Soy de aquellos que culpan a Antonin Artaud de todos los males. Antes de él, hablar de “teatro literario” era una redundancia, todo teatro lo era, incluso aquel que era infumablemente literario. Pero, pese a todo, la querella de la vanguardia contra el texto y su representación escénica, algo quedó de aquel prestigio ritual porque el teatro siempre colinda con lo sagrado y opinar sobre él suele ser, para el lego, cosa más propia de las creencias que de las ideas. Por ello, al preferir el teatro literario, comparto mi creencia en que la dramaturgia de Ximena Escalante en mucho ha restaurado, en México, el puente entre el resto de las letras y la dramaturgia.
Nunca roto, ese cruce se había deteriorado y en ocasiones me resultaba intransitable. Todavía para los escritores que florecieron en los años cincuenta y sesenta, probar fortuna en el teatro y escribir al menos una obra era casi una obligación: así lo fue para Octavio Paz y Carlos Fuentes y para toda la generación de La Casa del Lago, a la que mis recuerdos de infancia registran como una casa que alojaba un teatro en su sótano, lo cual es impreciso, ya lo sé. Atisbé esos falsos recuerdos, en enero de 2013, al asistir, en el salón principal de La Casa del Lago, a una representación de Tennessee en cuerpo y alma,de Ximena Escalante.
En fin, vuelvo a mi rutina: los García Ponce, los Segovia, los Elizondo, no insistieron en la escena, como interrumpida quedó la carrera dramatúrgica de Jorge Ibargüengoitia. Algunos otros, como Luisa Josefina Hernández y Juan Tovar, acabaron por ser autores de tantas obras de teatro como de novelas, sin olvidar la dramaturgia de Elena Garro o las buenas novelas que escribieron Emilio Carballido y Sergio Magaña. Pocos, como Vicente Leñero y Hugo Hiriart, han mantenido esa doble vocación.
Los dramaturgos más o menos puros salieron del foco de atención del resto de los escritores, concentrados, en un gesto muy propio de una época donde la dramaturgia se retiraba en favor de la escena, en admirar a los muy admirables directores como los Gurrola y los Margules. No dejaron de ir al teatro los escritores (me refiero a mis maestros) pero sí dejaron de leer teatro mexicano. La figura del dramaturgo, quizá, se profesionalizó, volviendo a ser, para bien y para mal, lo que era en el siglo XIX,LPK’O: un tipo más empresarial que lírico, de escritor. Últimamente, las piezas filosofantes de Juan Villoro no solo han demostrado que su sentido del humor y su rapidez dialógica necesitaban desembocar en el teatro, sino me han devuelto la ilusión de que la dramaturgia retome su lugar entre las vocaciones principales del narrador o del poeta.
Ximena Escalante (ciudad de México, 1964) ha decidido ser, desde hace rato y exclusivamente, una escritora de teatro y entre su dramaturgia sobresalen tres estudios de caso, centrados en la rivalidad literaria, obras que dada la majestad del teatro, son a la vez sutiles y aparatosas. Tras reescribir de manera explícita a los trágicos, como en Fedra y otras griegas(2002), ha presentado Colette(2005), Las relaciones (sexuales) de Shakespeare (y Marlowe)(2012) y Tennessee en cuerpo y alma(2012), dirigidas, las dos primeras, por Mauricio García Lozano y la tercera, por Francisco Franco.[1]
Las tres las he visto puestas y las he leído, y empezaré por hablar de aquella que involucra a los bardos más antiguos: Las relaciones (sexuales) de Shakespeare (y Marlowe), quizá la más ambiciosa, dramáticamente, de sus piezas. Proponiendo una poética endogámica, en la que el teatro sería el origen del teatro, un universo paralelo sujeto a sus propias reglas, Ximena Escalante saca partido del enigma literario por definición, el de Shakespeare. Entra a la madeja siguiendo el hilo de Christopher Marlowe, quien, desde que se descubrió en 1925 el atestado del crimen, no solo no fue asesinado, como cuenta la leyenda, a resultas de una pelea de borrachos en Deptford el 30 de mayo de 1593, sino quizá ni siquiera murió en esa fecha. No fue aquella, dicen, gresca tabernaria sino larga y tensa reunión de espías en una respetable casa de huéspedes. La escena del crimen fue modificada para engañar a la posteridad.
Ximena Escalante no va tan lejos como para creer en un Marlowe, “el muerto que no fue” según algunos eruditos, que, sobreviviendo con otra identidad al amparo de los servicios secretos de la reina Isabel, se convierte en el autor secreto de la obra de Shakespeare. Ofrece una hipótesis más modesta y quizá más eficaz: asesinado, Marlowe le hereda a Shakespeare las últimas escenas de una obra inédita, misma que le llegará al todavía desconocido bardo mediante uno de sus amancebados, lo cual le permite a la dramaturga imponer en escena a la propia amante de Shakespeare lo mismo que a su esposa, una bruja. Ximena Escalante complace así a quienes creemos imposible que Marlowe solo sea un oscuro accidente previo a la obra shakesperiana y asume la preciosa ilusión de que algo más que la coincidencia en el tiempo unió a los autores del Doctor Fausto y de Hamlet.
A lo que proviene de esas supuestas escenas finales marlowianas, Ximena Escalante lo convierte en una trama contemporánea de crimen y sexo, en el orden del realismo sucio, mientras que la generosa fantasía escénica, centrada en el antiguo Globe Theatre, convoca a Shakespeare como demiurgo. Pero Las relaciones (sexuales) de Shakespeare (y Marlowe) no son vistas desde un punto de vista didáctico. El drama entre los oscuros genios isabelinos exige del testimonio, a la vez ingenuo y provocador, de una “niña peculiar”, como lo fue la propia Ximena y lo fui yo mismo, educados ambos en la vida salvaje de las escuelas activas de la ciudad de México a principios de los años setenta.[2]
Viene a cuento, me parece, la impertinencia autobiográfica porque la rivalidad entre Marlowe y Shakespeare solo tendría, para mí, importancia libresca o acaso escénica, de no estar siendo observado por un personaje en el que adivino algo de lo que éramos esos niños sometidos a las influencias antagónicas y desgarradoras del psicoanálisis, los hippies, la antipsiquiatría, la pedagogía suiza y belga, marxismos de diversas obediencias, la Escuela Libre de Enseñanza en sus avatares transterrados y una buena dosis de puritanismo que, invertido, no osaba decir su nombre. Se nos presentaba el mundo eternamente inmaduro de los adultos y sus querellas sexuales, sentimentales y políticas como un teatro, en efecto, en el cual imperaba un adiestramiento que predicaba la improvisación aunque soñaba con unidades clásicas de tiempo y medida: a aquellos niños se nos estudiaba como si fuésemos los gansos de Konrad Lorenz para volvernos maestros en el arte de amar, según Erich Fromm. Como todas las educaciones, aquella fue hija de la buena voluntad y de las ideas fijas. Produjo gente feliz y gente infeliz. Creó, en algunos casos, mentes críticas como la de Ximena Escalante, cuya “niña peculiar” mira el mundo del sexo simbolizado por Marlowe y Shakespeare con esa curiosidad científica, no necesariamente liberadora, que nos inculcaron.
Si asocio Las relaciones (sexuales) de Shakespeare (y Marlowe) a la infancia, a la fecunda ilusión escénica postulante de un gran teatro del mundo en cuyo centro envenenado está el sexo de los adultos, tal cual se le imagina y se le teme siendo niño, Colette, escrita y estrenada años antes, es una obra propia de la edad adulta, de la primera madurez. Problemas más vívidos y fatalmente realistas debieron amenazar a la conciencia artística de Ximena Escalante para escribir ese rito de pasaje.
Es cosa de recordar, sin demasiado orden, ciertas cosas. Colette (1873-1954) parece ser, como lo es el nexo hipotético entre Marlowe y Shakespeare, un accidente, la niña lista, muy lista, a quien un marido a la vez inescrupuloso e ingenuo, convierte en un monstruo de creatividad literaria, como se hace evidente cuando ella se emancipa y vuelve las novelas pergeñadas al alimón, irremediable y acaso injustamente, solo suyas. En el poblado taller de su marido, ese pobre Willy del que solo queda una reputación dudosa, Colette se inicia en la artesanía de su propio destino, convirtiéndose, inesperada, en una gran escritora capaz de transformar a las educandas de la Bella Época en las pervertidoras del siguiente siglo. La escritora francesa vive el lesbianismo y al abandonarlo lo condena como una existencia inconcebible para las personas maduras, y va más lejos, enamorando a su hijastro, Bertrand de Jouvenel, y cruza la Segunda Guerra Mundial, hacia la consagración, dulcemente casada.
Ximena Escalante captó que la esencia de Colette estaba en lo teatral, empeñada en mostrar, siempre, el mundo tras bambalinas, pero no solo como lo hizo en L’envers du music-hall(1913) sino representándose a sí misma, haciendo pantomimas, cantando y dejándose fotografiar presidida por el espíritu de autoobservación y, por ello, en Colettetodo surge de los espejos. Son la fuente de luz que baña toda la representación: Colette mirándose desdoblada en Claudine pero también haciéndolo en los espejos de los camerinos donde ella y Willy manipulan a sus amantes. Y gran espejo retrospectivo de la cosmética como teatro es ese salón de belleza que Colette fundó, sin éxito duradero, a principios de los años treinta, para comercializar su imagen y ayudar a su marido tras el crack de 1929, aventura empresarial también mostrada, como fuga de memoria, en Colette.
Todo lo que uno sueña y todo lo que uno teme, como modélico poeta maldito, perro joven o probable artista no solo fracasado sino adolescente, puede desprenderse de la vida de Colette, tal cual la leyó, sintética, ejemplarmente, Ximena Escalante: el matrimonio como escuela y como servidumbre, la guerra entre el hombre y la mujer, el deseo homosexual, los peligros de la independencia artística, la avidez por el éxito (y el dinero) como formas de fracaso, la seducción posible de los hijos propios y de los ajenos, el fracaso como madre (o padre), la respetabilidad y la transgresión.
Al mundo del amor adulto (Marlowe y Shakespeare) visto desde una infancia especulativa, Ximena Escalante agregó, con Colette, la rivalidad entre hombre y mujer, maestro y aprendiz, para escribir otro capítulo de su educación. A esta última pieza, tan exacta, ha agregado una tercera, Tennessee en cuerpo y alma, la más reciente, que ocurre en un terreno menos sólido, más propio de los sueños: la mente del creador, con toda su tramoya de salidas falsas, pozos sin fondo, fetiches escénicos. Ya no son Marlowe y Shakespeare, espiándose el uno al otro desde la posteridad, ni Colette emancipada. Es el conflicto entre Tennessee Williams y Blanche DuBois, su antiheroína sureña, devastada y alcohólica, de Un tranvía llamado deseo.
Aquejado de un “bloqueo creativo” tras el éxito de Un tranvía llamado deseoen 1947, a Williams le espera, en la pieza de Ximena Escalante, una dura prueba, la de enfrentar la rivalidad de su personaje, quien regresa de otro mundo para exigirle a su creador una vida nueva, una segunda oportunidad. A su vez, Williams, el escritor como personaje, tratará de seguir la pista ofrecida por Blanche creyendo salvarse de sus demonios, primero, para entender finalmente que lo que le propone esa aparición es entregarse, del todo, a ellos. Teatro de cámara, como en Colette, y meditación sobre los límites entre teatro y mundo, como en Las relaciones (sexuales) de Shakespeare (y Marlowe), Tennessee en cuerpo y en almaes la más densamente escrita entre las piezas de Ximena Escalante, aquella en la cual sus personajes tenían más que decirse, permitiéndole a la dramaturga ejercer su pericia en los diálogos, precisos sin ser escuetos, cultos sin ser cerebrales o librescos. Es un duelo dialéctico entre Williams y Blanche, arbitrado por Mildred, una memorable médium enviada para interceder entre la realidad y la ficción.
Más que a Un tranvía llamado deseo, obra cuya relectura exige, Tennessee en cuerpo y almame llevó a una pieza posterior de Williams, Camino Real(1953), que la crítica, encabezada por el hoy centenario y muy querido Eric Bentley, vapuleó. Se le criticaba a Williams abandonar lo suyo, el realismo íntimo, y ofrecer a cambio un festival de caracteres y personajes literarios donde aparecían, desconcertantes y desconcertados, Don Quijote y Sancho Panza, Casanova, la Dama de las Camelias, Lord Byron, Charlus (el barón de Charlus proustiano), Casanova y algunos seres emanados de Nuestra Señora de París, de Victor Hugo, todos confabulados para confundir a un hombre común. De igual manera, en su trilogía sobre la rivalidad literaria, Ximena Escalante le ha disputado la originalidad a los realistas, haciendo una dramaturgia que reivindica orgullosa la dispersión de un canon en la escena como se arriesgó a hacerlo Williams en Camino Real.[3]En ese entonces y especulando en su defensa, el dramaturgo estadounidense dijo que aquellos que esperaban leer en libro la obra para juzgarla, insatisfechos con la representación, esperaban en vano. No le interesaban a Williams los “pensadores teatrales”, que tan en boga estaban en aquel mediodía del siglo XX pues creía constitutivos el color, la gracia y la levitación desprendida de su dramaturgia, que de otra manera solo sería papel y tinta. Incurrir en la vieja literatura dramática le parecía una misión imposible, había que inventar otra. En esa misma dirección, el de Ximena Escalante no es “teatro para leer” sino teatro literario como creo que debe de ser, en el cual Shakespeare y Marlowe, Colette y su ágrafo e industrioso marido, Williams y Blanche, extienden sus dominios y sus poderes. Para Ximena Escalante, el primer hogar del teatro está en la página en blanco. Pero ese solo es el principio. Luego vienen, la infancia, el sexo, la mente. ~
[1] Las tres obras serán publicadas en un solo volumen por Ediciones El Milagro.
[2] Por mor de transparencia aclaro que, aunque hemos intercambiado libros y no habiéndome atrevido a ir a felicitarla en los camerinos durante los estrenos, mi última conversación larga con Ximena debió ocurrir cuando frisábamos los diez años en los Edificios Condesa, que algunos adultos llamaban todavía, y no sin las ínfulas del caso, Peyton Place.
[3] Debe decirse que la obra de Williams, ubicada en un México vacacional e hipotético, no atina a reproducir ni una sola vez un parlamento correctamente escrito en español.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile