El pasado 10 de diciembre el mundo dio el último adiós a uno de sus pensadores más singulares. Albert O. Hirschman falleció a la edad de 97 años.
La vida de Hirschman puede verse como una parábola de los horrores y las esperanzas del siglo xx. Nacido en Berlín en 1915, Hirschman huyó a principios de 1933 ante el ascenso de Hitler y la trágica muerte de su padre. Podríamos pensar que el final de su adolescencia clausuró sus sueños de niño, encarnados en el espíritu de tolerancia, experimentación y reforma que solemos asociar con la República de Weimar. Pero no fue así. Su amor por Goethe y su entrega a la comprensión y la lucha por los valores cosmopolitas de la difunta república acompañaron a Hirschman a lo largo de su vida.
La huida de Berlín fue la primera de muchas; la intolerancia lo acosó de país en país. Alguien más vulnerable a la amargura habría considerado este rasgo de la vida en la era moderna como un signo de decadencia respecto de las exaltadas ideas de la Ilustración. Me viene a la mente el nombre de Hannah Arendt, así como los de muchos otros exiliados de Mitteleuropa arrojados al mundo para transformar su paisaje artístico e intelectual; para esparcir, de manera comprensible, una sombra de duda y pesimismo sobre la condición moderna.
Pero Hirschman no fue uno de ellos. A decir verdad, fue distintivo de su política –y de su genio intelectual– ver como una fuente de opciones aquello que parece inmutable, necio e inmune al cambio. Con una pizca de imaginación, un poco de pensamiento lateral y de osadía, las alternativas eran posibles. “¿Acaso no nos interesa más lo que es (apenas) posible que lo que es probable?”, se preguntó alguna vez. En lugar de obsesionarnos con la certeza y la predicción –lo cual le recordaba el mandato de Flaubert contra la rage de vouloir conclure, eso que sin duda nos llevaría a callejones sin salida y desenlaces clausurados–, ¿no deberíamos quizá ser más humildes y más esperanzados?
El credo de Hirschman izó una bandera contra el desencanto progresivo frente a la reforma, el desarrollo y la modernización, presentando al mundo una figura a la que llamó –en un famoso ensayo escrito poco tiempo después de un viaje a Argentina en 1970–, “el posibilista”. La brújula ética del posibilista fue una noción de libertad definida, en palabras de Hirschman, como “el derecho a un futuro no proyectado”, la libertad de explorar destinos que no estaban predichos por las leyes de hierro de las ciencias sociales.
A lo largo de su vida Hirschman recolectó los elementos que dieron forma a su pensamiento. Aunque desde niño tuvo un intelecto precoz, fue la combinación de su vita contemplativa y su vita activa lo que le permitió ensamblar su visión del mundo. La huida de Berlín lo llevó a París, donde se unió al creciente número de refugiados –mencheviques rusos, socialistas italianos, comunistas alemanes–. En París, y más tarde en la London School of Economics (LSE) y en la Universidad de Trieste, aprendió economía. Tal vez sea más correcto decir que se enseñó economía a sí mismo. De cualquier forma, desde un inicio, fraguó una mezcla única a partir de su lectura de clásicos como Adam Smith y Karl Marx, de los debates franceses sobre la balanza de pagos y de las preocupaciones italianas sobre la producción industrial. Hirschman hizo sus primeras incursiones en la disciplina sobre el telón de fondo de la Depresión y el interés por las causas y las soluciones del desempleo masivo, la expansión de la autarquía económica y el imperialismo. Desde el principio se alejó de cualquier clase de ortodoxia. Mientras él estaba en Londres, Keynes publicó su monumental Teoría general. Sus detractores, Lionel Robbins y Friedrich Hayek, eran figuras encumbradas en la LSE. Y, no obstante, Hirschman no podía emocionarse demasiado por esas afirmaciones teóricas rivales. Él picaba piedra en otro lugar: ¿cómo desentrañar las raíces subyacentes de la agitación económica europea? Más tarde, estas preocupaciones lo llevarían a conocer las inestabilidades y el desequilibrio de los procesos de desarrollo en términos más generales.
Pero no solo la Depresión lo marcó. También la crisis política que hizo metástasis en toda Europa. París era un núcleo vibrante para una diáspora continental. Hirschman no tardó en alejarse de los socialistas y comunistas alemanes a los que se había afiliado, para ubicarse en un círculo italiano mucho menos preocupado por obtener el diagnóstico ideológico “correcto” que por cambiar la Historia mediante la acción. Especialmente bajo el influjo de su futuro cuñado, Eugenio Colorni, cuya heterodoxia filosófica y política fue un modelo, Hirschman se volvió mucho más ecléctico en sus lecturas –Colorni dejó en él la huella de Montaigne y de la belleza del género ensayístico– y mucho más abierto en su visión política. Tan pronto como el generalísimo Franco se rebeló contra el gobierno republicano en Madrid, los italianos de París organizaron a los primeros voluntarios. Hirschman se contaba entre ellos. A unas semanas del estallido de la Guerra Civil española, él se encontraba en Barcelona. Ahí permaneció, peleó y resultó herido en el frente aragonés; cuando el Partido Comunista intentó hacerse del control sobre los milicianos, los anarquistas y los diversos progresistas, Hirschman, desconcertado por ese mismo espíritu de intransigencia que había visto en los días de declive de la República de Weimar, se marchó a Italia para participar en un nuevo frente de la lucha continental. Los decretos antisemitas de Mussolini de 1938 interrumpieron su estadía, pero no antes de que Hirschman obtuviera el doctorado en la Universidad de Trieste. Una vez más, emprendió el rumbo a París.
La guerra desplazó a mucha gente alrededor del mundo. Lo singular de la movilidad de Hirschman fue que estuvo ligada a un voluntariado profesional en los ejércitos de otros países, no como mercenario, sino como partidario de diversas causas. Para uno de los grandes teóricos de las reacciones humanas ante el declive organizacional –como puede verse en su obra pioneraSalida, voz y lealtad (FCE, 1977)–, los compromisos fluctuantes y las despedidas tuvieron una larga historia personal. En lo tocante a la tiranía, empero, no cabía duda respecto a quién guardaba lealtad. Después de 1939, se unió a dos ejércitos distintos –el francés y el estadounidense– para combatir el fascismo. En ambos casos lo hizo como extranjero, a pesar de que la vida de un soldado significaba someterse a las reglas y a la burocracia de una organización de masas. La colaboración con el periodista estadounidense Varian Fry fue más de su agrado: en una operación en Marsella rescató a cientos de refugiados de Europa, incluidos Marc Chagall, Max Ernst, André Breton y Hannah Arendt. Ahí yacía una forma sigilosa de lucha que atraía mucho más a alguien con el temperamento de Hirschman. Hasta que la policía de Vichy lo persiguió por los Pirineos.
Resulta fácil olvidar que hubo un tiempo en el que la vida del espíritu no estaba tan alejada del compromiso con el mundo. Durante gran parte de la vida de Hirschman, la formación de un intelectual no siempre implicó la formación de un académico. A decir verdad, para el momento en el que obtuvo su primer puesto real como economista, Hirschman no estaba trabajando para una universidad, sino para el Consejo de la Reserva Federal en Washington, en el Plan Marshall y la reconstrucción europea. Eso hasta que la paranoia reaccionaria de las purgas macartistas del servicio civil estadounidense lo llevó una vez más a cruzar fronteras en busca de escenarios más seguros (y, de ser posible, de aventuras). En 1952 se mudó a Colombia con su esposa Sarah y sus dos hijas.
Así comenzó la latinoamericanización de Hirschman y, con ella, su reinvención. Algunos rasgos básicos de su estilo despuntaban ya en ese entonces. Hirschman no era un pensador ortodoxo. Desafiaba la categorización. Y, cuando los tiempos eran aciagos, resultaba mucho más importante pensar de manera distinta la fuente del problema y los remedios potenciales. Pero fue el encuentro con los desafíos del desarrollo capitalista y la democracia en América Latina lo que brindó un desahogo a su imaginación. En Colombia no trabajó en una torre de marfil, sino como asesor, ayudando a sortear problemas cotidianos de inversión en sistemas de riego y construcción de unidades habitacionales. De sus años de trabajo y observación surgirían las publicaciones que reharían su carrera, esas que lo lanzarían, a mediana edad, a las ciudadelas de la educación superior estadounidense: a Yale, Columbia, Harvard y finalmente al Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.
Los encuentros en América Latina alimentaron veinticinco años de obras innovadoras, desde La estrategia del desarrollo económico (FCE, 1961) yEstudios sobre política económica en América Latina (en ruta hacia el progreso) (FCE, 1964), hasta su brillante e ignorado ensayo El avance en colectividad: experimentos populares en la América Latina (FCE, 1986). Cartografiar la obra de Hirschman es como trazar los encantos y desencantos de las formas en que pensamos el desarrollo según lo frasean los banqueros mundiales, los ingenieros y los activistas de base, aquellos que practican el arte del progreso. La tarea de los economistas, creía Hirschman, era “cantar la épica” de su labor. No es de sorprender que entre los aforismos que más disfrutaba se contara la comparación de Camus de la lucha por el cambio y la superación de las resistencias como “una larga confrontación entre el hombre y la situación”. Este fue siempre un enfoque más atractivo que la confianza ciega en la resolución de todos los problemas, o su gemelo, el fatalismo según el cual nada puede cambiar en absoluto por vía de la voluntad.
Vale la pena señalar cómo se hilvana el estilo narrativo de Hirschman: había en él un delicado equilibro entre la observación desapasionada y la implicación crítica. En ese punto se hallaba el conocimiento dirigido a cambiar nuestra comprensión del mundo. La lectura de un libro o un ensayo de Hirschman cumple el propósito de desestabilizar el sentido común y la ortodoxia. Ya se trate de los gurús del “crecimiento equilibrado” en la década de 1960 o de los fanáticos friedmanitas de la década de los ochenta, el propósito de Hirschman fue siempre desafiar las certezas absolutas. No eximió a sus colegas de la izquierda. Hirschman fue un bondadoso escéptico frente a las rígidas teorías de la “dependencia” o las explicaciones “estructuralistas” de los problemas de América Latina. A menudo se olvida que enRetóricas de la intransigencia (FCE, 1991) –el famoso libro donde expone los juegos de palabras de quienes hoy llamamos los apóstoles “neo-liberales”– dedica un capítulo a las formas progresistas de la intransigencia.
Hirschman fue un genio para transformar frases familiares y acuñaciones comunes en la cabeza de sus lectores precisamente para atraerlos y hacerlos descubrir que las realidades no son tan fijas como parecen. Por esta razón, entre otras, Hirschman fue uno de los primeros en incursionar en la psicología y el análisis social. Con retraso, se le reconoce ahora como uno de los fundadores de una ciencia social conductual más amplia. De ahí la causa de su resurgimiento tras muchos años de desdén por parte de los puristas de la disciplina. A menudo me preguntan por qué Hirschman no ganó el Premio Nobel de Economía, que merecía ampliamente, según señalóThe Economist en su reciente obituario. De modo semejante a la relación entre Borges y el canon literario, Hirschman desafió las formas usuales en que la academia y sus disciplinas organizaban los feudos intelectuales. Lo que lo hizo tan original fue que surgió de los márgenes de la universidad y, por lo tanto, nunca perteneció en verdad a ella. Esto le brindó la libertad para cruzar fronteras con gran despreocupación. Las reuniones docentes y los rituales de la vida académica lo aburrían hasta las lágrimas.
Y sin embargo, paradójicamente, escribió sobre todo para los intelectuales. Podría decirse que ellos fueron tanto los sujetos como el público de sus obras. Al descubrir que uno de los factores más importantes del desarrollo es la forma en que los intelectuales imaginan las posibilidades del progreso, se volvió claro que la manera en que entendemos el mundo conforma la manera en que podemos cambiarlo, y los intelectuales tienen un papel crítico en el negocio de la creación de campos de significado. En la década de 1960, Hirschman instó a los pensadores latinoamericanos a superar su cáustico pesimismo. Hizo lo mismo con el pensamiento social estadounidense en la década de 1980. En el lapso intermedio escribió un ensayo iluminador acerca de la historia del pensamiento sobre el capitalismo,Las pasiones y los intereses: argumentos políticos en favor del capitalismo antes de su triunfo (FCE, 1978), donde insistía en las formas alternativas de pensar los mercados y la política, formas más humanas, más creativas y, en última instancia, más liberadoras que los esquemas producidos por los defensores y críticos igualmente anquilosados del capitalismo.
Tal como lo dijo en la última línea de aquel gran libro, puede ser en la historia de las ideas donde encontremos las pistas para elevar el nivel del debate. Para cumplir este propósito, pocos dejaron tantas pistas como Hirschman, y sería difícil imaginar un mejor momento que el presente. ~
Traducción de Marianela Santoveña
(1960) es historiador, profesor del Departamento de Historia de la Universidad de Princeton. En marzo comienza a circular su libro sobre Albert.O Hirshman Worldly Philosopher: