Las causas perdidas no son causas equivocadas, a menos que ganarlas sea la medida de su legitimidad. El triunfo histórico de una idea no revela nada sobre su valor: el poder usa ficciones y la popularidad de las mentiras es una característica muy antigua de los sucesos humanos. Siempre me estremece leer las medievales polémicas entre judíos y cristianos; la audacia de la retórica judía hacia el triunfalismo cristiano; la arrogante insistencia cristiana en que la humilde posición social de los judíos es prueba de su pobreza espiritual. ¿Se ha oído un argumento más amañado? Y siempre me siento ofendido por la visión hegeliana, que aún sobrevive en muchas formas, de que la historia es responsable de redimir a la filosofía. No hay vergüenza ni error en una existencia minoritaria. Si uno está equivocado difícilmente se deberá a que no se pertenece a una mayoría. Por esto la legitimidad de las causas perdidas es uno de los obsequios del orden democrático. Ahí la herejía es apenas una opinión más, y no se requiere de gran valor para disentir. La belleza de las causas perdidas puede ser difícil de apreciar en una sociedad como la nuestra, pornográficamente obsesionada con el triunfo, y su tajante suposición de que el fracaso constituye un embate a la dignidad. Por eso, me parece que quienes defienden una causa perdida tienen un poco más de dignidad, porque uno debería ser absolutamente intransigente con aquello que considera verdadero. Esto da una fuerza interior que las circunstancias no pueden derrotar. La columna vertebral le debe mucho a la mente, pero no deberíamos pensar con la columna. Así, paradójicamente, quien persigue una causa perdida puede ser el luchador más obstinado de todos. Y, sin embargo, yo no exageraría el atractivo de las causas perdidas. La tristeza siempre aparece cuando se aplaza un sueño.
He estado pensando en causas perdidas porque llegué a la conclusión de que una de las mías lo está. Ya no creo que la paz entre israelíes y palestinos vaya a ocurrir en el transcurso de mi vida. No he cambiado de opiniones, simplemente he perdido la esperanza. Aún creo con bastante certeza que el establecimiento del Estado palestino es una condición para la sobrevivencia del Estado israelí, como Estado judío y como Estado democrático; y que sería catastrófico que Israel no fuera un Estado judío, y una catástrofe humana que no fuera un Estado democrático. La única solución para este conflicto fue la que propuso la Comisión Peel en 1937, es decir, la partición de la tierra para formar dos estados. Creo que el asentamiento judío en Cisjordania fue un error colosal, que la ocupación (y la indiferencia que hay hacia ella) corroe el honor de los ocupantes; que el Estado judío es una entidad secular; y que el antisemitismo –que jamás desaparecerá– no explica la totalidad de la historia de los judíos o de su Estado, ni exenta a Israel de hacerse responsable de sus acciones. En resumen, soy un sionista incorregible, y una incorregible paloma, pero, para alarma de algunos de mis colegas, soy una paloma-halcón, ya que advierto que Israel tiene enemigos y creo en la preeminencia ética de la autodefensa. También he irritado a algunos de mis colegas con mi visión poco entusiasta sobre la incapacidad palestina para reconocer la grandeza histórica de llegar a un acuerdo. Desde 1977, o más bien, desde 1947, los palestinos han rechazado sistemáticamente todas y cada una de las soluciones que se les han planteado, como si la “inviabilidad” de un Estado imperfecto no fuera preferible a la inviabilidad de la desnacionalización. En décadas recientes han añadido un nuevo maximalismo religioso al antiguo maximalismo secular. Y, no obstante, coincido con la necesidad y la justicia de su demanda de que haya un Estado palestino, pero me sigue haciendo falta la existencia de una diplomacia palestina seria.
Sin embargo, todas estas opiniones comienzan a parecer un sinsentido. Por lo que se ve, la realidad tiene otros planes. Hamás mantiene sobre Gaza un dominio de orden terrorista y teocrático. De forma criminal lanza cientos de cohetes contra civiles israelíes, y celebra la destrucción que hace Israel de su arsenal y su infraestructura como una suerte de apoteosis. Mahmud Abbas festeja el haber logrado en Naciones Unidas la posición de Estado observador con un mezquino discursito en el que acusa a Israel de “una de las campañas de desposesión y limpieza étnica más terribles de la historia moderna”, de una “agresión” no provocada en Gaza, y de “un sistema apartheid de ocupación colonial, que institucionaliza la plaga del racismo”. Salam Fayad, el líder palestino que añorábamos, es una figura trágica, aniquilado tanto por palestinos como por israelíes. Benjamín Netanyahu responde en Israel con petulancia al voto de la Asamblea General con una monstruosa propuesta de asentamientos judíos en el área este de Jerusalén que se conoce como “E1”, que barrena cualquier posibilidad de un Estado cartográficamente significativo para los palestinos. Netanyahu alió a su partido con el de Avigdor Lieberman, el rostro fascista de Israel, quien propuso juramentos de lealtad para los árabes israelíes, y después, su partido, es decir, el Likud, degrada a sus moderados y promueve a quienes se asemejan a Moshe Feiglin, el hombre que se refiere a los árabes como “amalecitas” y aboga por su “transferencia voluntaria” de Israel. Estos maniacos antidemócratas florecen en el entorno de Netanyahu, de modo que cada vez más se escucha ese horrendo y antiguo refrán que dice que Jordania es el Estado palestino. No existe una oposición significativa al Likud, solo una variedad despreciable, fragmentada y patética de partidos y figuras que se mueven por intereses propios. Las personas me aseguran que todo esto podría cambiar con voluntad política, pero no la advierto. ¿Y si el remedio de los dos Estados es la única solución cuando nadie busca desesperadamente resolver el conflicto?
Releí el libro The shepherds’ war de mi viejo amigo Meron Benvenisti, un conjunto de polémicos ensayos que aparecieron en los años ochenta. Ahí, describió “la virtual permanencia de la situación actual”, y reportó: “tras implementar un proyecto que atañe a la vida de las personas, puede descubrirse que se trata de algo irreversible”. Benvenisti discutió y se opuso a la visión progresista de que “no existe eso de una pérdida irrecuperable: las opciones nunca están cerradas, no hay necesidad de incomodar a nuestra conciencia con aquello que hemos desperdiciado, no hay motivo para el dolor perpetuo”. A Meron se le vilipendió por fatalista. Creo que se le debe una disculpa. Ha transcurrido casi medio siglo desde que, en una guerra, Israel adquirió los territorios para salvarse, y más de medio siglo desde que surgió el nacionalismo palestino. Aquellas eran las que se llamaban décadas provisionales, el intermedio sin costo en el que ambas facciones debían entrar en razón. Claro, la lucha sigue. El debate debe continuar también. ¿Pero cuánto dura un intermedio? ¿Y si la razón no llega jamás? ¿Cuándo es que la esperanza deja de serlo para convertirse en ilusión? ~
Traducción de Laura Emilia Pacheco