Ciento cincuenta años de Adolf Wölfli y el Art Brut

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En Suiza, en las afueras de Berna primero, y más tarde en el asilo para enfermos mentales de Waldau –que después se convertiría en la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Berna– vivió Adolf Wölfli. Nació el 29 de febrero hace ciento cincuenta años. Por lo menos “hasta donde podemos dar crédito a las declaraciones hechas por el paciente, nuestra única fuente de información”.

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Adolf Wölfli, adulto, mira a la cámara. Sus antebrazos parecen los de un beisbolista profesional –en la fotografía se percibe el cachete abultado por el tabaco con el que acompañaba sus labores– o un herrero de caricatura. Son los antebrazos de un milusos suizo explotado por granjeros crueles. Fue hijo de una lavandera de “moral distraída”, a quien quiso mucho, y de un padre alcohólico, que abandonó pronto a la familia. La familia, según Adolf Wölfli, son siete hermanos o dos, no queda claro cuántos, y todos flotan en la pobreza extrema en la Europa de finales del siglo XIX. A los ocho años de edad, el Estado lo separa de su madre. Trabaja como mano de obra en labores agrícolas diversas; es golpeado y maltratado de maneras varias por sus patrones. Así lo cuenta en la historia que redacta a los treinta y un años para ser evaluado por los psiquiatras del asilo de Waldau. Fueron sus exabruptos y su conducta irascible, pero sobre todo sus repetidos intentos de abusar sexualmente de varias jóvenes y niñas lo que lo orillaron al sanatorio. El 23 de octubre de 1895 es ingresado y no volverá a salir. Después de cinco años de violencia y desorden dentro de la institución, encuentra algo de estabilidad al descubrir el dibujo. Los médicos se dan cuenta de esto y le otorgan un par de lápices por semana, además de dos pliegos de papel periódico sin imprimir. Así lo descubre el doctor Walter Morgenthaler en 1907, “escribiendo y dibujando sin parar”.

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El doctor Morgenthaler publica una monografía sobre Adolf Wölfli en 1921. Poco tiempo después, otro psiquiatra, Hans Prinzhorn, publica un estudio sobre arte creado por pacientes en asilos para enfermos mentales en varios países de Europa. En 1948, Jean Dubuffet, artista, coleccionista y creador del término art brut, funda –junto con André Breton y otros colegas– la Compagnie de l’Art Brut. La compañía hizo un llamado al público en general, y a psiquiatras y médicos: “Buscamos obras en las que las facultades de invención y creación, que creemos existen en todo ser humano (por lo menos en ciertos momentos), se manifiesten de una manera inmediata, sin máscaras ni limitaciones.” Estas obras estarían en exhibición en dos salas en el sótano de la galería de René Drouin y más tarde en un pabellón en el 17 de la rue de l’Université –las oficinas de Éditions Gallimard–. “L’art brut préféré aux arts culturels”, decía, en caligrafía gruesa y letras mayúsculas, el catálogo de la primera gran exhibición pública de art brut en 1949. Breton años después diría que la de Wölfli es “una de las tres o cuatro obras más importantes del siglo XX”.

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Adolf Wölfli no era un esquizofrénico al que le apetecía dibujar: se sabía artista. Así lo confirma el doctor Morgenthaler, a quien Wölfli confía el plan de crear algunas piezas en formato pequeño y papel de alta calidad –“arte del pan” las llamó– para satisfacer la incipiente demanda comercial de su obra. Además, Wölfli adjuntaba el título de “compositor” a su firma. Las fotografías más comunes del paciente lo muestran empuñando una trompeta hecha de cartón con la que tocaba sus composiciones. Sus vastos paneles están atiborrados de un vértigo de formas idiosincráticas –rostros, cruces, genitales femeninos, círculos que semejan mandalas–, y frases explicativas en el dialecto de la región o notas musicales en una escala de seis líneas. La voracidad de su compulsión lo llevó a escribir una ficción autobiográfica en cinco etapas, cuya megalomanía y complejidad iban en ascenso con cada volumen, conforme los episodios pasaban de los viajes y aventuras del pequeño huérfano Doufi por el mundo al paroxismo musical de “San Adolf II, rey y gran dios”, como llegó a nombrarse alguna vez. Sin embargo, “la creatividad de Wölfli –advierten Elka Spoerri y Jürgen Glaesmer, especialistas en su obra– admite sin duda ser juzgada independientemente de su enfermedad”. John MacGregor, otro estudioso del arte de los enfermos mentales y uno de los biógrafos del emblemático artista marginal Henry Darger, complementa esta observación: “Importa poco si llamamos a una persona artista o loco. En este siglo los dos términos se han vuelto intercambiables.”

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El objetivo del art brut era claro: sacudir el edificio del arte, exhibir las estrecheces estéticas, renovar las formas empolvadas por la tradición. Era un esfuerzo de vanguardia practicado por figuras improbables. Lo logró, a escala modesta; renovó, exhibió, sacudió. Dubuffet dejó lineamientos claros de lo que calificaba como art brut: “originalidad absoluta en la forma y en el contenido, y el aislamiento tanto social como psicológico del creador”. Sin embargo, una vez pasado el entusiasmo que despertó en su momento el art brut, es más difícil decidir qué califica como marginal. Lo dice mejor David Maclagan: “Al final, mientras vemos que lo que comenzó como una destilación concentrada del art brut se ha expandido y difuminado, surge la pregunta sobre qué tan lejos puede llegar esto antes de que sus características esenciales terminen de diluirse.”

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“Se puede decir que el art brut –escribe Maclagan– tiene su propia tradición basada en un canon de obras auténticas, incluida la obra de artistas bien conocidos como Wölfli, Aloïse y Lesage, y que, por ello, ha adquirido un cierto estatus y una cierta autoridad.” El crítico y galerista inglés es enfático al hablar del problema que aqueja al arte marginal: la paradoja de la autoridad. “Una vez lanzada al mundo del arte, la categoría de art brut quedó condenada a una lucha fútil contra la asimilación por ese mismo mundo.”

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El crítico de The New Yorker, Peter Schjeldahl, en una nota sobre la exposición inaugural del American Folk Art Museum, escribió: “Los artistas marginales son culturas populares de uno, ajenos a los estándares profesionales y a sus colegas. Es difícil utilizar términos como ‘popular’ y ‘marginal’ –por no hablar del blando eufemismo ‘autodidacta’– sin condescendencia, sin afirmar un conocimiento superior. El típico partidario del arte popular es tanto conservador como condescendiente. El arte popular puede ser al arte lo que las mascotas son al reino animal.”

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Para convertirse en el emblema que ahora conocemos, Henry Darger necesitó a su casero, Nathan Lerner, fotógrafo y diseñador. Sin su ojo entrenado y hábil, el universo paralelo que Darger construyó a lo largo de toda su vida habría terminado en el contenedor de basura. Así mismo, sin la intervención crítica del doctor Morgenthaler, Adolf Wölfli habría seguido el camino anónimo de tantos de sus compañeros internos en el asilo de Waldau. ~

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(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.


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