Un lenguaje genuinamente inclusivo

¿Qué ocurre si aplicamos los principios de la justicia distributiva de Rawls a la lingüística?
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Imaginémonos en la tesitura de tener que diseñar un lenguaje ab initio, bajo la condición de la mayor justicia distributiva posible, según los parámetros de la teoría de la justicia de John Rawls (A Theory of Justice, 1971). Es decir, en este experimento imaginario, de inicio, suponemos que podemos fabricar un lenguaje de uso común desde una posición pre-lingüística, lo que ya es de por sí una tremenda idealización; o, se podría argumentar, un imposible. Pero supongámoslo de todos modos. Y supongamos, en lo que también constituye un ingente y evidente ejercicio de abstracción, que solo se pueda perpetrar injusticia en la formulación de este lenguaje en el eje que distingue a los individuos en virtud de su sexo biológico, o de su género social convencional (no resultará relevante en nuestro argumento cuál de éstos se utiliza para distinguir entre humanos).

El velo de la ignorancia rawlsiano nos impide formular un lenguaje que favorezca a uno u otro sexo o género en virtud del nuestro propio, o de los posibles beneficios que conlleva el nuestro en nuestra sociedad actual, con nuestro actual lenguaje natural. En su lugar, en línea con el principio de diferencia de Rawls, estamos obligados a suponer que, en cualquier caso, nuestros esfuerzos vienen siempre guiados por una máxima de solidaridad fraternal: en condiciones iguales preferiremos un lenguaje que maximice la consideración mutua de los intereses de todos los individuos, sea cual sea su adscripción en uno u otro grupo.

Un lenguaje inclusivo es, pues, en este contexto, el que no distingue los elementos en virtud de sus propiedades no esenciales, sino atendiendo a su única cualidad esencial como objetos del dominio del discurso. En el caso de los seres humanos (ya sea como ciudadanos o sujetos de poder establecido) tal lenguaje los engloba, permitiéndoles afirmar, de esta manera, sus nexos e intereses comunes. Así, en un lenguaje natural dotado de un cuantificador universal, formulamos la expresión “todo ser humano nace imbuido de derechos naturales”. No nos detendremos en las cuestiones de fondo relativas a la adjudicación de derechos naturales inherentes a los seres humanos. Simplemente los asumimos como parte de nuestro colosal ejercicio de abstracción en aras de la justicia lingüística.

Por el contrario, definiremos un lenguaje como divisivo cuando divide a los ciudadanos en grupos con el objeto de resaltar sus diferencias, así como sus supuestamente enfrentados intereses. Es decir, un lenguaje divisivo separa ab initio a los ciudadanos en virtud de alguna propiedad accidental y contingente, desde el punto de vista del derecho natural, como puede ser su sexo o su género (ambas fruto del azar: ya sea en genética evolutiva, o en las arbitrarias clasificaciones sociales).

Así, en tal lenguaje, el dominio universal se cuartea, y subdivide en dos dominios ab initio: denominémoslos V y H, donde V incluye solamente a los individuos varones y H a las hembras, o en nuestro ejemplo concreto, referido a los seres humanos, hombres y mujeres. La expresión de nuestra máxima del derecho natural resulta ahora necesariamente más farragosa y complicada, teniendo que recurrir a enunciados distintos para cada grupo por separado: “Todo ser humano es o bien varón o hembra y, como tal, en cada caso, posee derechos naturales.”

En contra de este lenguaje divisivo podemos alzar una serie de consideraciones que resaltan los aspectos más lesivos para el ideal de justicia distributiva que se pretende establecer, y que quedan ilustrados, en el caso de los seres humanos, por los correlativos aspectos contrarios a los derechos humanos universales. En primer lugar, milita en contra de un lenguaje divisivo la considerable complicación que resulta en la escritura de prácticamente cualquier enunciado (máxima en una población en la que las propiedades V y H se reparten con proporciones prácticamente idénticas y, por lo demás, relativamente al azar).

La economía efectiva en la expresión de un idioma no es simplemente una cuestión de eficacia o economía en el habla. Al contrario, como es conocido, la complicación en el habla redunda en una disminución de la coordinación de las acciones de los individuos, sobre todo en momentos de urgencia o máxima necesidad (Lewis, Convention, 1969; Gibbard, Wise Choices, Apt Feelings, 1990).  En otras palabras, un lenguaje más parco en los predicados no es solo más productivo o económico, sino más justo precisamente al permitir mayor coordinación de las acciones de los individuos, en aras del mutuo beneficio.

Recuérdese el célebre ejemplo de Wittgenstein (¡“ladrillo”!), por el que un lenguaje coloquial y directo, sin circunloquios, moviliza muchos más recursos tácitos, de manera mucho más eficiente, en la tarea de coordinar a un grupo de trabajo. Los beneficios para la construcción de una justicia universal son evidentes: cuanto más circunspecto el lenguaje y menos distinciones artificiales, mayor coordinación en las posibles acciones destinadas a corregir injusticias materiales, y sesgos cognitivos.

En segundo lugar, el lenguaje divisivo atenta, de manera implícita, contra el origen de la justicia y el derecho natural, al sugerir que los derechos de los individuos no provienen de su esencial cualidad como seres humanos (o como ciudadanos, como corresponde desde una perspectiva republicana), sino que reflejan su contingente adscripción a un subgrupo, ya sea V o H, varón o hembra. Sin embargo, el derecho natural, y la consiguiente justicia universal, no emanan del sexo biológico o género social de los individuos, sino de su calidad precisamente como seres humanos, sin mayor distinción.

Precisamente este ideal (el de incluir entre los receptores de derechos naturales a todos los seres humanos, sin distinción de raza, sexo biológico, género, religión, orientación sexual, etc.) ha sido el motor y principal razón de todos los movimientos de emancipación a lo largo de la historia, ya sean el  indigenismo, el abolicionismo, o el feminismo. Además de la reivindicación de los derechos de los niños, uno de los principales, y más a menudo olvidados, movimientos de liberación del s. XIX. Estos derechos naturales no los reciben los hombres y mujeres en virtud de su sexo o género, sino exclusivamente en virtud de su humanidad.

No existe, desde esta perspectiva emancipatoria de los derechos naturales universales, la llamada “justicia de género”; suponer lo contrario es confundir los preceptos de justicia (y su implícito de fraternal solidaridad entre todos los seres humanos, independientemente de sus condiciones contingentes y/ aleatorias) con el de una supuesta “igualdad” de facto entre grupos o colectivos.

Rawls ya anticipa esta perversión de su ideal de justicia, cuando proclama, con enorme juicio, la prioridad léxica de la libertad política de los individuos sobre la igualdad de los recursos adscritos a distintos grupos. Y no hace falta recurrir a los archivos históricos para recordar las brutales y flagrantes violaciones de la libertad de los seres humanos que han generado, a lo largo de la historia, sucesivas declamaciones de “igualdad”. Como tan bien explicara Isaiah Berlin, la libertad y la igualdad no solo son ideales diferentes, sino que pueden enfrentarse pues, trágicamente, no hay algoritmo de común maximización de ambos valores. Nuestro lenguaje divisivo actual no es sino el enésimo intento de enfrentarlos.

Por último, el lenguaje divisivo alienta mayor diferenciación dentro del dominio universal, ya en línea con los subgrupos establecidos, lo que no puede sino generar mayor disparidad frente a los ideales de justicia rawlsianos. O, al menos, en ningún caso puede favorecerlos. Pues una vez determinados los predicados H y V, en virtud de propiedades contingentes de los objetos, y dividido el dominio universal en línea con tales propiedades, se abre la posibilidad de múltiples adscripciones ulteriores de propiedades que distingan más allá de las que nominalmente establecen la mera pertenencia al grupo.

Es decir, una vez el dominio universal ha sido cuarteado, se facilita la tarea de adscribir beneficios, culpas, ayudas y subvenciones a los individuos en virtud solamente de su adscripción a un grupo u otro. Tampoco hará falta aquí describir las restricciones sobre las libertades individuales (amén de, en otros contextos, persecuciones, discriminaciones, y políticas de exterminio), en los que ha derivado tal pretensión de enjuiciamiento en base a diversas adscripciones a grupos o colectivos, convencionalmente definidos, cuando se les ha dado cancha libre.

Basta aquí constatar que el ideal rawlsiano no invita precisamente a distinguir en virtud de las propiedades contingentes con anterioridad a la aplicación del velo de la ignorancia; también desaconseja adscripciones ulteriores de consiguientes propiedades igualmente contingentes en virtud de tales distinciones. Desde esta perspectiva, no conviene dividir, desde el lenguaje, lo que constituye un núcleo global de intereses y derechos compartidos por todos los seres humanos. A la justicia universal difícilmente se la puede servir cuarteando el dominio universal de la humanidad y sus consiguientes derechos naturales.

En otras palabras, estas tres consideraciones militan en contra de lo que aquí he denominado, en escrupulosa atención a la lógica, lenguaje divisivo, y favorecen uno genuinamente inclusivo, es decir uno que no introduzca predicados divisivos en el dominio universal de sus objetos en virtud de propiedades contingentes. Es cierto que un ideal científico de perfecta representación de las categorías naturales pudiera aconsejar el uso del lenguaje divisivo. Los términos “varón” y “hembra” indudablemente capturan clases o géneros naturales en las ciencias biológicas, independientemente de si son exclusivos o dicotómicos (es decir independientemente del denominado “dimorfismo” sexual, una tesis que, en realidad, es irrelevante en este debate).

Sin embargo, un lenguaje basado en un ideal de justicia universal no puede contemplar estos términos divisivos. Es decir, es precisamente la justicia, y no la biología, la que obliga a descartar el que aquí hemos denominado lenguaje divisivo. Curiosa paradoja, pues, que sean precisamente aquellos que se presentan como defensores de la justicia precisamente los que acaban refugiándose en las categorías “divisivas” de la biología. No nos engañemos: un ideal de justicia demanda, categóricamente, el uso de un cuantificador universal inclusivo: “Todos los seres humanos” y desaconseja el uso de cuantificadores divisivos: “Todos los hombres, y todas las mujeres”.

Llegados a este punto, se puede discutir si la interpretación semántica del cuantificador universal, en un lenguaje de género binario como el español, debe adscribirse a un género u otro con exclusividad: “Todos los seres humanos” podría ciertamente también ser “todas las seres humanas”; o se podría, incluso, instaurar una regla que alternase en el uso de tales cuantificadores de manera aleatoria. Estamos a fin de cuentas considerando la creación de un nuevo lenguaje artificial ab initio, y nos podemos permitir estas libertades.

Siempre y cuando se utilizasen de manera genuinamente inclusiva, mediante el uso del cuantificador universal irrestricto, ambas opciones (masculino genérico o femenino genérico) exhibirían el mismo grado de justicia social. Es decir, sería igual de justo e inclusivo un lenguaje en el que el genérico se expresase mediante el convencional género femenino, y no, como en el español, mediante el convencional género masculino. Pues aquí nos encontramos con las manifiestas condiciones de contorno en la creación de cualquier idioma o lenguaje, que están lejos de ser ideales.

En el caso que nos ocupa, dada la condición de contorno de exclusividad binaria, y la de que no poseemos un género lingüístico neutro, resulta, desde el punto de vista de la justicia distributiva, poco relevante la decisión entre una u otra formulación, ya sea el genérico masculino o femenino. La elección podría dejarse, en justicia, al albur del lanzamiento de una moneda al aire. En nuestra comunidad hispanohablante, se puede decir que la moneda la ha lanzado la historia de nuestro idioma, con el resultado que todos conocemos: el uso del masculino para incluir el plural genérico. Corregir las injusticias sociales que históricamente pueden subyacer a tal elección efectiva no conlleva ni requiere alterar ese resultado, sobre todo cuando tal alteración sí que supondría una lesión contra el ideal de justicia universal.

En definitiva, no es solo lo que viene acordado en el diccionario de la Real Academia de la Lengua, ni es porque venga así acordado por tan distinguida Academia, con todos los respetos. Un lenguaje genuinamente inclusivo es el que se niega a reemplazar el masculino genérico (“todos”) del español con esas divisivas expresiones (como “todos, todas y todes”). Puede que este lenguaje no sea el más científico, o el más preciso, pero es el que mantiene intacta la capacidad de coordinar todos los esfuerzos en aras de una sociedad más justa y solidaria. Es, por ende, el que nos permite afrontar mejor las verdaderas fuentes de la injusticia y desigualdad, que rara vez residen en un lenguaje o en su uso, sino que se encuentran en la realidad material que este meramente describe. Deberíamos, pues, congratularnos los hablantes de la lengua española de poseer un idioma que contiene expresiones idiomáticas que nos aglutinan y agrupan a todos en torno a objetivos comunes.

Este artículo es una versión de otro publicado en Claves de la Razón Práctica (número 279, noviembre / diciembre 2021, pp. 100-107)

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Mauricio Suárez es catedrático de lógica y filosofía de la ciencia en la Universidad Complutense de Madrid.


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