Da un gran placer salir a la calle al fin de la proyección y llevarle la contraria a la historia del cine, que en los últimos cien años no ha parado de oír la misma frase del público: “la película no está mal, pero me gustó más la novela”. La novela de Niccolò Ammaniti carece de sustancia y de literatura, y Bertolucci le ha dado densidad: inspiración y estilo. El libro y el filme, titulados en italiano Io e te, han permutado sus pronombres en castellano, primero en la edición de Anagrama y ahora en la pantalla; quizá suene mejor la permuta de la traducción, pero el “yo” en primer lugar no es caprichoso. Pocas películas hay tan egotistas.
Tú y yo empieza con una mancha de pelo en el centro del fotograma; una escuálida figura masculina escucha con la cabeza agachada un pequeño sermón benevolente, el de un psicólogo que va en silla de ruedas, como el propio cineasta desde que hace ocho años fuese víctima de un grave error médico en una operación de columna. El pelo crespo pertenece a Lorenzo, un colegial de catorce años que interpreta con expresivo rostro cuajado de acné el debutante Jacopo Olmo Antinori. Hasta que alza los ojos para responder al psicólogo, el pelo de Lorenzo tiene algo salvaje, y poco después su madre (Sonia Bergamasco) le insta a que se lo corte; el chico siempre lo lleva despeinado. Cuando Olivia, su hermana de padre (Tea Falco, extraordinaria actriz revelación), irrumpe en el sótano donde trascurre la mayor parte del filme, el pelo vuelve a ser una enseña: una extraña figura sombría se mueve rápida, mientras oímos su voz, femenina y siciliana, y la sombra parece envuelta en la negra piel de un animal sintético. Se trata de su abrigo largo y negro, que hace contraste con su hermoso pelo rubio; en una discusión sobre la madre del niño, Olivia se lo suelta de golpe, y los cabellos caen en una lluvia de oro. Dos entidades capilares en desorden.
Bertolucci ha hablado de su “claustrofilia” cinematográfica; sin remontarse al título que le dio más fama, El último tango en París, con su desgarrada historia de amor en un piso vacío provisto de productos lubricantes, sus dos últimas obras, Asediada (Besieged, 1998) y Soñadores (The Dreamers, 2003), eran películas de cámara, la primera situada casi íntegramente en las distintas plantas de un edificio algo dilapidado de la Roma histórica donde se encuentran un músico y una africana exiliada sirvienta por horas, y la siguiente –que abordaba además un tema muy bertolucciano, el incesto– centrada en la fantasía cinefílica de dos hermanos gemelos, chico y chica, que eligen a un guapo y púdico norteamericano como cómplice del deseo y el desafío a los límites. El sótano de Tú y yo, más reducido de espacio y sin apenas salidas al exterior, cobra en esta fiel adaptación atmósfera y carácter, y así la pobreza de la historia original se hace menos inconsistente. Y aunque el filme recorta el papel del personaje más sugestivo de la novela, la abuela hospitalizada, Bertolucci le da a la escena de la despedida del nieto, muy reducida, el tono justo (gran actriz Verónica Lazar).
Apasionante como es, Tú y yo no iguala la magnitud de concepto, la sutileza y el hechizo formal de Asediada y Soñadores, dos obras maestras destacadas entre lo mejor de la filmografía de Bertolucci, lo que significa, al menos en mi opinión, lo mejor del mejor director vivo. Era difícil enaltecer la debilidad de la materia argumental y sentimental de Ammaniti, pero el director (que firma el guión con dos colaboradores más aparte del propio novelista) ha hecho todo para trascenderlo, y el todo del cineasta de Parma es mucho. La presentación en imagen, sin subrayados ni tópicos, de Lorenzo, el muchacho “con trastorno narcisista” ajeno a los compañeros de su colegio y absorto en sus cascos, es refinada y elocuente: su pelo es su defensa, y su estado ideal el de crisálida, envuelto en los visillos mientras la madre, sin saberse escuchada, habla por teléfono de su problemático hijo. El motivo del incesto, tan recurrente como el de la claustrofilia, tiene en Tú y yo dos manifestaciones peculiares. Lorenzo no desea a su madre ni a su hermana; la fantasía sexual que le cuenta a la primera en la escena del restaurante, logrando escandalizarla, no pasa de ser el familienroman de un neurótico que, teniendo catorce años y siendo de hoy en día, adquiere tintes de ciencia-ficción. La belleza, el desarreglo, el pelo suelto y el cuerpo desnudo de su medio-hermana sin duda le atraen más como símbolo de otra vida posible que como gratificación sexual. De ahí que, en la mejor escena de la película, su baile agarrado de una versión italiana casi irreconocible pero bastante encantadora de la gran canción de Bowie “Space Oddity”, la danza es el rito de paso de unos seres perdidos a los que la cercanía, el espacio cerrado y la música redime, al menos momentáneamente. Y Bertolucci es tan gran artista que incluso cuando –en una caprichosa e inexplicable secuencia onírica– ensaya una chillona coreografía paterna, consigue la calidad grotesca que su cine (y esto a veces se olvida) ha mostrado intermitentemente: por ejemplo en otra de sus grandes obras más infravaloradas del periodo anterior a Hollywood, La historia de un hombre ridículo.
Qué suerte que el cineasta convenciese al novelista de cambiar el final de la verídica historia, algo a lo que Ammaniti se negaba. Así el espectador de la película que no conozca la novela se ahorra la moraleja y el epílogo trágico. Olivia no muere de sobredosis aquí, aunque el desenlace, un aparente happy end, nos inquieta y conmueve más como lo presenta Bertolucci: separando sin futuro a los dos hermanos satisfechos y congelando el rostro de Lorenzo en un declarado homenaje al último plano de Los cuatrocientos golpes de Truffaut, otra fábula de un adolescente encerrado que sale al mundo real sin saber lo que va a encontrar. ~
Vicente Molina Foix es escritor. Su libro
más reciente es 'El tercer siglo. 20 años de
cine contemporáneo' (Cátedra, 2021).