Las muertes y las heridas por arma de fuego tienen su lógica en la guerra, en los actos terroristas, en las acciones del hampa, en la riña de cantina, en un suicidio. Carecen en absoluto de ella cuando se infligen nada más porque sí. El 16 de enero de 2013, un mes después de la mascare en la Escuela Primaria Sandy Hook, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, presentó “Now is the time” (Ya es hora), un plan para “proteger mejor a nuestros niños y nuestras comunidades de los trágicos asesinatos masivos”.
El plan contemplaba cuatro rubros:
1. Cerrar los resquicios que permiten obviar la revisión de antecedentes penales a la hora de comprar armas, para evitar que estas caigan en manos peligrosas.
2. Prohibir las armas de asalto tipo militar y los cargadores de alta capacidad, así como dar otros pasos de sentido común para reducir la violencia por armas de fuego.
3. Hacer que las escuelas sean más seguras.
4. Incrementar el acceso a los servicios de salud mental.
Un total de 23 órdenes ejecutivas fueron expedidas, instruyendo a diversas agencias federales para desarrollar programas encaminados a conocer mejor “las causas de la violencia por arma de fuego, las vías para prevenirla y la manera de reducir la carga que representa para la salud pública”. Una de esas órdenes, la acción 14 –parte de los “pasos de sentido común”–, fue dirigida al secretario de Salud y Servicios Humanos para que los Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades (cdc, por sus siglas en inglés) realizaran proyectos de investigación relacionados con el tema.
Lo novedoso de la instrucción presidencial no era el hecho de identificar la violencia por armas de fuego como un objeto de estudio para la salud pública, sino que ponía fin a casi dos décadas de prohibición explícita de investigar el tema, desde que en 1996 el Congreso bloqueó la asignación de fondos federales a todo aquello que pudiera promover el control de armas, incluyendo la generación de conocimiento científico.
Al final, la responsabilidad quedó en manos de un comité instalado por el Instituto de Medicina y presidido por Alan Leshner, CEO de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia y editor ejecutivo de la revista Science. Si bien al momento de escribir estas líneas el informe de este comité, Priorities for research to reduce the threat of firearm-related violence (Prioridades en la investigación para reducir la amenaza de violencia por armas de fuego), todavía está pendiente de publicarse, una versión preliminar, sancionada ya por un comité revisor, está disponible en línea (http://bit.ly/armasdefuego; accedido el 2 de julio).
La aproximación del comité parte de que la violencia en general, y la relacionada con armas de fuego en particular, es contagiosa. Por tanto, la primera recomendación es examinar la violencia tal como se aborda una enfermedad infecciosa, analizando el triángulo epidemiológico de “agente” (en este caso el arma y el perpetrador), el “huésped” (la víctima de los disparos) y el “entorno” (las condiciones bajo las cuales ocurrió la agresión). La salud pública diseña estrategias para interrumpir la conexión entre estos tres elementos, evaluando los riesgos potenciales y los factores de protección e identificando las intervenciones que afectan a unos y otros.
El programa de investigación, diseñado para producir resultados en un lapso de tres a cinco años, se estructura en cinco capítulos:
1. Características de la violencia por armas de fuego
2. Factores de riesgo y factores de protección
3. Intervenciones y estrategias
4. Tecnología de seguridad en rifles y pistolas
5. Influencia de los videojuegos y otros medios
Todo indica que en años recientes las tasas de crímenes violentos han ido reduciéndose en los Estados Unidos. No obstante, su tasa de homicidios por arma de fuego es la más elevada entre los países industrializados, en una proporción de casi veinte a uno. Según un reporte del fbi citado en el informe, entre 2007 y 2011 fueron asesinadas por arma de fuego 46,313 personas, más del doble de homicidios que con todas las demás armas juntas. Solo durante 2010, las armas de fuego mataron o lesionaron a más de 105 mil estadounidenses costando al país más de 174 mil millones de dólares.
En el nivel más general, la violencia por arma de fuego se clasifica en fatal y no fatal. La violencia que termina en muerte incluye suicidio, homicidio y muerte no intencional. Por sus características particulares, sobre todo en términos de la intención del perpetrador, los homicidios múltiples tipo Sandy Hook se consideran una categoría aparte; hay los antecedentes suficientes para incluso hablar de la subcategoría “masacres escolares”. La violencia no fatal incluye heridas intencionales y no intencionales, amenazas y el uso defensivo de las armas.
Aunque reciben mucho menos atención pública, los suicidios superan en número a los homicidios para todos los grupos de edad, representando aproximadamente el 60% de las muertes por arma de fuego (2009). A su vez, la mortalidad por suicidio varía entre grupos poblacionales. Por ejemplo, los hombres se suicidan más que las mujeres y el disparo por arma de fuego es el método más común de suicidarse entre los hombres, de modo que la mayor parte de los 38,364 suicidios registrados en 2010 ocurrieron de esa manera. Los blancos se suicidan más que otros grupos raciales y los suicidios por arma de fuego son más frecuentes en áreas rurales que en áreas urbanas.
Los rifles y las escopetas son más letales que las pistolas, sin embargo estas últimas fueron las armas utilizadas en el 72.5% de los homicidios (2011). El riesgo de ser asesinado por un arma de fuego se distribuye desigualmente en la población: la tasa de homicidios es más elevada en las áreas urbanas que en las rurales, las víctimas y los perpetradores tienden a ser hombres, suelen ser de raza negra y lo más frecuente es que sean jóvenes. Aquí vale la pena detenerse un momento en el llamado que hace el comité de expertos para afinar los estudios que desde la salud pública se realizan para comprender la violencia. La mayoría de los datos existentes provienen de investigaciones realizadas en el nivel más superficial de la disciplina, aquellos estudios que en epidemiología se denominan “ecológicos” y “de caso-control” (estudios transversales) y que consisten esencialmente en establecer correlaciones entre grupos poblacionales y grado de exposición a un factor determinado que se propone como causa. Pero, correlación no es causalidad y no comprenderlo puede llevar a serios malentendidos y guiar equivocadamente el diseño de políticas públicas. Aunque siguen siendo análisis fundados en la observación, los estudios longitudinales (estudios de cohortes), que incorporan la dimensión individual y la temporal, son más poderosos para detectar causalidades, con el problema de que su realización lleva mucho más tiempo y son considerablemente más caros. Un estudio transversal tal vez concluye que en un barrio determinado y en un momento dado el 50% de la población tiene armas; lo que no puede discernir es, por ejemplo, si eso significa que la mitad de la población posee un arma, si el 10% posee un promedio de cinco armas o si las armas pasan de manos diariamente, involucrando en su uso al 100% de la población.
Los homicidios múltiples (o masacres o asesinatos masivos, mass shootings) representan tan solo una pequeña fracción del total de la violencia relacionada con armas de fuego. Desde 1983 a la fecha han provocado 547 muertos y 476 heridos. La ocurrencia infrecuente y azarosa de estos incidentes, la naturaleza diversa de las víctimas y aun de los perpetradores y, sobre todo, su absoluta carencia de lógica, hacen pensar que prevenirlos es punto menos que imposible. Mayor vigilancia policiaca en las escuelas y en las comunidades, actividades de inteligencia, evaluaciones e intervenciones preventivas de salud mental: está bien, pero ante todo habría que comprender qué es lo que ocurre en ese punto ciego.
El comité de expertos identifica catorce grandes líneas de investigación. Las más sugerentes son las siguientes:
> Determinar las motivaciones para la adquisición, posesión, uso y distribución de armas en los grupos poblacionales.
> Identificar los factores asociados con el acceso de los jóvenes a las armas.
> Evaluar el riesgo potencial a la salud (por ejemplo, el suicidio) contra los beneficios (por ejemplo, la protección personal) de tener un arma de fuego en la casa, bajo diferentes circunstancias (incluyendo la forma de almacenarlas) y en distintos escenarios.
> Analizar si las intervenciones que pretenden disminuir su portación ilegal reducen o no la violencia por armas de fuego.
> Las intervenciones diseñadas para alterar el entorno físico en áreas de elevada criminalidad, ¿resultan en una disminución real de la violencia por armas de fuego?
> Examinar la relación entre la exposición a violencia mediática y la violencia real.
En suma, el resultado del Instituto de Medicina es un documento exhaustivo y riguroso que, aunque es en extremo cuidadoso de no herir la sensibilidad de los amantes de armas y su poderoso lobby, sin duda servirá para orientar la investigación en salud pública en los próximos años. A primera vista el programa parece demasiado ambicioso, tanto en la diversidad de temas como en el margen temporal en que espera ver resultados. Sin embargo, el increíble potencial productivo del sistema estadounidense de investigación y la cantidad de recursos que ese país es capaz de movilizar para alimentar una iniciativa presidencial como esta, bien podrían ridiculizar una opinión generada desde el subdesarrollo científico.
El cuarto de millón de muertes que ha provocado el uso civil de armas de fuego en los Estados Unidos durante la última década representa un problema no menor de salud pública. La violencia es contagiosa, nos dicen, y hay una epidemia. ¿Es posible idear una vacuna efectiva? ~