La mitología griega cuenta que Zeus se enamoró de una princesa llamada Europa. Para capturarla se transformó en un toro blanco que surgió del mar y la raptó, llevándosela en sus lomos. En las representaciones más famosas del mito –las de Rembrandt y Tiziano– ese toro blanco, rollizo y de cuernos cortos, parece más bien una vaca gorda.
Ahora ese mito suena muy actual. “Las vacas gordas” de una prosperidad desatada e irresponsable raptaron a Europa, y están a punto de ahogarla en un mar de deudas.
Durante doce años y hasta hace poco, viví en Europa. Asistí a momentos que ahora me parecen premonitorios de esta decadencia. Premonición que podría interesar en Latinoamérica también. Porque acá vivimos a lomos de nuestras propias reses gordas, sin creer que puedan llegar a raptarnos.
Vivía en Berlín cuando se introdujo el euro, en enero de 2002. Hice fila en mi sucursal de la Deutsche Bank, en Ku’damm, para cambiar los billetes de marcos alemanes. Recuerdo la desconfianza de una pareja de ancianos delante de mí. Comentaban que ya estaban pagando los costos de la reunificación alemana y temían acabar financiando los costos de una unificación europea. “¡Vamos a pagar las fiestas de los italianos y las siestas de los españoles!”, protestaban. Esa pareja de viejitos, sobrevivientes de la Segunda Guerra Mundial, la derrota y la miseria, desconfiaban de la fiesta a la que los estaban invitando. Hoy Alemania sostiene casi sola la unión monetaria, porque un colapso de Grecia, Italia y España arruinaría también a sus bancos. Sospecho que, si aquellos viejitos aún viven, ya corrieron a sacar del banco sus euros, los cambiaron por monedas de oro, y las escondieron bajo el piso de su casa, como hacían antes de la guerra.
Viví en Londres, en 2002 y 2003, uno de los momentos más “sobregirados” de esa ciudad riquísima –y carísima–. Gobernaba el laborista Tony Blair. Yo tenía un amigo trabajando en la “City”, la capital financiera del mundo. Mi amigo, sobreexcitado y sobrepagado con suculentos bonos al final de cada ejercicio, me invitaba a excelentes restaurantes. Donde se reía a gritos de una posible burbuja financiera: “Las únicas burbujas son las de este champagne”, exclamaba, y me servía más. Después de la quiebra de Lehman Brothers se volvió a su país, suspirando: “Ya nunca será lo que fue.” La crisis pone sentimentales incluso a los financistas.
Llegué a vivir en España en 2004. Gobernaba Zapatero. O, más bien, ¡gobernaban las vacas gordas! Las vacas más gordas desde el Siglo de Oro, diría yo. Para un extranjero recién llegado, algo olía mal. ¿Cómo era posible que en un año se construyeran, solo en España, más metros cuadrados que en todo el resto de Europa? España vivía alegremente de la llamada “economía del ladrillo”.
“Hace trescientos años otros ladrillos enriquecieron y arruinaron a España: los lingotes de plata de Potosí”, objetaba yo, tímidamente. “Pero los ladrillos de buena tierra española son distintos”, me afirmaba un conocido periodista y escritor español, en el Hotel Hesperia de Madrid, chupando con frenesí su gran habano. No era para menos: acababa de ganarse como trescientos mil euros en un concurso literario. Sí, leyeron bien, no en la lotería sino en un concurso literario. Hoy lo cuento y nadie me cree.
Con esos “premios” –parte de una cultura general del subsidio fácil y rico para todos– pocos admitían que el vacuno gordo, en cuyos lomos montaban, pudiera raptar a España.
Confesaré que yo también monté en esa vaca. España, en mitad de la década pasada, es el único país donde parecía posible vivir “solo” de la escritura, aunque los derechos de autor no dieran para ello. Cada escritor era un Sancho exigiendo su ínsula Barataria: su premio literario municipal, sus charlas improvisadas pagadas como clases magistrales, sus cursos de verano invitado a cuerpo de rey (aunque sin cacerías de elefantes, no exageremos).
A cambio de esa gordura, claro, intelectuales, políticos, empresarios, todos entregaron algo. Y ese algo, diría yo, fue un reblandecimiento general –nunca unánime– de las facultades autocríticas.
La crítica severa hacia los demás sobrevivió, porque es una sólida tradición española que compartimos los latinoamericanos. Pero la autocrítica, en cambio, casi desapareció. En derechas e izquierdas, en las élites y entre la gente común, la autocrítica, que es inseparable de la duda acerca del presente y la previsión del futuro, brillaba por su ausencia. Proliferó el vivir al día y pagar a crédito. La cultura del espectáculo grosero. Y todos a pedir subsidios, antes que ofrecer esfuerzos. Olvidamos que las vacas gordas siempre duran poco, desde que José las interpretó en la Biblia: “Y las vacas flacas y feas devoraron las primeras siete vacas gordas” (Génesis, 41, 20).
La leche de una res gorda es gorda también en colesterol. Consumirla tapa las arterias y hace perder el juicio crítico. La misma vaca enfermó de tanto beberla, se volvió loca y raptó a Europa. Ahora está tan flaca que se le secaron las ubres.
Atención, Latinoamérica, ten cuidado con tus vacas gordas. ~
Es escritor. Si te vieras con mis ojos (Alfaguara, 2016), la novela con la que obtuvo el premio Mario Vargas Llosa, es su libro más reciente.