Estaba repasando Fisiología del gusto, de Brillat-Savarin, y pensé que iba a escribir sobre el gusto en la comida, que el autor define así: “Llámase gusto al sentido que nos relaciona con los cuerpos sápidos, por medio de la sensación que causan sobre el órgano destinado a apreciarlos”. Mas resultó que esta frase no me conectó con el gusto del paladar sino con los gustos chejovianos.
Chéjov escribió en una carta que la autoridad de Tolstói era enorme y “mientras él siga vivo, el mal gusto en la literatura… permanecerá en un fondo lejano”. Aseguraba que “si no fuera por él, la literatura sería un rebaño sin pastor o un inmenso batiburrillo”.
Esto no ocurría porque Tolstói fuese un dictador literario o un censor, sino porque los escritores, en vez de pensar en el criterio de un editor o en el vulgo lector, se esmeraban en su trabajo ante la expectativa de que el gran Tolstói pudiese llegar a leerlos.
A Chéjov y a varios autores de su época les enamoraba el buen gusto y, claro está, despreciaban el mal gusto. No les hacía falta ningún relativismo académico que cuestionara si de veras existía el gusto bueno o malo; ellos sabían bien de lo que hablaban. Se podía decir “bueno o malo”, “bello o innoble”, “valioso o superfluo” sin que fuese pecado hacer “juicios de valor”. Y no solo se trataba de literatura, sino de modos, vestimentas, comportamientos, formas de hablar y, muy especialmente, de la decoración de una casa.
Chéjov se burlaba de quienes se creían decoradores por “poner alguna figurilla japonesa en el vestíbulo, colgaban una sombrilla china en el rincón o tendían un tapete sobre el barandal”.
Escribe en uno de sus cuentos: “Tampoco es que en su casa estuviera contento, pero allí por lo menos no vería ese amplio salón con cuatro columnas, ni habría sillones blancos con tapicería dorada, cortinas amarillas, lámparas de araña y todo aquel mal gusto de burgués que fingía magnificencia”.
Para que tomen nota los decoradores, así como ricos y famosos, copio un fragmento de otro cuento: “La sala se encontraba decorada ricamente, con pretensiones de lujo y moda. Había platos de bronce oscuros, con relieves, vistas de Niza y del Rin en las mesas, jarrones antiguos, estatuillas japonesas; pero todos esos intentos de lujo y seguir las modas solo resaltaban la falta de gusto, sobre la que gritaban sin descanso las cornisas doradas, el papel tapiz coloreado, los manteles de terciopelo, las malas oleografías de marcos pesados. La falta de gusto se completaba con insuficiencia y acumulación, cuando parece que falta algo y que muchas cosas deberían desecharse. Se advertía que todo el ambiente no había sido adquirido de una vez, sino por partes, por medio de ocasiones ventajosas, de remates”.
Cuando Chéjov estaba en Alemania, le deprimía lo mal que vestían las mujeres. Quizás haría también burla de los contemporáneos que gastan fortunas en bolsos apabullantemente chabacanos o relojes garrafalmente chillantes o en ese arte decorativo manufacturado en China que se vende en triunfales galerías.
Mucho escribió Chéjov sobre esto porque tenía un alma bella. Además, escribió con muy buen gusto.
Dejé a Brillat-Savarin y me puse a escribir sobre Chéjov sobre todo porque recordé otra de sus cartas en las que le agobia el mal gusto.
La dirige al editor de una revista que puso un anuncio en su primera página para avisar que próximamente publicarían “una nueva obra de nuestro altamente talentoso escritor Antón Pávlovich Chéjov”.
En su carta dice que le ha dejado una impresión muy desagradable esa publicidad que lo tilda de “altamente talentoso” y que exhibe el título de su cuento con letras tan grandes como para una pancarta comercial. “Parece publicidad de consultorio dental o sala de masajes, y en todo caso es de pésimo gusto.” Luego agrega: “Comprendo el valor de la publicidad y no tengo nada contra ella, pero la mejor y más valiosa publicidad para un autor viene de ser modesto y permanecer dentro de los límites de la literatura”.
Ah, mi querido Chéjov, ojalá los editores te escucharan y el mundo fuera chejoviano.
Allá en los años noventa, cuando iniciaba mi carrera de escritor, me correspondió presentar en Monterrey a un autor famoso. Todo bien; pero al finalizar el evento, el literato pidió de nuevo el micrófono y dijo: “Les recuerdo que el libro está aquí a la venta. Cómprenlo. Aprovechen que tiene descuento y que lo voy a firmar”. Me quedé con la sensación de que había ocurrido algo de muy mal gusto.
(Monterrey, 1961) es escritor. Fue ganador del Premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2017 por su novela Olegaroy.