Percibir la índole cómica del mundo no es un ejercicio sencillo, pues se requiere de entrenamiento, conciencia moral y levedad de espíritu frente al hecho incontestable de que la vida es rica en incongruencias y locuras. En medio de un funeral de Estado, un dignatario se duerme; las cámaras de televisión y los teléfonos móviles compiten para ofrecernos la primicia. ¿El dormido no apreciaba al difunto? ¿Se fue de parranda el día anterior? ¿Está enfermo y se evade de su próximo destino? Un amago de risa tuerce los labios de los presentes, pero el ceño fruncido y la cara de circunstancias se impone ante las posibles consecuencias de una risa inapropiada. Claro, disimular las ganas de reír las acrecienta, placer de dioses conocido por cualquier adolescente cursante de bachillerato o frecuentador de ceremonias religiosas. Es típico entre jovenzuelos de ambos sexos y diversos géneros reventar de risa cuando menos se espera, en medio de una clase o ceremonia solemne. El humor de los muy jóvenes suele ser fácil, algunos dicen que barato y otros afirman que siempre está de ganga pues es muy fácil de producir y cosechar.
En la calle, lo cómico rueda entre humo, belleza y desgracias. ¿Acaso un automóvil de una autoescuela cuyo lema comercial es “Especialista en personas nerviosas” no nos recuerda a tanta gente que cabe en esta categoría? Tal vez parientes, amistades, parejas, nosotros mismos. Muy importante, reza “personas”, pues hay que dejar claro que no se discrimina a ningún sector de la sociedad. Ni hablar de caminar con estirada actitud por la avenida Reforma en Ciudad de México mientras un transporte de compra de objetos usados alegra nuestras tardes con una grabación que repite: “colchones, lavadoras, refrigeradores, microondas o algo de fierro viejo que vendaaa”. No hay peinado de peluquería ni zapatos de marca que aguanten semejante música de fondo al momento de grabar un video para que las amistades se sorprendan con nuestra pulida apariencia. Ni hablar de algunos comerciales que promocionan productos para los parásitos, los callos o la diarrea. Ver a un parásito, del tamaño de un ser humano, derrotado por algún medicamento de expresivo nombre solo puede ser la muestra del singular humor de los expertos en marketing, transmitido a nosotros con una veta expresionista maravillosa, contrastante con la exactitud esperada del discurso médico.
Lo popular es el reino salvaje y espléndido de lo cómico. Se puede perdonar la homofobia de la cantante mexicana Paquita la del Barrio por su talento de diosa para cantar “Rata de dos patas / Te estoy hablando a ti / Porque un bicho rastrero / Aun siendo el más maldito / Comparado contigo / Se queda muy chiquito”. ¿Acaso puede pensarse en una crítica más contundente contra el heteropatriarcado y la salacidad del amor romántico? Imposible. Ni siquiera el reguetón es capaz de enterrar al amor y sus abalorios con semejante lápida. Calle Trece cuenta con un gran intento: “Tú eres mi cachorrita mamá / Yo soy tu perro y voy a morderte / ¿Por qué no vienes y te portas mal? / ¿Por qué tu no vienes a comerme?”. No obstante, “Rata de dos patas” es un monumento en contra de la vileza y un tributo involuntario a las fábulas infantiles, definidas por la humanización de los animales. Claro, los derechos de los animales pueden verse vulnerados porque ninguna criatura de la naturaleza merece ser comparada con nosotres, la peste protagonista del Antropoceno, pero la falta de consciencia interespecie de la canción no le quita méritos.
Desde luego, el humor popular está atravesado por todos los pecados ideológicos posibles y su fecha de caducidad es variable dependiendo del público. Supongo que todavía causa gracia el performance del gigante Juan Gabriel en sus shows de madurez, cuando la timidez inicial del Divo de Juárez dio paso a una desfachatez absoluta. Décadas de risa machista y éxito siguieron a Juanga hasta la muerte; la estupenda risa de Natalia Lafourcade en el video que grabaron juntos significa, en cambio, la risa de la admiración, de la artista deslumbrada por la conciencia irónica de sí del compositor e intérprete. Juan Gabriel fue profético al escribir “Este orgullo que tengo no lo vas a mirar / en el suelo tirado como una basura”. El hombre que expresó el drama del amor, de un modo que atrapó todos los gustos y sensibilidades, sabía moverse libre y feliz por los terrenos de lo cómico con su propio cuerpo y gestos. Hasta el mariachi imitador del lago de Xochimilco sabe perfectamente que hasta los machos más probados mueren por cantar a Juan Gabriel. El que ríe de último, ríe mejor, San Juanga.
La risa puede ser el último reducto de la libertad, siempre y cuando la ética controle nuestra conducta. No es lo mismo reírse de un profesor que confunde la palabra sifilítico con la palabra filatélico que hacerlo de un niño en una clase; mientras más poderoso sea un personaje, más risa tiene que aguantar. Reírse efectivamente puede expresar una distancia jerárquica, pero si se trata de los poderosos, el pecado de la soberbia se disuelve en espíritu crítico. Los risueños tenemos nuestro lugar en el purgatorio –en mi caso específico, en el infierno–, pero estoy segura de que si nos hemos reído de los políticos, el perdón de los pecados llegará más pronto. Reírse del sombrero y del discurso incomprensible del presidente del Perú, Pedro Castillo, que de maestro tiene lo que Nicolás Maduro de demócrata, asegura la indulgencia del señor. El peinado de Trump y los memes de Vladimir Putin en actitudes de macho probado compiten con la cara de lobo feroz de Miguel Díaz-Canel en efectos cómicos. Las carcajadas altivas y desdeñosas son inevitables cuando veo a Santiago Abascal, salido de una serie de televisión en blanco y negro anterior a la muerte de Franco, coprotagonizada por Pablo Iglesias, desde luego.
La risa, la salvación de los débiles… excepto cuando el que se ríe es el presidente de la república en algún desfile militar, flanqueado por un lobo.
Escritora y profesora universitaria venezolana. Su último libro es Casa Ciudad (cuentos). Reside en la Ciudad de México.