El extraño caso de Javier Milei

La victoria del candidato de La Libertad Avanza en las elecciones argentinas ha sido un cataclismo. Su personalidad extravagante, sus políticas radicales y su forma estridente de presentarlas ofrecían para muchos la promesa de un cambio, tras años de una gestión desastrosa. Lidiar con la realidad será más difícil que ganar las elecciones.
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Demasiados resultados electorales se describen como terremotos cuando en realidad son poco más que leves temblores, pero la victoria del autodenominado anarcocapitalista Javier Milei el pasado domingo en la segunda y decisiva vuelta de las elecciones presidenciales argentinas sobre Sergio Massa, el ministro de economía del gobierno peronista, que para muchos argentinos de todo el espectro político ha ejercido durante el último año mucho más poder que el presidente del país, Alberto Fernández, representa realmente un cambio sísmico en la política argentina, el desajuste radical de su cielo político. En este sentido, los peronistas más fervientes, como Horacio Verbitsky, director de la revista digital de izquierdas El cohete a la luna, y los críticos más perspicaces e incisivos del peronismo, en particular el historiador Carlos Pagni, decano del periodismo político argentino –personas que no coinciden prácticamente en nada más–, están completamente de acuerdo en la importancia del resultado electoral. “Demográfica y generacionalmente”, escribió Verbitsky, “se abre un nuevo [periodo político en Argentina]”.

Por su parte, Pagni comparó la situación en la que, con la elección de Milei, se encontraba ahora Argentina con la proverbial terra incognita amada por los cartógrafos medievales: “dirigiéndose hacia un camino que nunca antes había explorado”; una nueva era en la historia política argentina.

Teniendo en cuenta la desastrosa situación económica y social en la que se encuentra Argentina, o más exactamente, en la que la han metido los sucesivos gobiernos, sobre todo sus dos últimos: la administración de centro derecha del presidente Mauricio Macri entre 2015 y 2019, y la restauración peronista en forma de gobierno de Alberto Fernández entre 2019 y 2023, en el que Fernández se vio obligado a todos los efectos a compartir el poder con su vicepresidenta, Cristina Fernández de Kirchner, que había sido la predecesora de Macri en la presidencia, y que sigue siendo –al menos de momento– la figura dominante del peronismo. Macri había dejado el cargo con una tasa de inflación en Argentina del 50%, un nivel no visto en el país en los veinte años anteriores. Pero Alberto Fernández ha hecho que esta cifra parezca casi benigna: ha dejado el cargo con una tasa de inflación del 142%, casi tres veces superior a la que había al final del mandato de Macri. En el proceso, Argentina, que hace solo unas décadas era uno de los países más ricos de América Latina y, lo que es más significativo, podía presumir de una población de clase media proporcionalmente bastante mayor que la de sus vecinos, se transformó en un país no muy diferente del resto del continente.

Según el Observatorio de la Deuda Social Argentina (ODSA) de la Universidad Católica Argentina, un think tank dirigido por los jesuitas y una institución cuya probidad intelectual y sofisticación metodológica son reconocidas por los argentinos de todo el espectro político, para cuando se celebraron las primarias presidenciales del 13 de agosto de 2023 la tasa de pobreza nacional había alcanzado el 44,7%, mientras que la tasa de indigencia, es decir, de pobreza total, había llegado al 9,6%. En el caso de los niños y adolescentes, las cifras eran aún más espeluznantes: seis de cada diez jóvenes argentinos de estas dos cohortes de edad viven ahora por debajo del umbral de la pobreza. En total, 18,7 millones de argentinos de una población nacional de 46 millones no pueden acceder a los alimentos, bienes y servicios que componen la llamada “canasta básica total”; cuatro millones de ellos no pueden satisfacer sus necesidades nutricionales básicas. Pocos días antes de dejar el cargo, Alberto Fernández tuvo a bien cuestionar la exactitud de estas cifras. Sin aportar ningún dato en contra, Fernández se limitó a decir que mucha gente exageraba su pobreza. Si la tasa de pobreza hubiera alcanzado realmente el 44,7%, insistía Fernández, “la Argentina estaría estallada”. A lo que Juan Grabois, un líder populista de izquierda y organizador sindical con estrechos vínculos con el papa Francisco (aunque de origen peronista, y aunque se enfrentara a Massa en las primarias peronistas, Grabois se entiende mejor como católico de izquierda radical que como peronista) y cuya base de apoyo está formada en su mayoría por trabajadores informales pobres tanto nativos como inmigrantes, contestó: “La Argentina sí está estallada, Alberto, solo que nos acostumbramos; no explota, implota. Hace menos ruido, pero la gente se desangra por dentro.”

La implosión

Para la clase media argentina, la situación, aunque evidentemente no es el desastre absoluto que ha sido para los pobres, es bastante calamitosa. Una tasa de inflación del 142%, que no se detendrá a corto plazo, aunque Milei sorprenda a sus muchos detractores, tanto en el ámbito internacional como en Argentina, y logre finalmente controlarla, hace que la fijación de precios de productos y servicios sea tan difícil como intentar adivinar lo que valdrá el peso argentino el mes siguiente o incluso a veces la semana siguiente y que resulte imposible tomar decisiones empresariales inteligentes. Y el control de divisas instituido por el gobierno de Fernández ha supuesto en la práctica, en el mejor de los casos, perjudicar y en muchos casos arruinar no solo al minorista que vende mercancía importada, sino también al farmacéutico cuyo stock incluye medicamentos de importación, a la empresa de maquinaria que, si bien fabrica sus productos en Argentina, lo hace con acero o cobre importados, o a un editor incapaz de saber si habrá papel disponible y, aun suponiendo que lo haya, a qué precio. Tampoco hay que subestimar el elemento psicológico. Ante la subida de los precios, muchas personas de clase media compran ahora marcas y versiones inferiores de los artículos que estaban acostumbradas a comprar. En el contexto de una cultura de consumo moderna como la argentina, por trivial que pueda parecer, existe una sensación generalizada de desclasamiento, un tipo de implosión y ruina diferente al que se refería Grabois, pero una implosión al fin y al cabo.

La definición técnica de implosión es que se trata de un proceso en el que los objetos se destruyen colapsando o quedando comprimidos sobre sí mismos, y, por extensión, un fracaso o colapso repentino de una organización o sistema. Y lo que la elección de Milei como presidente ha dejado claro es lo fragmentadas e incoherentes que se habían vuelto las dos fuerzas que han dominado la política argentina y, de hecho, la sociedad argentina desde el retorno de la democracia en 1983 tras siete años de una bestial dictadura militar. Que fuera así en el caso de los partidos de centro y centro derecha que se habían unido para formar la coalición Cambiemos que Macri había llevado con éxito al poder en 2015 no es de extrañar. Porque Cambiemos había unido fuerzas muy dispares en la política argentina: los neoliberales del partido de Macri, el pro; dos partidos más o menos socialdemócratas, la Unión Cívica Radical (UCR), cuyo líder al final del régimen militar en 1983, Raúl Alfonsín, fue el primer presidente de la nueva era democrática, y un segundo partido, liderado por la política, abogada y activista de la sociedad civil Elsa Carrió, que se escindió de la UCR en 2002 y que desde 2009 se conoce como la Coalición Cívica, y peronistas antikirchneristas, uno de los cuales, el senador nacional Miguel Pichetto, había sido el candidato a vicepresidente en el fallido intento de Macri por lograr la reelección en 2019. Estas diversas agrupaciones dentro de Juntos por el Cambio, como Cambiemos fue rebautizado al entrar en la campaña de 2019, estaban unidas en gran medida por su antiperonismo, una forma débilmente dialéctica de identidad política que, por decirlo caritativamente, rara vez tiene éxito. Y sin embargo, si lo miramos con frialdad, ese desorden habría sido difícil de evitar, porque desde que Juan Perón fue elegido presidente por primera vez en 1946, el peronismo ha sido en la práctica la posición por defecto del Estado argentino, excepto, obviamente, durante los periodos de gobierno militar. Una cuestión central que plantea la elección de Milei es si la era de 78 años en la que ha sido así ha llegado finalmente a su fin, y ha llevado a Argentina por un camino político que, en palabras de Carlos Pagni, “nunca antes había explorado”, o si, por el contrario, será un caso particularmente florido de la excepción que confirma la regla.

Después de todo, cuando Macri llegó a la presidencia en 2015, tras doce años de gobiernos peronistas, primero el de Néstor Kirchner y luego, tras su muerte, el de su viuda, Cristina Fernández de Kirchner, que no pudo sucederse a sí misma, en aquel momento su elección fue vista por muchos argentinos como algo que representaba mucho más que un “intermedio” antiperonista más entre los actos del drama peronista en curso, y, en cambio, señalaba el advenimiento de un neoliberalismo directo y desacomplejado que transformaría Argentina tanto económica como socialmente, y representaría la instauración en el país, aunque tardía, de la revolución Reagan-Thatcher. Ciertamente eso fue lo que Macri pensó que iba a poner en marcha. En vez de eso, su gobierno fue un abyecto fracaso. Pareció que Macri pensaba que un gobierno no peronista combinado con lo que él percibía como un vínculo especial con el mundo financiero internacional –que, como hijo de un riquísimo empresario argentino, era en cierto modo su tierra natal– conduciría a una amplia inversión privada internacional. El problema era que no solo su equipo económico no estaba a la altura de las tareas para las que Macri le había nombrado, sino que –y esto es más importante– los problemas estructurales de la economía argentina, sobre todo el hecho de que el país llevara décadas viviendo por encima de sus posibilidades, habrían sido un hueso duro de roer incluso en un país que estuviera menos dividido políticamente que Argentina, sumida desde hace años en esa separación. Como resultado, las únicas inversiones importantes fuera del sector agroindustrial durante la presidencia de Macri fueron lo que en los mercados financieros se conoce como “dinero caliente”, es decir, apuestas especulativas de gestores de hedge funds a los que les da igual vender o comprar, en lugar de inversores a largo plazo.

En 2018, a los tres años de su gobierno, con una crisis monetaria en ciernes que era tan grave que casi con toda seguridad habría llevado al Estado argentino a la insolvencia total, como último recurso Macri recurrió al Fondo Monetario Internacional (FMI). Azuzado por la administración Trump en Estados Unidos, que veía a Macri con especial simpatía, la junta directiva del FMI –que, como reconocería más tarde, incumplió sus propios protocolos y no ejerció ni la más elemental diligencia debida– concedió un préstamo a Argentina de 57.000 millones de dólares, el mayor de la historia del FMI. El objetivo no pudo ser solo, a pesar de que los peronistas y los izquierdistas no peronistas como la muy hábil dirigente del partido trotskista líder del pts, Myriam Bregman, están convencidos de que fue así, apuntalar al gobierno de Macri (aunque eso ciertamente fue lo que impulsó la intervención de la administración Trump). Pero aunque uno crea al pie de la letra que, en palabras de un informe posterior del FMI, el objetivo había sido “restaurar la confianza en la viabilidad fiscal y externa [de Argentina] [sic] al tiempo que se fomenta el crecimiento económico”, eso no es en absoluto lo que ocurrió. “El programa”, concluía el informe del FMI, “no cumplió sus objetivos”, y lo que ocurrió en realidad fue que “el tipo de cambio siguió depreciándose, aumentando la inflación y el valor en pesos de la deuda pública, y debilitando los ingresos reales, especialmente de los pobres”.

Fue bajo el signo de este desastre que el electorado argentino votó la destitución de Macri, instalando a Alberto Fernández como presidente y a Cristina Fernández de Kirchner como vicepresidenta. Uno podría haber pensado que, como líder indiscutible del peronismo, Cristina (los argentinos se refieren a ella universalmente, como a Alberto Fernández, aunque no, curiosamente, ni a Macri ni a Milei, por sus nombres de pila) se habría presentado ella misma a la presidencia. Ciertamente, esto es lo que la inmensa mayoría de los militantes peronistas duros –o “kirchneristas”, como habían llegado a considerarse a sí mismos– esperaban. Pero Cristina pronto dejó claro que se consideraba una figura demasiado controvertida como para llevar al peronismo a la victoria en 2019. La versión taquigráfica que circulaba en los círculos peronistas de la época era: “Con Cristina no alcanza y sin Cristina no se puede.” Pero mientras que la historia política argentina generalmente enseñaba que los presidentes del mismo partido que sus predecesores cortaban las alas de sus predecesores (yo fui uno de los que cometieron ese error acerca de cómo gobernaría Alberto Fernández), la expectativa entre la mayoría de los peronistas era que Cristina sería el poder detrás del trono. El hecho de que Alberto Fernández no cumpliera estas expectativas, pero al mismo tiempo fuera demasiado débil para llevar a cabo un programa propio, suponiendo que lo tuviera, no es el menor misterio de su mandato. Pero el desastre que fue su gobierno –y Alberto Fernández bien podría ser señalado por los historiadores del futuro como el peor presidente que ha tenido Argentina desde el retorno de la democracia en 1983– no debería ocultar el terrible fracaso que fue el gobierno de Macri. Y es en el contexto de estos sucesivos fracasos, primero de la derecha neoliberal y luego del peronismo, como debe entenderse el ascenso de Milei al poder, la explosión que siguió a la implosión tanto del peronismo como de Juntos por el Cambio.

Estas implosiones fueron secuenciales. Al igual que en Francia, la primera vuelta de las elecciones presidenciales argentinas incluye una multitud de candidatos, lo que suele conducir, aunque no siempre, a una segunda vuelta entre los dos más votados. En esa primera vuelta, le tocó quedarse corta a la candidata de Juntos por el Cambio, la ex ministra de seguridad de Macri, Patricia Bullrich. Bullrich hizo campaña casi exclusivamente sobre cuestiones de ley y orden, y no hay duda de que su énfasis en estos asuntos resonó en una población argentina cada vez más aterrorizada por el meteórico aumento, en la última década, de la tasas de asesinatos, asaltos, robos con violencia e invasiones de viviendas que ahora asuelan a la sociedad argentina. Pero en cuestiones económicas, siguió más o menos una línea neoliberal estándar, aunque de una manera que no sugería que tuviera intención alguna de sacudir el statu quo político. Cuando hablaba de corrupción, Bullrich apuntaba exclusivamente a la corrupción kirchnerista, pero aunque hay una enorme cantidad de ella, tal corrupción no se limita en absoluto al peronismo. Por el contrario, todo argentino sabe muy bien que todo su sistema político está estructurado sobre la impunidad de la corrupción para la clase política, sin importar partido o ideología. Como escribió el periodista de investigación más importante de Argentina, Hugo Alconada Mon, en su disección definitiva del fenómeno, La raíz de todos los males: Cómo el poder montó un sistema para la corrupción y la impunidad en la Argentina, Argentina es un país en el que “los fiscales no investigan, los jueces no juzgan, los organismos de control no controlan, los sindicalistas no representan a sus trabajadores y los periodistas no informan”. Con todos esos elementos, Alconada preguntaba retóricamente: “¿Por qué habrían de querer cambiar el sistema aquellos que acumulan poder espurio y fortunas ilícitas, y quedan impunes, sean políticos, empresarios, jueces, periodistas, banqueros o sindicalistas?”

La promesa anticasta de Milei

Es cierto que, puesto que la corrupción peronista es generalmente artesanal, es decir, consiste en sobornos directos en forma de dinero que cambia de manos, o, en su forma más sofisticada –esta innovación se atribuye generalmente a Néstor Kirchner–, de funcionarios que reciben una parte financiera de las empresas que sobornan, la corrupción peronista es más fácil de identificar. Pero las modificaciones que Mauricio Macri introdujo en el código fiscal a lo largo de su gobierno permitieron a sus amigos ricos amasar fortunas gracias tanto a la información privilegiada que parecen haber obtenido como a diversas formas de arbitraje en los mercados de divisas. Y una serie de observadores argentinos bien informados, tanto peronistas como antiperonistas, creen que esta forma de corrupción de “guante blanco” casi con toda seguridad implicó beneficios mucho mayores para los que se beneficiaron de ella que cualquier cosa que, en sus sueños más salvajes y codiciosos, los Kirchner y sus compinches hubieran sido capaces de asegurarse para sí mismos.

La promesa de Milei de barrer a La Casta, a toda la clase política, peronista y antiperonista por igual, una promesa que ilustraba de forma rutinaria mediante sesiones fotográficas en las que agitaba una motosierra como símbolo de su determinación de cumplirla, combinada con una versión del neoliberalismo mucho más pura y combativa que la que Bullrich podría haber defendido jamás –uno de los llamamientos característicos de Milei a los posibles votantes era “no vine acá a guiar corderos, yo vine acá a despertar leones”–, fue suficiente para rechazar la candidatura de Bullrich sin mucha dificultad. Nadie se sorprendió, ni siquiera la propia Bullrich, cuando fue eliminada tras quedar en un pobre tercer puesto en la primera ronda de votaciones.

Frente a las predicciones de las casas de encuestas, fue Massa, y no Milei, quien quedó primero. Para empezar, Massa había sido ministro de economía desde julio de 2022 hasta las elecciones de 2023. Bajo su mandato la inflación alcanzó los tres dígitos. Massa había sustituido a Martín Guzmán, un keynesiano de izquierdas y protegido de Joseph Stiglitz que acabó ganándose la ira de Cristina porque, según ella, no había sido lo suficientemente duro con el FMI en la reprogramación de los pagos del “préstamo Macri”. Además, Massa no era un ministro cualquiera. Debido a la amenaza inminente de hiperinflación, la economía eclipsó todas las demás cuestiones durante los últimos dieciocho meses de la presidencia de Alberto, y este no solo no tenía ni idea de economía, sino que a finales de 2022 se había convertido en una especie de presidente ausente que, con la excepción de algunas grandilocuencias en política exterior que consistían en gran medida en rendir homenaje a Xi, Putin y Lula, parecía preferir tocar la guitarra en Los Olivos, el retiro presidencial, a tomar decisiones políticas. Como resultado, casi por defecto, Massa se convirtió en la práctica en el “copresidente” no coronado de Argentina. Eso le otorgaba un enorme poder, pero también significaba que asumía la culpa de que el gobierno no hiciera nada para mitigar con éxito, y menos aún contener, la galopante inflación.

Y, sin embargo, Milei parecía tan inestable psicológicamente en lo personal y tan extremista en lo político que muchos argentinos, sobre todo en las clases profesionales, en las universidades y en un mundo cultural que en Argentina, como prácticamente en todas las demás partes de América y de Europa occidental, se visten casi monolíticamente de izquierda y, de nuevo, como en Estados Unidos y el Reino Unido, de izquierda identitaria/woke, se permitieron esperar que Massa lograra la mayor remontada desde Lázaro. Se consolaron con la cantidad de grupos de la sociedad civil, no solo en las artes, sino también entre los profesionales, los sindicatos, los grupos feministas, incluso las asociaciones de fútbol, que salieron en apoyo de Massa, presumiblemente porque asumieron, erróneamente como se vio, que los miembros de esos grupos votarían como sus líderes les habían pedido que hicieran. Si a esto se añade el hecho de que Massa fue el claro vencedor del debate televisado que mantuvo con Milei en vísperas de la segunda vuelta, se puede entender ese espasmo de optimismo, aunque fuera equivocado. Incluso periodistas y comentaristas avezados que no sienten ningún afecto por Massa no solo concluían que dominaba los temas que afrontaba Argentina de un modo en que Milei no lo hacía, sino que el único acierto de Milei en su mano a mano con Massa había sido, para alivio, según se dijo, de sus asesores, no perder la calma y dar rienda suelta a las broncas, inventos e insultos que habían sido su pan de cada día como figura pública desde su irrupción en la escena mediática argentina en 2015.

El general Ancap, líder de Liberlandia

Llamar excéntrico a Milei, como han hecho a menudo algunos de sus compañeros libertarios fuera de Argentina a modo de control de daños, es un epíteto demasiado suave. Se trata de un hombre que en el pasado se describió a sí mismo como un gurú del sexo, y ahora reflexiona públicamente sobre convertirse al judaísmo (durante el viaje que hizo a Estados Unidos poco después de su elección para hablar con funcionarios de la administración Biden y del FMI, se tomó un tiempo para visitar la tumba y santuario del rabino ultraortodoxo jasídico Menachem Schneerson). Al mismo tiempo, Milei es un devoto de lo oculto, y confiesa sin el menor pudor su costumbre de hablar con una mascota muerta a través de un médium, además de haber clonado la mascota en cuestión, un perro mastín inglés llamado Conan, para criar los cinco mastines ingleses que tiene ahora, cuatro de los cuales llevan nombres de economistas neoliberales y libertarios. La clonación, ha dicho Milei, es “una forma de alcanzar la eternidad”. A menudo da la impresión de que Milei vive en el mundo de fantasía y deseos que normalmente asociamos a adolescentes obsesionados con los videojuegos. Y es, de hecho, un ávido devoto del cosplay, aunque allí la vida de fantasía de Milei está al servicio de sus opiniones económicas. En una convención de cosplay en 2019, Milei presentó a su personaje, el general Ancap, el líder de “Liberlandia, el país donde nadie paga impuestos”, cuya misión en la vida era “dar una patada en el culo a los keynesianos y los colectivistas”.

El personaje público de Milei parece diseñado para reflejar esas convicciones y obsesiones indómitas. Tiene una mata de pelo rebelde, que afirma con orgullo no peinar nunca, y parece creer que le da un aspecto leonino –ser un león al frente de una manada de leones argentinos es una de las imágenes que más aprecia Milei de sí mismo y ha calado hondo en el electorado argentino–, pero para el ojo cándido se parece sobre todo, por tomar prestada una ocurrencia del escritor y director de teatro británico Jonathan Miller sobre el historiador conservador Paul Johnson, al resultado de una explosión en una fábrica de pelucas de vello púbico. Y en sus apariciones públicas, no solo casi siempre ha parecido estar al borde de una rabieta histérica, sino que con demasiada frecuencia ha explotado en una de ellas. Y el programa económico de Milei puede parecer al menos tan alocado como su vida de fantasía. Ha prometido hacer frente al colapso del peso argentino desguazando la moneda nacional y sustituyéndola por el dólar estadounidense, abolir el banco central, privatizar muchas industrias, desde la aerolínea nacional hasta la compañía petrolera nacional, ofrecer a la gente vales educativos como alternativa a la educación pública.

Algunas de estas medidas, como los vales educativos y la privatización, están sacadas directamente del manual de Margaret Thatcher (una política a la que Milei dice admirar, una postura extraña, por decirlo suavemente, para un político argentino en relación con la primera ministra británica que rechazó los esfuerzos argentinos por, según se mire, apoderarse o recuperar el control legítimo de las islas Malvinas/Falkland). Pero otras, en particular la dolarización, y algunos planes de los que Milei ha sentido la necesidad de retractarse, como permitir el comercio de órganos humanos, son extravagantes incluso para alguien que se define como anarcocapitalista.

La ironía es que, en gran medida, la creencia generalizada en el establishment peronista de que Milei era demasiado extremista para salir elegido –una creencia especialmente arraigada en el propio Massa– resultó crucial para su éxito en la carrera hacia la presidencia argentina. Nacido en 1970 en el seno de una familia de clase media baja de Buenos Aires, educado en colegios parroquiales y formado como economista, Milei trabajó para varias instituciones financieras antes de convertirse en economista jefe de la empresa privada Corporación América, el holding del sexto hombre más rico de Argentina, Eduardo Eurnekian, cuya fortuna se basa en gran medida en Aeropuertos Argentina 2000, que gestiona los 35 aeropuertos más grandes del país, incluidos los de Buenos Aires, Mendoza, Córdoba y la ciudad balneario de Bariloche, así como aproximadamente el mismo número de aeropuertos internacionales. Según la mayoría de los informes, fue Eurnekian quien en 2013 lanzó la carrera mediática de Milei. No está claro por qué lo hizo. Según una versión, Eurnekian estaba profundamente descontento con las políticas del gobierno de Cristina y quería un portavoz para expresar su descontento en los medios de comunicación. Según otra, fue el propio Milei quien decidió que quería hacer algo más que trabajar entre bastidores en Corporación América y decidió por su cuenta buscar un papel más público. Pero no importa a qué versión se le dé crédito, difícilmente parece casual que el medio que contrató a Milei, primero como colaborador ocasional en 2013 y luego, un año después, como columnista a tiempo completo, fuera el sitio web de Infobae América, un portal de noticias en el que el sobrino de Eduardo Eurnekian, Tomás, tenía una participación del 20%.

Parece una sobredeterminación, en el sentido freudiano del término, que el primer artículo que Milei publicó en Infobae se titulara “Cómo contratar a un genio”. Pero fue cuatro años después, en 2017, a mitad del mandato de Macri, en el momento en que el gobierno enfrentaba su primera gran crisis económica, cuando Milei se convirtió en una figura mediática importante. Una vez más, según algunas versiones, fue un mero vehículo para publicitar la creciente angustia de Eurnekian por el rumbo económico que estaba tomando Macri. El apoyo de Eurnekian a la presidencia de Macri siempre había sido, por decirlo caritativamente, condicional. Había estado muy unido al padre de Macri, Franco; eran de la misma generación y el ascenso de cada uno a una gran riqueza guardaba sorprendentes similitudes. Pero Eurnekian nunca había tenido tiempo para Mauricio Macri, se dirigía a él habitualmente como “boludito” y una vez le dijo: “Es tu padre el que ve claro, no vos”, una opinión sobre su hijo que Franco Macri compartía totalmente, y rara vez perdía la oportunidad de dejarlo claro, tanto en público como en privado. Sin embargo, en 2017 Milei ya tenía la vista puesta en un papel público importante, por lo que parece poco probable que lo hiciera principalmente a instancias de Eurnekian. (La mejor descripción de esta red de relaciones puede encontrarse en la biografía de José Luis González de Milei, El loco: La vida desconocida de Javier Milei y su irrupción en la politica Argentina. Un extenso fragmento se publicó el 12 de julio de 2023 en El Diario Ar).

La irrupción de los outsiders

Cualesquiera que fueran las motivaciones originales de Milei, rápidamente se convirtió en un personaje conocido a nivel nacional como comentarista de televisión, un éxito que se debió en gran parte a su propensión a la provocación, su sed aparentemente inquebrantable de confrontación en directo con periodistas y tertulianos. Milei también tenía su propio programa de radio, Demoliendo mitos, que no abandonó hasta 2022, cuando consiguió su propio programa de televisión, Cátedra libre. En resumen, en el momento de la ruptura de Eurnekian con Macri, Milei no necesitaba la ayuda de Eurnekian ni de nadie para asegurarse la exposición pública. Por el contrario, el aumento de audiencia que obtendrían al contratar a Milei en sus programas de entrevistas significaba que los medios de comunicación clamaban por contratarlo. Como era de esperar, en 2020 una revista lo nombró la 27ª persona más influyente de Argentina (el primer puesto era para Cristina). Al año siguiente, Milei saltó al cuarto puesto. En 2021, daba cuarenta charlas al año predicando su evangelio anarcocapitalista, al principio en persona y luego, durante la pandemia de covid, a través de internet. Incluso montó una pieza teatral para hacer proselitismo de sus ideas, El consultorio de Milei, en la que, a modo de sesión de psicoterapia (nada sorprendente en Argentina, que tiene 145 psicólogos por cada 100.000 habitantes, la proporción más alta de todo el mundo), ofrecía un recorrido relámpago por los setenta años anteriores de historia económica argentina desde una perspectiva libertaria. Mientras tanto, Milei fue construyendo una red de personas influyentes en las redes sociales, cuyas posibilidades ha comprendido mejor que cualquiera de sus rivales políticos, ya sean peronistas o de centro derecha.

En las elecciones argentinas de mitad de mandato, en 2021, que infligieron una estrepitosa derrota al gobierno de Alberto Fernández, Milei fue elegido diputado como miembro de un nuevo partido político libertario, Avanza Libertad, que también contaba entre sus miembros con otro economista libertario, José Luis Espert, y con Victoria Villarruel, abogada de derechas y activista conservadora famosa en los círculos de derechos humanos por lo que consideran su negacionismo respecto a los crímenes de la dictadura militar de 1976-1983, acusaciones que Villarruel ha negado, aunque no de forma muy convincente. Pero Avanza Libertad no oculta sus simpatías por la derecha dura. Y Milei, Espert y Villarruel fueron firmantes entusiastas de la “Carta de Madrid: en defensa de la libertad y la democracia en la iberosfera”, con sus llamamientos a “la reivindicación de la herencia de la civilización occidental”, producida por la Fundación Disenso, el think tank del partido español Vox (la actual primera ministra italiana, Giorgia Meloni, y el político chileno de derechas José Antonio Kast también firmaron el documento). El líder de Vox, Santiago Abascal, ha dicho que su sentimiento hacia Milei es de “hermandad”. Posteriormente, Milei rompió con Espert y rebautizó su propio partido como La Libertad Avanza. Pero fue a Villarruel a quien se dirigió como su compañera de fórmula en las elecciones de 2023, aunque no está nada claro cuánta influencia tendrá realmente como vicepresidenta.

Pero en general la clase política argentina consideró la elección de outsiders políticos como Milei, Espert y Villarruel en los comicios de mitad de mandato de 2021 como un voto de protesta contra lo que incluso muchos peronistas admitían que era la desastrosa gestión económica del gobierno. Prácticamente nadie en la política argentina dominante, peronistas y antiperonistas por igual, creía que Milei tuviera alguna posibilidad seria de ser elegido presidente. Fue esta convicción de que, a pesar de la atención que había atraído y de haberse convertido en un factor en el debate político argentino, Milei era, sin embargo, inelegible lo que provocó que Sergio Massa, un político de carrera cuyo tropismo y habilidad para la intriga y las luchas internas es legendaria –un viejo chiste sobre Massa dice que su problema es que en momentos de crisis no sabe a quién traicionar –y que ha tenido la vista puesta en la presidencia durante al menos dos décadas, cometiera el error fatal de desempeñar un papel clave en impulsar a Milei a la prominencia política, incluso organizando transferencias de fondos a su campaña. Por más que Milei repitiera que consideraba a Massa “su enemigo”, está claro que al menos al comienzo de la campaña de 2023 Massa veía a Milei bajo una luz muy diferente.

Las razones eran directas y pragmáticas. Mientras analizaba el panorama político y preparaba su candidatura presidencial, Massa calculaba que si la derecha se mantenía unida en las elecciones de 2024 detrás de cualquier candidato que la coalición Juntos por el Cambio seleccionara en sus primarias, dada la impopularidad del gobierno de Fernández, ese candidato de Cambiemos probablemente sería elegido. Por otro lado, razonó Massa, si se lograba dividir a la oposición, él ganaría, a pesar de que, puesto que había sido ministro de economía desde 2022, gran parte de la culpa por el desastroso manejo de la economía por parte del gobierno estaba destinada a recaer sobre él. Y Milei parecía el vehículo perfecto para tal estrategia: lo suficientemente famoso como para desviar votos antiperonistas, pero un personaje demasiado extraño como para ganar realmente. Eso ya ha ocurrido antes en la política argentina. Una analogía mucho más sombría es el prolongado apoyo tácito de Israel a Hamás antes de las masacres del 7 de octubre, sobre la base de que era la Autoridad Palestina la que suponía una mayor amenaza para el Estado judío. En Milei, escribió Hugo Alconada Mon, Massa creó su propio monstruo de Frankenstein, pero al final ese monstruo “se le escapó de las manos” y terminó derrotándolo.

Sin duda, el gigantesco error de cálculo de Massa no fue el único factor en la victoria de Milei. El papel de Eduardo Eurnekian fue al menos igual de crucial. Una vez que Milei quedó primero en las primarias del 13 de agosto, fue Eurnekian quien se dio cuenta de que Milei podría obtener la presidencia y rápidamente le proporcionó un equipo de campaña, la mayoría de cuyos miembros importantes trabajaban o habían trabajado para Corporación América. Entre ellos destacan Nicolás Posse, ahora jefe de gabinete de Milei, Guillermo Francos, su ministro del interior, y Diana Mondino, su ministra de asuntos exteriores.

Independientemente de que el gobierno de Milei sea para Eurnekian, es decir, a su gusto, en buena medida ese gobierno ya es de Eurnekian. Y la deuda de Milei con Eurnekian en particular y con el establishment empresarial argentino en general es lo que hace tan sospechoso el principal atractivo que tenía para los votantes argentinos. Porque como Hugo Alconada Mon ha demostrado con una precisión deprimentemente documentada, en Argentina la clase política y la clase empresarial están tan interconectadas que denunciar a La Casta como si estuviera formada por la élite política pero no por la élite empresarial, como ha hecho Milei, se parece a describir un alfabeto omitiendo las vocales.

Contra el Estado

En el discurso que pronunció tras su toma de posesión –una ceremonia en la que uno de los espectáculos más curiosos fue que Cristina hiciera una peineta a los periodistas mientras era conducida al recinto del Congreso, haciendo el vacío a Alberto, pero charlando amablemente, incluso cordialmente, con Milei– Milei habló de la clase política argentina como si hubiera seguido “un modelo que considera que la tarea de un político es dirigir la vida de los individuos en todos los ámbitos y esferas posibles”. La respuesta de Milei es la clásica de los libertarios: el Estado tiene que quitarse de en medio. Solo así podrá florecer el libre mercado y las personas podrán desarrollar todo su potencial, para ser “una manada de leones y no de ovejas”, como tantas veces dijo durante la campaña. Citando a Jesús Huera de Soto, declaró rotundamente que “los planes contra la pobreza generan más pobreza, [y] la única forma de salir de la pobreza es con más Libertad”. Milei contraponía la Argentina del boom anterior a la Primera Guerra Mundial, cuando era uno de los países más ricos del mundo –“el faro de luz de Occidente”, la llamaba–, con la Argentina de hoy, ahogada en la pobreza, la delincuencia y la desesperación. Esto, insistía, se debía a que el modelo que había hecho rica a Argentina había sido abandonado en favor de un colectivismo suicida. “Durante más de cien años”, agregó, “los políticos han insistido en defender un modelo que lo único que genera es pobreza, estancamiento y miseria, un modelo que considera que los ciudadanos estamos para servir a la política y no que la política existe para servir a los ciudadanos”.

El problema de este relato de la historia argentina es que, por encantador que resulte acreditarlo, como historia omite tantas cosas que resulta sencillamente indefendible. Sí, la edad de oro económica de la Argentina anterior a 1914 hizo rico al país; si se necesitara una prueba, la gran arquitectura burguesa de Buenos Aires lo demuestra. También fue una época en la que se sentaron las bases de la educación de masas en Argentina y se produjeron grandes avances en la sanidad pública. Nunca se sabría por el relato de Milei que el sufragio universal masculino se introdujo en Argentina en 1912, durante la presidencia de Roque Sáenz Peña, con el apoyo de Hipólito Yrigoyen, líder de la Unión Cívica Radical (UCR), y que la primera vez que se aplicó fue en las elecciones presidenciales de 1916 que llevaron a Yrigoyen al poder, mientras que las mujeres argentinas solo obtuvieron el derecho al voto en 1947, durante el primer mandato de Juan Perón como presidente. Tampoco se sabría al oír el discurso inaugural de Milei, donde elogió como “uno de los mejores presidentes de la Argentina” al general Julio Argentino Roca, que fue presidente de la Argentina entre 1880 y 1886 y nuevamente entre 1898 y 1904, y que es una figura inmensamente controvertida en la historia argentina debido a su liderazgo de la genocida Campaña del Desierto en 1878 contra los pueblos indígenas del sur del país, que Roca se opuso ferozmente no solo al sufragio universal sino incluso al voto secreto.

Cuando Milei habla del modelo desastroso de los últimos cien años, en realidad se refiere a la Argentina que comenzó a gestarse en 1916, cuando Yrigoyen asumió la presidencia. Sin duda, lo que Milei tiene en mente es la creación por parte de Yrigoyen de un sistema ferroviario nacional de propiedad estatal, su nacionalización parcial de los recursos energéticos de Argentina. Lo que deja fuera no es solo el papel de Yrigoyen en la introducción del voto secreto y el sufragio universal masculino, sino también las reformas y la expansión del sistema universitario y la creación de las primeras cajas de jubilación para los trabajadores. Para dar crédito a la versión de Milei, no solo del siglo XX en Argentina sino también a nivel mundial, habría que creer que los grandes movimientos de reforma social que llevaron a la legitimación de los sindicatos, las vacaciones pagadas para los trabajadores, los regímenes impositivos progresivos, etc. eran totalmente innecesarios, que los mercados habrían resuelto todos estos problemas a satisfacción de todos. Olvídense del comunismo: desde este punto de vista, incluso la socialdemocracia se convierte en un acto de autolesión colectiva. Y en el contexto específico de Argentina, significaría que el peronismo fue una imposición total a la población, o que el hecho de que gran parte de la población abrazara el peronismo, y haya permanecido leal a él desde la elección de Juan Perón en 1946, es uno de los ejemplos más extraordinarios de autoengaño social y político de la historia mundial.

Los hechos históricos dicen lo contrario: el peronismo surgió precisamente a causa de los fracasos del orden liberal en Argentina, por el que Milei siente tanta nostalgia. El ascenso personal de Perón desde la oscuridad se debió, al menos en parte, al hecho de que el terremoto de 1944 que redujo a escombros la mayor parte de la provincia de San Juan fue ampliamente entendido en su momento, tanto a nivel regional como nacional, como una demostración de la bancarrota del viejo orden social, mientras que el exitoso esfuerzo del entonces coronel Perón por reconstruir la provincia ofrecía un atisbo de una Argentina diferente y mejor. (Para un relato detallado del propio terremoto, y del papel que desempeñó en el ascenso de Perón, el libro de Mark A. Healey’s The ruins of the New Argentina: Peronism and the remaking of San Juan after the 1944 earthquake es extraordinariamente valioso.]

La razón por la que tantos argentinos permanecieron leales al peronismo durante tanto tiempo fue por sus logros, empezando por el de fomentar una clase media masiva. Puede que Milei tenga razón cuando afirma que el estatismo en general, sea en su forma socialista, socialdemócrata o incluso democristiana, ya no sirve. Pero su afirmación es mucho más atrevida: que el estatismo nunca ha sido adecuado. Y eso es una ilusión a gran escala y en una forma inusualmente pura.

La mayoría de los argentinos lo saben, y por eso, a pesar de todos sus fracasos, han vuelto una y otra vez al peronismo. El hecho de que, a pesar de eso, Milei no solo derrotara a Massa, sino que lo superase por once puntos –55% a 44%–, una victoria aplastante en términos políticos argentinos, y la peor derrota que ha sufrido el peronismo en 75 años, es un testimonio elocuente de la rabia por el presente y la desesperación por el futuro que embargan ahora a tantos argentinos, incluidos los que en el pasado votaron al peronismo. De las veintitrés provincias argentinas, además de la Ciudad de Buenos Aires, Massa solo ganó en tres: la Provincia de Buenos Aires (no confundir con la Ciudad), en la que se encuentra el conurbano, y las provincias de Formosa y Santiago del Estero.

E incluso en la Provincia de Buenos Aires, Massa ganó solo por dos puntos porcentuales –51% a 49%–, mientras que para haber tenido alguna posibilidad de ganar la presidencia tendría que haber ganado allí abrumadoramente. Es cierto que en algunos aspectos Massa fue un candidato particularmente débil y no solo un político que no pudo escapar al veredicto condenatorio de su propio historial en el cargo. Por ejemplo, dijera lo que dijera Massa durante la campaña para congregar a los fieles peronistas, y por mucho que elogiara a Cristina, todos los posibles votantes peronistas sabían que no era en modo alguno kirchnerista ni ningún otro tipo de peronista de izquierdas. Sin duda habrían preferido a la propia Cristina o, en su defecto, a Axel Kicillof, gobernador de la provincia de Buenos Aires, o a Wado de Pedro, ministro del interior del gobierno de Alberto, ambos sus protegidos.

El apoyo de los pobres

Pero considerar la elección de Milei como un voto contra el gobierno y no a su favor es malinterpretar lo que acaba de ocurrir en Argentina. El atractivo de Milei es profundo y amplio, y atraviesa todas las clases sociales. Para la élite cultural y profesional, cuya antipatía hacia Milei siempre fue visceral y que con su elección ahora también está estupefacta –en un incidente emblemático a finales de la campaña, Milei fue abucheado cuando asistió a una representación en el Teatro Colón de Buenos Aires, tras la cual gran parte del público bramó burlonamente el himno peronista–, el personaje que proyecta Milei, en toda su agresividad y absolutismo, es espantosa. Los analistas pensaban que la victoria de Massa en el debate tendría influencia en el sentido del voto. Pero para mucha gente pobre, especialmente hombres jóvenes pobres, que trabajan en el 40% de la economía argentina que ahora es informal, lo que importaba no eran los argumentos específicos sino la promesa de rescate. “No seas una oveja, levántate, ven a ser un león conmigo” era el mensaje que les transmitía Milei. Las cosas pueden mejorar para ti y los tuyos (debo este punto, y el análisis más amplio que implica, a Carlos Pagni).

Ciertamente, estos votantes no se preocupan mucho por la abolición de las subvenciones a la industria cinematográfica o cualquiera de las otras cuestiones culturales que tanto encendieron a la audiencia esa noche en el Colón. Tampoco les preocupan mucho los derechos de las personas trans, ni siquiera los derechos humanos tal y como los entienden las élites. Por supuesto, al igual que con las elecciones de Trump y Bolsonaro, la elección de Milei es bastante incomprensible para la mayoría de esta élite. Por supuesto, ¡no conocen a nadie que haya votado por él! Pero aquí hay que tener cuidado. La visión que tiene de Milei la izquierda liberal convencional, según la cual es simplemente una versión argentina de Trump o Bolsonaro y su victoria una medalla más en la pechera del populismo de derecha global, junto a Meloni en Italia u Orbán en Hungría, es en el mejor de los casos una verdad a medias. Y es que ni Trump ni Bolsonaro tuvieron nunca nada parecido al atractivo de Milei para los pobres. En ese sentido, como en tantos otros, es sui generis.

Pero como dijo una vez un gobernador del estado de Nueva York en Estados Unidos, uno hace campaña en poesía pero debe gobernar en prosa. El aforismo resume el reto al que se enfrenta Milei. Tras haber llegado al cargo subido en una ola de emoción, ¿cómo gobierna realmente? La Libertad Avanza fue en gran medida un vehículo para las aspiraciones presidenciales de Milei y presentó muy pocos candidatos a las elecciones a diputados o al Senado. Como resultado, aunque puede imponer parte de su programa por decreto –que es justo lo que prometió hacer en su discurso de investidura–, la mayor parte de lo que Milei quiere llevar a cabo requerirá la aprobación del Congreso. Sin embargo, para conseguir que se apruebe dependerá de la mayoría de derechas en la Cámara de Diputados, mientras que en el Senado, donde los peronistas están a un paso de la mayoría, Milei necesitará no solo los votos de la derecha, sino también los de al menos algunos senadores peronistas dispuestos a desafiar la disciplina de partido y apoyar determinadas partes de su programa legislativo. Esto hace a Milei cruelmente dependiente de Mauricio Macri y el PRO, y de la UCR, así como de los gobernadores provinciales peronistas, muchos de los cuales nunca han sido kirchneristas y tienen una gran influencia en cómo los diputados y senadores de sus provincias emiten sus votos. Para decirlo crudamente, Milei, que llegó al gobierno con la promesa de acabar con La Casta, ve ahora que depende de ella no solo para tener éxito, sino incluso para sobrevivir. Este es el reto que llevó a Carlos Pagni a decir que para Milei La Realidad Avanza. ~

Traducción del inglés de Daniel Gascón.

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David Rieff es escritor. En 2022 Debate reeditó su libro 'Un mar de muerte: recuerdos de un hijo'.


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