restauración nacional judía es difícil de concebir. El antisionismo del Vaticano se expresó de esta manera desde los orígenes del movimiento sionista en 1897, y hubo que esperar hasta casi el quincuagésimo aniversario del Estado de Israel, en 1994, para que el Vaticano reconociera al Estado judío. El “regreso del espectro” saca a la luz a “el judío” como signo del origen. Un “origen” que podemos tolerar cuando se ha desvanecido y hemos tomado su lugar en el orden de la elección, pero que se vuelve insoportable cuando pretende restaurar su soberanía y existir en igualdad de condiciones (el Estado de Israel). Es por eso que, antes de 1945, en Europa, el antisionismo fue esencialmente de extrema derecha, con un epicentro en el Tercer Reich de Hitler, quien había jurado que no existiría nunca un Estado judío.

La destrucción de los judíos de Europa, obviamente, no es el primer genocidio en la historia de la humanidad. Sin embargo, marcó una cesura: un pueblo es eliminado de la faz de la tierra por una cuestión de principios. Ni razones económicas, ni razones territoriales, este pueblo condensa en sí mismo, a los ojos de sus asesinos, el principio del mal. Este crimen sin precedentes deja una mancha imborrable de culpa en la conciencia occidental. Sin embargo, el Estado de Israel no es un regalo que Europa les hizo a los judíos: “en compensación” por los crímenes cometidos. Es únicamente el resultado del proyecto sionista. Por lo tanto, casi todas las instituciones israelíes de la actualidad se crearon en la década de 1920, un cuarto de siglo antes del Holocausto. Desde la primera escuela secundaria hebrea (Herzliya) en Jaffa en 1906, hasta la Universidad Hebrea de Jerusalén en 1925, pasando por la creación de la Seguridad Social (Kupat Holim) y el primer gran sindicato (Histadrut), en 1920. Finalmente, es necesario recordarlo, y contrariamente a la creencia popular, el Ministerio de Relaciones Exteriores británico y el Departamento de Estado estadounidense hicieron todo lo posible para frenar cuatro veces entre 1947 y 1948 el nacimiento del Estado judío. Ya sea que hablemos de ello, o no, la Shoah constituye una carga de culpabilidad para las generaciones occidentales nacidas mucho después de la guerra. Como escribió Vladimir Jankélévitch en 1978 cuando hablaba “de la invisible mala conciencia de toda modernidad [que] pesa como un secreto abrumador sobre todos nuestros contemporáneos, lo sepan o no […] Es el secreto aterrador e indescriptible que todos llevan más o menos dentro de sí mismos”. Alimentado desde los años setenta por el despertar de la memoria judía, este sentimiento de culpa terminó dando la razón a este personaje judío de la película de Axel Corti quien, en 1942, le aseguró a un amigo sobre sus contemporáneos no judíos: “Ellos no nos perdonarán nunca el daño que nos hicieron.”

Esta frase condensa la culpa occidental actual…

Sí, y su giro hacia la agresión cuando el discurso de los descendientes de las víctimas (y en ocasiones su sola presencia) te recuerda la responsabilidad de los antepasados. Entonces es casi un regalo del cielo poder “demostrar” que Israel no es mejor con los árabes que el Reich nazi lo fue con los judíos. Si Israel es culpable, nosotros ya no lo somos, ni con él, ni con los judíos en general. Estamos en paz. Esta probablemente sea la raíz más profunda que explica la obsesión occidental por escudriñar el más mínimo “paso en falso” del Estado de Israel, una economía psíquica que a veces llega hasta colocar un signo de equivalencia entre la cruz esvástica y la estrella de David como queda demostrado, entre decenas de otros ejemplos, en las protestas pro-Palestina en Francia en 2014 y en 2021.

Desde los Padres de la Iglesia la economía psíquica del cristianismo reposa, enteramente, en la degradación de Israel, como se ve en tantas catedrales de Occidente, la estatua de la sinagoga con los ojos vendados, la cabeza inclinada y la lanza rota. Un ejército judío victorioso infligiría una negación mordaz a la imagen del judío atormentado y sufriente, enfermizo y cobarde, incapaz de defenderse a sí mismo ni a los suyos y contra quien todos eran libres de imponer su superioridad. Un poderoso ejército israelí es como una bofetada psíquica en la cara, tanto para el Occidente cristiano como para el Oriente árabe-musulmán. Estas raíces, a menudo inconscientes, hacen que el conflicto se vuelva bastante insoluble porque las palabras que podrían liberar no se han pronunciado teniendo en cuenta estas fuerzas subterráneas.

¿Qué rol juegan las izquierdas en la actualidad, o qué deriva sufrieron las izquierdas de hoy?

Una parte de la izquierda occidental hizo el duelo de los grandes mitos revolucionarios que colapsaron uno tras otro, desde el comunismo soviético hasta el comunismo chino. Por eso tuvo que encontrar un proletariado sustituto: era el inmigrante, el “migrante”, el musulmán, y en su centro la imagen del palestino derrotado (Nakba), la figura ideal de la víctima y, por lo tanto, del Bien. El palestino ha reemplazado al proletario, ángel caído de las sociedades de consumo. Por extensión, el islam, que gobierna la vida del individuo y tiene la intención de gobernar algún día el planeta entero, es percibido como la religión de los “dominados”. Así, la figura del palestino hoy se asemeja, por sucesivos desplazamientos, a la de Cristo crucificado y condenado a muerte por el mismo pueblo, por segunda vez. Y en la misma tierra: Jesús el Palestino, crucificado nuevamente por los “fariseos/sionistas”. Así se reactivan los mitos de la cristiandad como los mensajes antijudíos del Corán. Los paradigmas mentales de estos dos mundos se cristalizan contra este regreso de Israel, decretado como figura del mal. Esta dimensión antropológica nos permite comprender mejor por qué este conflicto sigue sin resolverse y despierta tanta pasión en Occidente. Es irresoluble, también porque despierta semejante pasión.

La guerra entre Israel y Hamas en el verano de 2014 provocó casi 1,200 víctimas. En Francia, el eco de este conflicto provocó un estallido de violencia y dio lugar a escenas de pogromos en París y sus suburbios. Desde 2011, la guerra civil en Siria ha dejado casi 400,000 muertos, 200,000 desaparecidos y más de 5 millones de personas desplazadas. En Francia, sin embargo, no hubo manifestaciones de repudio a gran escala, y mucho menos revueltas. Este doble rasero en la atención prestada a la cuestión de Palestina revela esta dimensión oculta e inconsciente, que es en definitiva una cuestión de antropología cultural.

¿Cómo podría repensarse este esquema mental o esta antropología cultural inconsciente?

Frente a tamañas expresiones de convicción (la convicción: ese enemigo de la verdad, decía Nietzsche) y frente al poco conocimiento, vale la pena recordar algunos elementos de la historia. El sionismo es un movimiento de descolonización porque la minoría judía en Palestina, que no ha dejado de existir desde la destrucción del Templo, despierta de forma nacional en torno al hebreo, que volvió a ser su lengua de instrucción y lengua materna hacia finales del siglo XIX. Los judíos no vienen del exterior como marcianos que llegaron a colonizar esta tierra. Siempre han vivido allí a pesar de que fueron minoría durante mucho tiempo. Están, fueron habitados por esta tierra como muestra la liturgia judía cuando se invoca a Jerusalén tres veces al día en oraciones, cuando cada boda judía en cualquier parte del mundo, y durante siglos, termina con el vidrio roto que simboliza la destrucción de Jerusalén y la recitación de las palabras del salmo: “Si me olvido de ti, Jerusalén, que mi mano derecha se olvide de mí, y se me seque la lengua en el paladar…”

La toponimia de esta tierra es hebrea porque es la toponimia del texto bíblico…

Sí, la toponimia de esta tierra es hebrea porque es la toponimia del texto bíblico, luego cubierta por la toponimia de los “invasores”. Por tanto, se trataba de un renacimiento nacional, no de una creación ex nihilo, y este movimiento independentista está en consonancia tanto con la independencia griega de 1830 como con el movimiento europeo de nacionalidades de mediados del siglo XIX. Se dice que el Estado de Israel se creó para sustituir al Estado árabe de Palestina. Sin embargo, este Estado nunca existió, y el propio nombre de Palestina (decretado por los romanos tras el aplastamiento de las grandes revueltas judías de los siglos I y II de nuestra era) solo se estableció después de la década de 1920. Cuando en noviembre de 1947 la ONU creó dos Estados en este territorio, uno judío y otro árabe, el Estado árabe nunca vio la luz. Fue absorbido por Jordania y Egipto en 1949. ¿Por qué no se creó este Estado, que hoy se reivindica como Israel, entre 1949 y 1967, cuando el Estado judío no ocupaba estas regiones? Cuando la nación judía forjó su conciencia nacional en torno a la lengua hebrea, se encontró con un rechazo árabe que no ofrecía ninguna perspectiva de compromiso. Entre 1918 y 1948, los dirigentes árabes de Palestina rechazaron todas las soluciones de partición, como si los judíos, al igual que una tribu esquimal, no tuvieran ninguna relación con este territorio. El caos actual es el resultado de este siglo de rechazo. Es el resultado de una visión del mundo que no deja espacio para la alteridad, un patrón similar a la visión del islam sobre los no musulmanes. Por lo tanto, la existencia del Estado de Israel se vive como un escándalo permanente y, haga lo que haga, su crimen es un crimen de nacimiento, su pecado original es ser; y nada, excepto su destrucción, puede redimirlo. Israel es un Estado de apartheid, la cantinela mortífera se repite: la minoría árabe de Israel, 160,000 habitantes en 1949 y casi dos millones en la actualidad, representa alrededor del 20% de su población. Los partisanos del “Israel racista” deberían preguntarse por la presencia de jueces árabes en el Tribunal Supremo israelí y de diputados árabes en la Knéset, el Parlamento israelí. ¿Cuántos diputados negros había en Sudáfrica durante la época del apartheid? Como deben preguntarse, en espejo, ¿dónde están las minorías judías en los países árabes? Desaparecieron entre 1945 y 1975, al final de una limpieza étnica que aún no tiene nombre. ¿Racismo, apartheid, discriminación, acoso, exilio forzoso, limpieza étnica? ¿Hacia dónde debemos mirar? ~

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Nació en Buenos Aires. Es escritora y dramaturga. Su primera novela, Matate, amor (Lengua de Trapo, 2012), fue nominada en su versión en inglés al Man Booker International 2018. Su libro más reciente es Degenerado (Anagrama, 2019).


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