Tryno Maldonado
Teoría de las catástrofes
México, Alfaguara, 2012, 433 pp.
El 22 de mayo de 2006 cientos de maestros de la Sección 22 del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación instalan un plantón en el centro histórico de la ciudad de Oaxaca. Tres semanas más tarde la policía del estado dispara gases lacrimógenos y balas de goma contra ellos con el fin de desalojar la plaza –y fracasa en el intento. Al día siguiente se constituye la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca (APPO), una suma de organizaciones civiles, algunas de ellas bastante radicales, que coinciden en una demanda: la renuncia del gobernador Ulises Ruiz. El conflicto escala: la APPO toma carreteras y oficinas públicas, ocupa televisoras y radiodifusoras, reúne a cientos de miles de personas en sus marchas. En el centro de la ciudad –resguardado por barricadas y de vez en vez por vehículos oficiales incendiados– los sublevados mandan durante meses: se autogestionan, discuten y acuerdan y disputan, aplican –no sin saña– sus propias leyes. Finalmente el 29 de octubre, después de numerosos enfrentamientos entre la APPO y las fuerzas de seguridad locales, la Policía Federal Preventiva entra con tanquetas al estado y toma la plaza. Un mes más tarde son levantadas las últimas barricadas del movimiento. El saldo del conflicto: veintisiete muertos, siete desaparecidos, cientos de casos de tortura y un exgobernador impune –y coleando.
A estas alturas ya no sorprende que esos hechos hayan llamado la atención de cronistas y fotógrafos y cartonistas pero no la de los distraídos narradores mexicanos. Asombra, sí, que sea justamente Tryno Maldonado el que se desprenda del grupo y se atreva a ocuparse de aquellos meses en Teoría de las catástrofes. Asombra porque nada en sus novelas anteriores (Viena roja, 2005, y Temporada de caza para el león negro, 2009) delataba un interés por la política nacional y porque todo en aquella fallida antología de narradores mexicanos que coordinó (Grandes hits, vol. 1, 2008) celebraba el temperamento apolítico de sus contemporáneos. Desde luego no es que Maldonado (Zacatecas, 1977) haya sufrido, de pronto, una transformación extrema y que esta obra –súbitamente encendida por un cierto furor militante– abandone la esfera de lo literario y se acerque al panfleto o al documento de denuncia. Casi por el contrario: un personaje se encarga de subrayar por ahí que no es lo mismo un libelo que una novela y esta obra exagera a veces sus elementos novelescos (algo de melodrama, algo de lirismo, algo de psicologismo) como para no ser acusada de panfletaria. No es tampoco que el radicalismo de los sujetos representados contagie la forma de la obra y que esta sea un dispositivo de escritura radical. Es una novela, punto. Una novela de aspecto más o menos convencional, relatada linealmente por un narrador omnisciente y entretenida lo mismo en referir los acontecimientos del conflicto oaxaqueño que las desventuras amorosas de su protagonista, un tal Anselmo Santiago.
Ahora: Teoría de las catástrofes no es una novela cualquiera. Es, qué duda cabe, la mejor novela de Maldonado y uno de los tres o cuatro libros relevantes de su generación. Si no se cree, léanse y reléanse sus últimas cien o ciento cincuenta páginas, ya desprendidas de las tramas secundarias que lastran un poco la primera parte y dedicadas por entero a relatar la represión del movimiento. Autores más políticos, confesamente militantes, no han logrado exponer con tal eficacia la brutalidad de los aparatos de seguridad del Estado mexicano. La representación de la violencia a que nos ha acostumbrado buena parte de la “literatura del narco” luce, por otro lado, tópica, atestada de clichés, al lado de estas páginas. Y sin embargo no es eso, esos pasajes de ruido y furia, lo que distingue a esta novela. Es otra cosa: la astucia con que se acerca a la política, la densidad con que concibe el poder.
Lo primero es la actitud de Maldonado ante el evento. Lo más fácil, cuando un movimiento popular estalla, es reducirlo a dos o tres factores inmediatos (la corrupción del sindicato de maestros, la corrupción del gobernador en turno) y comprenderlo dentro de un marco de referencias previas (es el priismo de siempre, es el radicalismo de los sesenta). Aquí Maldonado ofrece espacio a esos argumentos –un personaje despotrica contra el sindicato mientras otros escupen sobre el infame Ulises Ruiz– pero va bastante más allá y atiende la particularidad del acontecimiento, la manera en que crece y rebasa el conflicto magisterial, el modo en que se enciende y explota y es, finalmente, destruido. Porque sabe que todo evento es al fin y al cabo distinto a todos los demás eventos es capaz de referir la irrupción de una comunidad –efímera y particular, terrible y atractiva, a la vez violenta y víctima de la violencia– en el interior de la sociedad oaxaqueña. Porque se mantiene alerta ante el acontecimiento puede atender el habla de los otros y potenciar su escritura con un léxico (brigada, barricada, asamblea, comunidad, terrorismo de Estado…) que muchos otros considerarían, ay, poco literario.
Lo segundo es la posición de Maldonado ante el evento. Los últimos años –con sus decenas de miles de muertos a manos del crimen organizado– nos han acostumbrado a que los escritores mexicanos que no callan se suelen alinear, casi automáticamente, del lado de las víctimas. Algunos valientes se atreven incluso a afectar un poco la voz y a hablar, desde la comodidad de su estudio, en nombre del anónimo campesino caído o del inmigrante centroamericano decapitado. En esta novela la relación entre escritor y víctima, autor y activista, escritura y acción, está, por fortuna, problematizada. En principio, la historia es contada en tercera persona y el narrador omnisciente deja ver su simpatía por el movimiento pero se cuida de hablar en su nombre o, peor, en el de alguno de los muertos. Después, el personaje principal –Anselmo– es un profesor de matemáticas no sindicado que alguna vez estudió literatura y tiene ciertas pretensiones intelectuales, y por todo ello es visto con desconfianza por los activistas que sostienen el plantón en la plaza. De hecho, Anselmo se mantiene a lo largo de casi toda la novela fuera del movimiento, del otro lado de las barricadas, y solo consigue entrar hasta su centro –que de todos modos no acaba de entender– cuando una de las rebeldes le abre paso. Si al final es abatido por la brutalidad policiaca y paramilitar (imposible distinguirlas en las últimas páginas) no es porque sea parte del movimiento sino porque el Estado ha decidido reimponer el orden y lo hace, claro, mediante una violencia ciega y desproporcionada.
Lo tercero, y último, es la manera en que la novela atiende lo que está más allá del evento. Es decir: Maldonado mira con fascinación el acontecimiento, los días y noches del conflicto, pero también mantiene la mirada fija cuando el movimiento es aplastado y se disgrega. Lo que observa es que las barricadas son levantadas y la ciudad regresa al “orden” pero la violencia no cesa; tan solo abandona la plaza principal y vuelve adonde estaba, a los sótanos de la sociedad oaxaqueña. Dicho en los términos de SlavojŽižek: desaparece la violencia subjetiva –la que los medios cubren– pero persiste la violencia sistémica que hace posible ese orden. La violencia del agente del ministerio público que orilla a una de las protagonistas a declarar que tuvo relación con el movimiento, que es una puta y que por eso “le ocurrió lo que le ocurrió”. La violencia permanente –social, económica, racial– en la segunda entidad más pobre del país. La violencia de todos los días en un estado donde, según datos del gobierno federal, dos terceras partes de la población viven en la pobreza y cerca de un millón de indígenas sobrevive en un estado de “inseguridad alimentaria”. El horror, el horror. ~
es escritor y crítico literario. En 2008 publicó 'Informe' (Tusquets) y 'Contra la vida activa' (Tumbona).