Todas las parejas desdichadas son iguales. Cuando sus expectativas amorosas no se ven satisfechas, intentan que sus compañeros cambien o abandonan la relación. Lo que les resulta más difícil es reducir sus expectativas. Hoy, el romance del mundo con la democracia se encuentra en un estado similar.
Comencemos por Europa, donde la fe en el proyecto de construcción de una Unión Europea tolerante, democrática y supranacional comienza a tambalearse debido a las políticas de inmigración y a la enorme dificultad que implica reconciliar las medidas económicas y presupuestarias de países con culturas políticas tan distintas. Para enfrentar estos desafíos, se ha otorgado más poder a los tecnócratas en las capitales europeas y en Bruselas, aumentando así el llamado déficit democrático en la Unión Europea y dejando a los ciudadanos de muchos países con la sensación de que ya no son dueños de su destino. (Excepción hecha de los húngaros, que han declarado su independencia haciendo de su país un lugar menos democrático.) En Estados Unidos, la confianza de los ciudadanos en la capacidad –e incluso en la voluntad– de Washington para gobernar a favor del bien público nunca ha sido más baja. Ahí, políticos populistas y demagogos de los medios de comunicación, que rechazan por principio la noción de acción colectiva a través del consenso democrático, difunden fantasías absurdas sobre un Estado mínimo. Y, finalmente, la alegría que Occidente experimentó al ver cómo caían los tiranos durante la primavera árabe ha dado paso a la inquietud por la teocratización de la política democrática y las amenazas potenciales a los derechos de las mujeres y las minorías religiosas.
Y, no obstante, de manera un tanto extraña, nuestro apego a la idea de democracia nunca ha sido más fuerte. Como alguna vez señalara el Nobel de Economía Amartya Sen, “la democracia se ha vuelto una creencia dominante en el mundo contemporáneo… como una opción por defecto en un programa de computadora”. ¿Cómo ocurrió? ¿Cómo fue que la palabra “democracia”, acuñada para describir la forma idiosincrásica de gobierno de unas cuantas ciudades-Estado griegas, se ha convertido hoy en objeto de una apasionada fe universal? Es preciso que recordemos esta historia.
Los antiguos pensadores tenían pocos elogios para la democracia. Para ellos, dicha forma de gobierno significaba el imperio de la muchedumbre, instituciones débiles, proclividad a ser conquistados y un gusto por la demagogia que abría las puertas a la tiranía. Durante más de un milenio esta fue la visión predominante de la democracia en Europa. La experiencia del Medievo y de las ciudades-Estado italianas del Renacimiento, que surgían y desaparecían con una regularidad cronométrica, que estaban siempre en guerra y que solían terminar en manos de poderosas dinastías familiares, parecía confirmarla. Ya entrado el siglo XVIII, los pensadores más progresistas eran monárquicos ilustrados, y no demócratas, porque valoraban la justicia, el imperio de la ley y la administración pública competente y libre de corrupción. Incluso los padres fundadores de Estados Unidos, conscientes de las fallas del republicanismo italiano, creían que una democracia moderna funcional necesitaba restricciones no democráticas, como una constitución escrita, un sistema institucional de equilibrio de poderes y derechos individuales inviolables. El sistema que ellos crearon guardaba apenas una vaga semejanza con la forma original de la democracia griega.
Durante la mayor parte de nuestra historia el término democracia designaba un sistema de gobierno que, por lo demás, no era muy bueno. La democracia se consideraba un medio para lograr fines políticos, y no un fin político en sí mismo. Esto cambió tras la Revolución estadounidense y, particularmente, tras la francesa. Aun cuando a lo largo del siglo XIX la mayoría de los europeos continuó viviendo bajo gobiernos monárquicos, un giro intelectual había tenido lugar, y ese giro hizo que la democracia pareciera la única forma legítima de autogobierno. El significado de “democracia” se exageró más allá de lo reconocible hasta incorporar principios abstractos aún por alcanzar (les droits de l’homme), “valores” personales íntimos (autonomía, realización propia), una mítica sociedad futura, una meta mesiánica de la historia mundial y demás. Y cuando, a principios del siglo XX, las democracias reales, existentes (reale existierenden) fracasaron en su objetivo de alcanzar estas metas inalcanzables, se activó una poderosa reacción, con los resultados que ya todos conocemos. Estados Unidos se salvó de ese peligro solo porque el dogma estadounidense sostiene que todos los problemas de la democracia pueden resolverse mediante una mayor democracia, lo cual nos ha brindado olas de populismo racista y antiintelectual difíciles de contener, como podemos ver hoy día.
En poco más de dos siglos, la democracia pasó de ser una mala forma de gobierno a una que podía ser buena o mala, a un ideal histórico siempre bueno, a la palabra que usamos para todo lo bueno que podamos imaginar. Y un término que lo significa todo es algo peligroso. Consideremos, por ejemplo, la forma en que pensamos y hablamos sobre la política en los así llamados países en desarrollo, entre los que se cuentan lugares con Estados débiles o inexistentes, y pueblos con escasa experiencia en el autogobierno. La triste realidad para muchos de esos países es que la democracia liberal no es una opción realista, y no lo será mientras vivamos, ni mientras vivan nuestros hijos y nuestros nietos. Hay demasiados factores que operan en contra: vínculos tribales y de clanes, divisiones étnicas, facciones militares, apego a leyes religiosas no democráticas, analfabetismo, oligarquías económicas… La lista es larga. Sin embargo, parecemos cada vez menos capaces de pensar esa no democracia en la que vive la mayor parte de la gente alrededor del planeta y en la que seguirá viviendo en el futuro inmediato. Nuestros filósofos políticos tienen cosas profundas y maravillosas que decir sobre la teoría y la práctica de la democracia… pero nada que decir sobre la vida política de esos pueblos.
En otras palabras, no tenemos un plan B. Cuando Aristóteles analizó los diversos regímenes políticos de la antigua Grecia, indicó que había seis tipos básicos: reinos y tiranías gobernados por un solo hombre, aristocracias y oligarquías gobernadas por unas cuantas familias, y gobiernos constitucionales y democracias gobernados por las mayorías. También consideró las ventajas y desventajas de cada uno, incluso de las buenas formas de gobierno, dependiendo de dónde se ubicara el Estado, de la forma de ser del pueblo y de sus costumbres. Su libro, la Política, era una guía realista para comprender y mejorar la vida política, sin importar dónde se encontrara uno. Hoy en día no contamos con un libro así, y desconfiaríamos de cualquiera que intentara escribirlo. Desde la caída de la Unión Soviética, solo distinguimos entre democracias funcionales y naciones que, se supone, avanzan por el “sendero” hacia ella. Esto contribuye a explicar la locura de los funcionarios estadounidenses que, al entrar en Afganistán e Iraq hace diez años, destruyeron de inmediato todos los partidos políticos existentes, los ejércitos profesionales y las instituciones tradicionales de consulta y autoridad políticas. Sencillamente no tenían forma de pensarlos. Todo lo que sabían hacer era redactar nuevas constituciones, establecer parlamentos y cargos presidenciales y convocar elecciones. Y si estas instituciones fracasaban, ¿quiénes serían los culpables si no los afganos e iraquíes mismos?
Es una película que ya hemos visto y, sin embargo, siempre olvidamos el final. Sin el imperio de la ley y sin una constitución respetada, sin burocracias profesionales que traten con equidad a los ciudadanos, sin la subordinación de los militares al gobierno civil, sin organismos reguladores que mantengan la transparencia de las transacciones económicas, sin normas sociales que fomenten el compromiso cívico y el respeto a la ley, sin todo esto, la democracia moderna es imposible. Otras formas de gobierno y de vida social, muchas de ellas muy decentes, pueden ser posibles, pero nos negamos a considerarlas siquiera. Y así, insistimos en llamar “democracias” a los Estados que organizan elecciones pero que carecen de los prerrequisitos institucionales y sociales de la democracia, exponiéndonos una y otra vez a la decepción.
Y no solo nosotros. A decir verdad, hoy la palabra “democracia” se está convirtiendo rápidamente en objeto de fe política en todas partes del mundo. Hay algo dramático y conmovedor en las escenas de la gente que recorre las calles exigiendo democracia, y es posible contar una historia imbuida de entusiasmo sobre la propagación de este anhelo en nuestros tiempos, comenzando por Europa del Este y pasando por la antigua Unión Soviética, Irán, algunos Estados árabes y ahora incluso Birmania. Pero también estamos aprendiendo que no todos los que dicen querer democracia aspiran a vivir en Estados donde las mujeres tengan derechos frente a sus esposos, donde los hijos tengan derechos frente a sus padres, donde la ley sea secular y la tolerancia de otras fes y otros grupos étnicos sea obligatoria. Algunas de las personas que coreaban “¡Democracia ahora!” durante la primavera árabe van a sentirse decepcionadas si esos Estados no empiezan a mirar hacia los Estados occidentales, y algunas personas que estaban justo a su lado en la plaza van a sentirse decepcionadas si lo hacen. Muchas de estas últimas se están uniendo ahora mismo a partidos no liberales cuyo compromiso con un gobierno institucional y con los derechos humanos básicos resulta cuando menos cuestionable.
Lo que estamos presenciando es una revolución mundial de expectativas políticas cada vez más altas que ninguna forma de gobierno, ya no digamos una tan históricamente peculiar y socialmente compleja como la democracia, puede llegar a cumplir. Parece que somos incapaces de reducir nuestras expectativas o de buscar formas alternativas de gobierno que puedan proporcionarnos los bienes básicos que todo el mundo querría: el fin de los gobiernos arbitrarios y del estancamiento social, un mínimo de libertad personal y crecimiento económico. Lo mejor se ha vuelto enemigo de lo bueno, y pronto podría convertirse en aliado de lo peor. Y es que todos sabemos qué ocurre cuando las revoluciones fracasan: una nueva era de reacción comienza. ~
Traducción de Marianela Santoveña
(Detroit, 1956), renombrado ensayista, historiador de las ideas y profesor de la Universidad de Columbia, es colaborador frecuente de The New York Review of Books y The New York Times. Su libro más reciente es El regreso liberal. Más allá de la política de la identidad (Debate, 2018).