Partirse la cara

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Dedicarse profesionalmente a escribir, sobre todos si se escriben ficciones, es una tarea difícil. Incluso autores que tienen algunos miles de lectores encuentran difícil hacer de la creación literaria un sustento estable y suficiente para mantenerse ellos y sus familias. Una de las opciones más sensatas es, como parece evidente, no hacer de los libros una profesión completa y dedicarse también a otra cosa. Y, aunque hay médicos, ingenieros y abogados, la colaboración periodística ha sido, junto con la docencia, uno de los campos favoritos de los novelistas. De este modo, sumando las colaboraciones, alguna conferencia y los anticipos de sus libros, pueden llegar a cubrir sus necesidades. También eso ha creado una anomalía periodística que está más acentuada en nuestro país que en otras latitudes: la abultada proporción de novelistas en las columnas de opinión. En algunos suplementos dominicales españoles la proporción es tan alta que cuesta encontrar una columna que no esté firmada por un literato.

¿Y cuál es el problema? Los escritores de ficción manejan una herramienta que ordena de algún modo este caos que es la realidad. Además son, o suelen ser, personas de cierta cultura y a las que se les presupone una aguda capacidad de observación.

En la reciente correspondencia que han mantenido Ignacio Echevarría y Javier Marías al caso de unas declaraciones de Antonio Muñoz Molina en las que este último intentaba ser autocrítico con el papel de la intelectualidad en estos tiempos aciagos y afirmaba que El Roto era el único que había estado a la altura, se discutía el compromiso de los intelectuales ante la penosa situación que vivimos. Personalmente creo que los artículos sobre la crisis, lo injusto de los recortes, la troika, etc., han sido, efectivamente, ineficaces. Pero lo han sido más por hartazgo y por exceso que por falta de compromiso. Cientos de columnistas (y me refiero aquí, claro, a los literatos que copan los medios) han dedicado sus espacios a blandir la espada de los indignados, de los desahucios, de la corrupción y de los dramas que vive nuestro maltrecho país. Y no. No ha pasado nada. Porque el columnismo ha quemado la opinión sobre estos asuntos reiterando los argumentos hasta el punto que uno tiene la sensación de leer lo mismo una y otra vez.

Aunque hay novelistas-columnistas que tienen un talento muy desarrollado para el análisis de la sociedad, que realmente combinan la creación de una pequeña pieza literaria con la audacia en el análisis y aportan algo con cada artículo, los más hacen uso de un tono blanco. Arriesgan también muy poco cuando se supone que denuncian, porque lo hacen a favor del viento. El tono de las columnas en España es más bien anécdotico y denota pavor a la solemnidad y, en cierto modo, a jugarse la cara por un artículo. Creo que hay excepciones y las leemos cada día. Algunos se han mojado con asuntos complejos como el nacionalismo, en el que, por definición, pones al lector a favor o en contra. Otros nos dan a diario una visión realmente diferente sobre lo que ya parecía trillado en los medios. También están los casos como el de Muñoz Molina, al que Marías afeaba su dedicación a cuestiones de índole cultural, que son un ejemplo de generosidad y de compromiso. Porque compromiso es también escribir una pieza sobre un documental de Carlos García-Alix, sobre las pinturas de Caravaggio o acerca de la figura de Cynthia Parker. Es un compromiso con la cultura, más allá de la agenda que manda la industria e, indudablemente, sus artículos aportan y en ellos se aprende. No es el único. Andrés Trapiello hace lo propio en otro periódico y algunos otros también. Ese es el compromiso que habría que buscar. El de que no supieras a la primera línea lo que va a decir el columnista y el de que no supieras de antemano lo que vas a leer. Pero también el de que al que escribe no le importara incomodar, cabrear o mojarse. Lo demás es rellenar texto.

El origen de este problema, obviamente, está en los editores de los periódicos. Reparten el espacio de las columnas (en fin de semana esto ya es escandaloso) por una suerte de ranking de popularidad cultural, por nombradía. No parece que los periódicos importantes estén buscando a un columnista que diga cosas nuevas, que se arriesgue y que mejore el nivel periodístico. Más bien, en cuanto queda una vacante, se le otorga al escritor –posiblemente premiado– que está en alza. En muchos casos, sin que haya escrito línea alguna en los medios. Nadie se salva. Todos los periódicos caen en este sistema de fichajes en el que, imagino, alguien se cuelga una medalla por haber convencido a un literato en alza para que colabore regularmente. Es más fácil y parece que así incorpora prestigio a su elenco de firmas. Y aquí volvemos al inicio y al origen del problema. Los escritores de ficción no son necesariamente buenos en las lides periodísticas, ni es inherente a su condición el que estén dispuestos a arriesgarse al descrédito y al juicio ajeno por un textito de mil palabras. Es más prudente seguir el rumbo común cuando es política y buscar algo simpático y anecdótico cuando no lo es. Total, su carrera no es esa. La prensa sirve, además de para alimentarse, para aumentar su presencia pública.

Por supuesto, sería injusto negar competencia o legitimidad a los escritores que hacen de opinadores, pero hay que poner en cuestión el modelo de su selección y combatir la inanidad que contamina la opinión en nuestra prensa. Sin contar con que muchas veces, quizás por una sequía de ideas, estos espacios son vehículos de pequeñas corruptelas en las que se acaba escribiendo del restaurante de un amigo o devolviendo alguna lisonja.

En definitiva, no es que les falte compromiso a los columnistas, lo que faltan son los columnistas mismos. Y la responsabilidad, otra vez, es de los que dirigen los medios sin atender a lo que se dice sino a quien lo dice y subvirtiendo el sentido mismo de la existencia de la prensa.~

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(Barcelona, 1973) es editor at large en el grupo Enciclopedia.


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