Crédito y cinismo: el valor social de la verdad

Hemos transformado el debate público en una enfermedad autoinmune que, en lugar de proteger y fortalecer el sistema, lo ataca. 
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El 7 de agosto de 2009, Sarah Palin, candidata republicana a la vicepresidencia de Estados Unidos, publicó un post en su cuenta de Facebook alertando sobre el peligro de las propuestas del Obamacare. Relacionaba medidas de racionalización del gasto sanitario con el asesoramiento voluntario sobre cuidados paliativos y testamento vital. Concluía que si entraban en vigor las medidas que se apuntaban en el proyecto de ley de Obama se crearían “tribunales de la muerte” que decidirían quiénes merecían atención sanitaria y quiénes no.

¿Y quiénes serán los que más sufran cuando se racionen los cuidados? Los enfermos, los ancianos y los discapacitados, por supuesto. Los Estados Unidos que conozco y amo no es un país en el que mis padres o mi hijo con síndrome de Down tengan que presentarse ante el “tribunal de la muerte” de Obama para que sus burócratas puedan decir, a partir de un juicio subjetivo de su “nivel de productividad en la sociedad”, si son merecedores de tener acceso a la atención sanitaria. Ese sistema es simplemente malvado.

La web Politifact explicó la tergiversación tan solo tres días después, el 10 de agosto, y la calificó de pants on fire, el máximo galardón que una mentira puede recibir.

Matthew d’Ancona recoge la historia en su libro Posverdad. La nueva guerra contra la verdad y cómo combatirla (Alianza Editorial, 2019) y añade una inquietante información: siete días después de la publicación del post (y cuatro del desmentido) cerca del 90% de los estadounidenses conocía el asunto. De ellos el 30% creía lo que Palin decía. El artículo malinterpretado fue retirado de la ley. En 2012, señala d’Ancona, el número de ciudadanos que creían en los “tribunales de la muerte” había aumentado.

Hace unos días, el Partido Popular hizo una propuesta un tanto extemporánea. Proponía llevar a nivel de ley nacional determinadas actuaciones incluidas en el protocolo de adopción que lleva muchos años aplicándose, por ejemplo, en Madrid. Dicho protocolo garantiza la confidencialidad de los datos de las mujeres que desean dar en adopción a su hijo y no hace diferencia alguna sobre la situación legal de la madre biológica, tan solo añade que si la madre es extranjera, puede manifestar su deseo de que se contacte con sus familiares o autoridades consulares para que se hagan cargo del bebé. El Partido Popular anunció su propuesta de una forma tosca y centrándose en prevenir, sin más explicación, las consecuencias indeseables que se producen cuando dicha confidencialidad no se garantiza y dar a un hijo en adopción puede conllevar delatar una situación irregular ante las autoridades.

Esta medida apenas tendría impacto en España y parece responder a situaciones importadas de otros países (por ejemplo EEUU, donde California impulsa leyes en las que sus autoridades tienen prohibido compartir información con la policía migratoria). 

La propuesta del PP se interpretó bajo la luz más desfavorable posible: te cambiamos a tu hijo por papeles. Al igual que sucedía con la versión que Palin hacía de las propuestas de Obama, era posible hacer esa interpretación. Sí, pero solo bajo la premisa de estar tratando con auténticos desalmados sin escrúpulos. Además de perversos, idiotas que exponen en público sus ideas retorcidas e inhumanas. Cuando uno cree que Obama es capaz de facilitar que los “menos aptos” sean invitados a quitarse la vida es posible entender cualquier monstruosidad en la letra de una ley que trata temas delicados sobre el dolor o la desesperación ante la enfermedad.

Obama no es un monstruo. Casado tampoco lo es. Por mucho que uno nos pueda parecer un gigante y el otro un advenedizo sin fundamento, hemos llegado a una situación tal de animadversión y apego a los colores propios que hacemos de lo enloquecido algo verosímil. Y lo que es peor, aunque sepamos que probablemente nuestra versión es falsa, no parece preocuparnos: solo importa aprovechar el hueco que el rival ha dejado abierto y asestar el golpe. Pero lo que tomamos por victoria hoy es una derrota segura mañana mismo (not wrong too long, decían en la Fox).

Todo esto tiene que ver con la verdad, la confianza y el crédito. Dice D’Ancona, a propósito de Rusia, que la acumulación de mentiras sin consecuencias lleva al ciudadano a la conclusión de que los mentirosos tienen el poder de definir lo que es real. Que el puro agotamiento puede “despojar de su compromiso con la verdad incluso al ciudadano vigilante”. En un proceso que tiene distintas fases pasamos de la indignación a la indiferencia para acabar, lamentablemente, en la complicidad.

Esa complicidad muestra distintas caras. Una de ellas es la complicidad pasiva, muchas veces simple cansancio, de los espectadores. Los que dimitimos del esfuerzo intelectual y, perezosamente, permitimos que la “verdad” que nos conviene creer sea algo que de verdad creemos. La otra es la complicidad activa; la de medios y personalidades, la de los titulares de opiniones de prestigio que antaño nos servían de referencia ante cuestiones complejas y hoy, dimitiendo de su función primigenia, utilizan su púlpito para respaldar una opción política. En muchos casos sonroja ver en acción el viejo truco de disfrazar de honda preocupación lo que no es más que una agenda concreta.

En otro momento esclarecedor del libro, el autor señala que cuando se pierde el valor social de la verdad también desaparecen las prácticas sociales basadas en ella. Una de las primeras víctimas ha sido el debate público. Nunca en la historia hemos dispuesto de herramientas más potentes para intercambiar, difundir y acceder a opiniones informadas. Nunca antes había sido posible interactuar de manera tan sencilla, ir a las fuentes, o escuchar a otros que saben mucho de alguna cosa. Pero en lugar de sabios nos hemos vuelto cínicos: “un relativismo malsano donde (…) la cuestión se reduce a mantener vivo el debate y asegurarse de que nunca llegue a una conclusión”.

Sam Smith dijo en 1995:

El poeta comprende que un mito no es una mentira, sino la versión que tiene el alma de la verdad. Uno de los motivos de que hoy en día los medios destrocen tantas noticias es que los periodistas se han vuelto incapaces de manejar todo lo que no sea literal.

En este estado de cosas nadie se atreverá a exponer una idea “rica o extraña”. No se hablará de políticas porque antes de llegar a ellas todo es ya una cuestión política. Las herramientas que diseñamos para protegernos de los espejismos y las conclusiones demasiado “intuitivas” se utilizan para desacreditar la verdad a fuerza de simplificarla y convertirla en algo binario.

Hemos transformado el debate público en una enfermedad autoinmune que, en lugar de proteger y fortalecer el sistema, lo ataca. Por eso el intercambio cínico es un resultado esperable. Por eso también negarse a participar en él puede resultar una actitud provocadora. Posverdad y polarización son dos caras de la misma moneda, dependientes una de la otra, que producen los mismos ganadores.

Decía Tyler Cowen en un optimista artículo en Bloomberg que percibe señales de que el ciclo polarizador pueda estar empezando a quebrarse. Ojalá tenga razón, pero los argumentos en los que se apoya para creerlo no son nuevos. La cercanía de opiniones ante numerosas cuestiones ya existía antes. Lilliana Mason, entre muchos otros, lo ha mostrado en Uncivil agreement. How politics became our identity: “Hemos pasado de dos partidos que diferían un poco en muchos asuntos a dos partidos que difieren mucho en pocos, pero poderosos, temas”.

Mientras no se recupere el valor social de la verdad, importará mucho más quién y cómo nos pregunte que lo que nos pregunte. No parece que las herramientas que utilizamos para comprobar la veracidad de las noticias ni las opiniones de los más prudentes vayan a sacarnos de este círculo vicioso. Posiblemente, como concluye D’Ancona, la única salida pase necesariamente por el compromiso sostenido y obstinado de los ciudadanos con que la verdad siga siendo importante para nosotros como civilización.

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Elena Alfaro es arquitecta. Escribe el blog Inquietanzas.


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