Daniel Krauze
Fallas de origen
México, Joaquín Mortiz, 2012, 256 pp.
El libro primero de El mundo como voluntad y representación empieza con la siguiente sentencia de Rousseau: “¡Abandona la infancia, amigo mío, despiértate!” Pero en el capítulo 28, Schopenhauer escribe que la resignación es la última meta, la esencia más íntima de toda virtud y en ella reside la salvación del mundo. No describo así una contradicción literaria o un contraste entre ideales, más bien intento dar señales para reconocer a primera vista el mensaje más puro del pesimismo moderno: despiértate para resignarte, crece para desaparecer, no a causa de la muerte del cuerpo, sino porque los seres humanos carecemos de autonomía y de verdadera libertad. He preferido comenzar de este modo mi comentario sobre la novela de Daniel Krauze, Fallas de origen, para situarme de inmediato en lo que personalmente me importa como lector de ficciones: la condición humana de la obra, su temperamento y el talento que posee para transmitir emociones. La novela en general podría describirse como la puesta en escena de una buena mentira, y el que sea buena depende en mucho del deseo de apropiación que despierte en sus lectores. Desde su primera novela, Cuervos, había llamado mi atención la voz de este joven escritor que, a pesar de sus distracciones o ausencia de experiencia literaria, poseía ya entonces una fuerza lírica capaz de poner las cosas en su lugar. Y al escribir lo anterior no estoy pensando en esas novelas que poseen equilibrio en la trama o que logran mantener entretenido a un lector a causa de su tema o de su pericia narrativa, sino en las obras que potencialmente son un campo de batalla en donde todo puede suceder y que representan en la literatura una especie de calamidad creativa.
En el mundo que habitamos existe una capa de moho formada por seres vivientes y cognoscentes que si se miran de manera estricta podrían describirse como una cauda de gusanos bípedos. La anterior es otra lúcida bravata de Schopenhauer que traigo a cuento porque eso es nada menos lo que son los personajes secundarios que rodean al protagonista de Fallas de origen: una capa de moho que se acumula con el tiempo. El joven Matías Lavalle ha vuelto a México después de varios años de estudios en el extranjero para cerciorarse de que sus intuiciones son ciertas y de que el mundo que lo rodea se desvanece sin que sus acciones, por más viles que sean, puedan modificar en nada esa insoportable y sofocante escenografía. He aquí lo que considero crucial en el asunto de esta novela: la conciencia de que todo va mal desde un principio y de que a los héroes trágicos no les queda más remedio que pelear para poder resignarse. Un sentimiento de orfandad se extiende a lo largo de las páginas, pues entre el padre que muere y el padre que se negó a reconocerlo, Matías encuentra un motivo más para acentuar y comprobar la ambigüedad de los actos humanos: somos accidentes que le suceden a un ser del que no podemos saber nada. La novia es un engendro frívolo y los amigos con quienes Matías tendría que celebrar la misa de la amistad son la consecuencia esperada de una mala cepa crecida en el seno de una burguesía mexicana glotona y carente de autocrítica. Exasperado y aún bajo el efecto de las tachas, Matías se pregunta qué ha venido a hacer de nueva cuenta a México, a “este infierno de mediocres” donde solo disfrutan los que están ya pudriéndose bajo tierra.
La odisea que vive el personaje central de Fallas de origen no se limita a la apología de un desarraigo, a un ajuste de cuentas psicológico o al testimonio de un joven pesimista que se inmola para ir en busca de un rostro propio; tampoco se reduce a una suma de arrebatos causados por la desesperación y la abulia. Se trata de una obra en la que una porción de nuestro mundo camina, una crónica de generación y el intento de describir una realidad a secas, sin la pretensión del escritor que intenta demostrar que sabe más que los lectores. La sencillez en una novela es asunto serio pues bien podría tomarse a dicha sencillez como descaro indigente o como ausencia de recursos narrativos o florales. Y, sin embargo, en Fallas de origen, la historia camina y puede leerse porque además de relatar un drama mundano y entretenido se sostiene en un temperamento que yo reconozco como honrado y que ha encontrado en la literatura el medio adecuado para expresarse. A veces agotadora a causa de su extensión o por su empeño en la demostración pesimista y en la consciente reiteración del lenguaje ordinario, la novela se mantiene en pie. Yo, un desahuciado lector de novelas, lo creo así. No sé cuántos diálogos pacatos se requieren para demostrar que los personajes también lo son, pero si además de tales diálogos no existiera un sustrato de fuerza real entonces no habría sido posible crear en literatura una pasión tan aberrante y vital como la que sostiene Matías con la mujer de quien en teoría es su mejor amigo: una traición que da vida al pantano de las emociones muertas que son representadas en la obra. Es verdad que la mayor parte de los personajes que rodean a Matías parecen sombras supeditadas a un ego que se destruye para vivir, más aun así algunos de ellos, como el criminal que lleva por nombre Adrián, van más allá de un mero segundo plano. Sentirse menos que cero en un país donde por lo menos él es “alguien” hace de Matías un personaje real, es decir, una mentira aceptable. Creo que las novelas que valen la pena no dicen nada nuevo, pero vuelven a poner el mundo en marcha, para bien o para mal. ~