Inspiración para leer (Jot Down Books, mayo 2021) no defrauda las expectativas de quienes llevamos muchos años leyendo a José Antonio Montano. Lo hemos leído, al cabo de los años, en los medios más diversos: en los apuntes brillantes y divertidos que publicaba en el viejo Nickjournal, el blog de Arcadi Espada, al principio con pseudónimo, que fue donde me encontré con él por primera vez; luego lo seguimos por Kiliedro, Zoom News, Factual, o Frontera D; y en los últimos años (escribe) en Jot Down, El Español, The Objective, donde ahora colabora semanalmente; o en el Sur donde su dietario sale el último sábado de cada mes. Muchas de esas piezas pueden encontrarlas en su blog El aprendiz al sol.
Este volumen tiene una factura excelente. Escrito con la elegancia y la gracia a la que nos tiene acostumbrados, el libro es un festín literario para el lector, desbordante de ingenio, de cultura, de humor y, sobre todo, de inteligencia. Por lo demás, aquí encontrarán quintaesenciado, decantado, todo el universo montanesco, que lo tiene y muy suyo, como conocen bien sus lectores: los grandes escritores a los que venera con fidelidad admirable (Cioran, Jünger, Nietzsche, Pessoa, Bernhard, Savater, entre otros); el cine que le gusta (de Billy Wilder a Eric Rohmer o Woody Allen); las ciudades que ama, como Lisboa, Río de Janeiro o Madrid; sus pasiones, como la música brasileña, el Tour de Francia o Chiquito. En realidad, solo he echado en falta el pulpo frito. Como él mismo confiesa en el prólogo: “Ahora pienso que aquí está todo: todo lo que soy y todo (casi todo) lo que amo y parte de lo que detesto” . Si me apuran, aunque con buen criterio ha procurado alejarse en el libro de la actualidad y la refriega política, recogiendo trabajos de temas literarios, culturales o vitales, también se transparentan por aquí y por allá, de soslayo, reflexiones sobre los asuntos públicos que le importan, de la libertad individual al Estado de derecho.
En el texto recuerda la felicidad que le procuró, una mañana de lectura en un césped de la Complutense, un libro de los menos conocidos de Fernando Savater, titulado Sobre vivir (1983), con el que descubrió precisamente el formato de “libro de artículos” que hoy nos trae. Más habitual en el mundo anglófono que aquí, es un formato que tiene sus riesgos. Se refiere a ello Montano cuando habla de Julio Camba y señala que sus columnas, hechas para dosificarse en el tiempo, acababan por generar cierta monotonía al leerlas de corrido en un volumen. Lo dice muy bien: “El goteo en el periódico era lo que más les convenía (…). Pero ya se ofrecen todas simultáneamente, como el almanaque quieto de los tiempos que pasaron. Esta simultaneidad les perjudica”. Que es tanto como decir que, en esta clase de libros, a veces la suma resta.
Nada de eso sucede con Inspiración para leer, y eso que en mi caso ya conocía no pocas de las piezas ahora seleccionadas. Al contrario, uno tiene la impresión de que ganan sin duda al ponerlas juntas, sin perder por ello frescura. Adquieren, en cambio, un mayor realce y amplitud, abriendo espacio para que el lector siga el desarrollo de las ideas, las afinidades temáticas y los recursos de estilo; en definitiva, el lector tiene acceso a un cuadro más completo y rico en detalles, donde puede apreciar cómo se despliegan las mejores cualidades del autor (entre ellas una mirada sutil y perspicaz, a la que no se le escapa detalle), a propósito de los asuntos más variados, en una prosa siempre tersa y clara.
Montano sugiere algo así cuando se presenta como “columnista en batín”: “El discurso del columnista es el que conforma el conjunto de sus columnas. Debido a la limitación del espacio, no puede decir todo en todas. Pero en conjunto se equilibran entre sí, o van sumando facetas, o recovecos, o matices” . Efectivamente, aquí la acumulación suma. Por eso es un acierto esta recopilación, pues nos permite apreciar al Montano escritor de una forma que las piezas sueltas y dispersas no permitirían. Que se puedan leer igualmente en orden o picoteando, sin perder por ello interés, vivacidad o frescura dice mucho de su estilo, que viene marcado por esa cualidad que tanto le gusta: la ligereza. “El don que más admiro, el más cortés”, dice a propósito de Rohmer .
Ese estilo leve, ágil y sutil a un tiempo, es el genuino “toque Montano”, la marca de la casa. Por eso conviene entenderlo bien. Pues aunque guste del punto frívolo, la escritura de Montano tiene siempre sustancia y da que pensar. Lo que quiero decir es que Montano es “un escritor de ideas”, como los autores a los que admira (por eso los admira). De hecho en el libro se entrecruzan constantemente la literatura y la filosofía, sin que Montano establezca fronteras entre ambas; por el contrario, entiende que el cruce y la hibridación entre ambas es tan afortunado como fértil. Así lo declara en el capítulo sobre Eugenio Trías: “Yo, que soy más de la literatura que de la filosofía (aunque a la literatura le reclamo filosofía), admiro principalmente a Trías como escritor: como escritor filosófico” . Lo mismo podría decir de Savater, de Cioran, de Paz o de Jünger, por citar solo a unos pocos.
Si a los filósofos les pide que sean escritores, a los escritores les reclama filosofía. En ese espacio intermedio no solo están sus pasiones literarias, sino que se mueve él como escritor. Lo deja meridianamente claro en una pieza maravillosa donde juega con aquella frase de Umbral en la que calificaba despectivamente a Octavio Paz como “un Ortega con Poncho”. Devolviéndole el cumplido, Montano invierte la descripción: Umbral sería entonces “un poncho sin Ortega”, una armazón retórica sin filósofo dentro (p. 71). Dicho de otro modo, las buenas frases, las metáforas brillantes, “sin una buena idea ni una sola verdad” no bastan, pues solo servirían para el “lucimiento retórico”; serían como “papel moneda inflacionario, sin oro de lo real que lo respalde”.
Reparen en la expresión: “el oro de lo real”, no las baratijas o la quincalla que hacen de sucedáneos. Cuando Montano habla de ideas no se refiere a ideas precocinadas, a menudo dispensadas en paquetes ideológicos, que imponemos a la realidad, aunque sea a martillazos; no se trata de esas secas “verdades de la inteligencia” que, como decía Proust, han perdido la frescura y la savia que da el contacto con la experiencia. Si la labor del escritor es dar cuenta de esa experiencia, elevándola a la expresión precisa de su propio sentido, se entiende que Montano no levante frontera alguna entre literatura o filosofía. De ahí su convicción de que la literatura o el arte tiene menos que ver con la belleza (o la bondad) que con la verdad. A quienes lo conocemos esa convicción no nos sorprende, pero además está blanco sobre negro en el libro: “Esta obra (el bebé de Mueck que se expuso en el CAC) me ha reafirmado en algo de lo que cada vez estoy más convencido: de que el arte tiene que ver menos con la belleza (y la bondad) que con la verdad. (…) Es decir, es la verdad la que otorga belleza o bondad” . No se equivoquen, que es el nietzscheano quien habla aquí.
Consideren si no lo que dice unas líneas antes a propósito del arte en general, donde no diré que se expresa su “ideal estético”, dada su intolerancia a las expresiones rimbombantes, pero sí transmite una convicción clara:
“(…) Pienso en un arte sin retórica entorpecedora, un arte transparente, que permite ver lo que hay más allá del artificio: la claridad, la oscuridad, la vida” .
Lo mismo se aplica a la literatura, por supuesto. De ahí que trace una contraposición muy eficaz entre dos estilos: “Podría decirse que en el autor con ideas el estilo es un reflector que ilumina la realidad. En el autor meramente retórico, en cambio, el estilo no es más que el foco de su escaparate” . El escritor con ideas, en consecuencia, no cansa, porque esas ideas surgen del contacto o la rozadura constante con la realidad. La conclusión de aquel texto es lapidaria: “El poncho de la retórica no basta. Es necesario que dentro haya un filósofo” (aunque sea Ortega, añade burlón) .
Esa polémica contra la “retórica inflada, hueca”, los abalorios literarios o la quincalla filosófica, no es cosa de un capítulo, sino uno de los hilos argumentales que recorre el libro, apareciendo constantemente aquí y allá. Si hay algo que Montano detesta es la pomposidad y el discurso pretencioso. Como buen nietzscheano, le repele el “espíritu de pesadez”, que se toma demasiado en serio, ya sea en la literatura, el arte o la filosofía. Frente a lo cual no solo predica, sino que practica el arte de la ligereza y la ironía, que vienen a ser como las dos caras de la misma moneda. Es lo que constituye, en mi opinión, su rasgo más característico. En una lectura rápida es fácil comprobar que los términos “ironía” o “irónico” aparecen asiduamente a lo largo del texto. El propio Montano reconoce que “la ironía es su salsa” (p. 166) cuando habla de Félix Grande, quien al parecer carecía de ella. Tomándole la palabra, me gustaría detenerme a ver por qué el estilo del autor de Inspiración para leer es fundamentalmente irónico.
La cosa tiene su complicación, pues es notoriamente difícil de definir la ironía, o lo irónico, como saben; no solo la expresión tiene una larga y complicada historia, sino que hoy proliferan los usos más diversos, entre los cuales es difícil encontrar algo que más que un vago parecido de familia, que diría Wittgenstein.
En su acepción más sencilla y conocida, que se encuentra ya en los retóricos romanos, la ironía es un tropo o figura retórica mediante la cual damos a entender lo contrario de lo que literalmente afirmamos (“se ve que te adora”, cuando en realidad le detesta; “hace un tiempo maravilloso”, pero el tiempo es pésimo). En este primer sentido, la ironía está presente desde el principio en su iniciación a la lectura, que empezó con un álbum de Mortadelo y Filemón, como Montano rememora en su texto “La ironía inaugural”. Según cuenta, había mirado muchas veces las viñetas hasta el día en que se pone a leerlo y advierte una clara oposición entre lo que ve en los dibujos y lo que dicen las palabras (por ejemplo, un aparatoso accidente múltiple de tráfico es descrito como una jornada que se inicia con total normalidad). La lectura aportaba ese contraste entre la realidad y lo que decimos de ella; pero eso que decimos apartándonos de los hechos ya no es simplemente falso o equivocado, no es mentira, sino una forma de tomar distancia o de jugar humorísticamente con la realidad de una forma amable, sin pretensión de engañar.
En sentido estricto Montano usa poco el tropo o la figura literaria, luego cuando dice que “la ironía es mi salsa” se refiere a otra cosa, al tono con que escribe, en el que nunca falta el humor amable, el juego y establece las distancias en primer lugar consigo mismo. Si quieren saber a qué me refiero, lean esa pieza magnífica que es “Mi suicidio poético” , después de la cual no verán un acto como este con los mismos ojos. Como en otras piezas, ahí verán que la ironía es también una forma de mirar las cosas y no solo algo que se predica de un texto o un acto de habla. Es algo que ya vieron los maestros romanos de retórica como Cicerón o Quintiliano, a quienes debemos en realidad nuestro concepto de ironía. Les debemos además nuestra valoración positiva del irónico como una persona elegante y cortés, que disimula lo que piensa sin engañar; “fina disimulación”, la llama Cicerón, que también usa una fórmula estupenda: “jugar (o bromear) con seriedad” (severe ludens).
Esas maneras amables y elegantes (de quien “bromea en serio”) están presentes en Montano, como autor tanto como en persona. Es difícil no acordarse de la “lucidez bien humorada y cortés” que atribuye a sus maestros, Cioran o Savater. En Montano es muy importante el humor, pues aligera el peso de la vida (de ahí viene “alegría”), pero se trata de un humor irónico, fino, en el que la lucidez va unida necesariamente a la cortesía y cierta cordialidad. Por eso contrasta la ironía con el sarcasmo, donde la burla o el humor es hiriente, ofensivo y hasta cruel. Como dice con Savater, “el sarcasmo rechaza, la ironía acoge”. Ahí está seguramente uno de los atractivos/secretos de este libro.
Pero hay algo más. Si me permiten el prurito pedante, cuando Cicerón habla del encanto o la elegancia de la persona irónica toma como ejemplo a Sócrates. Es la célebre ironía socrática. Se nos olvida, sin embargo, que esa imagen es algo posterior que debemos a Cicerón, pues para los contemporáneos del filósofo ateniense el término griego eironeia tenía un sentido completamente distinto, claramente desfavorable. Para Demóstenes el eiron es aquel que se evade de sus obligaciones cívicas; para otros como Teofrasto es la persona falsa, con doblez, pues anda siempre con fingimientos y disimulos. Cuando tachan a Sócrates de “irónico” están afirmando literalmente que finge que no sabe o disimula que sabe, pretendiendo ser una cosa (el discípulo) cuando es otra (el maestro). Sobre ese trasfondo, se establecía un contraste marcado entre la figura del eiron, aquel que disimula las cualidades valiosas que posee o finge no tenerlas, frente al alazon, que sería el bravucón o jactancioso que exagera sus cualidades o presume de méritos que no tiene. Por eso Aristóteles dice que el eiron resulta siempre más agradable y amable que el pretencioso alazon, aunque no deja de ser un defecto con respecto al justo medio que es la persona veraz.
Todo esto viene a cuento de que no podemos entender a fondo la ironía de Montano sin recuperar ese viejo sentido griego de la eironeia prerromana. Pues nuestro amigo es un eiron pudoroso, que procura no tomarse demasiado en serio y disimula frente al alazon presuntuoso que abunda en el mundo literario y cutural; que opone el humor y la distancia irónica, empezando por él mismo, a todo lo que suena a pomposo o a retórica inflada. Es algo que repite: “hay que desconfiar del artista que se toma a sí mismo demasiado en serio, el artista pomposo” . Ahí está la veta irónica de la que surge el arte de la ligereza que tan bien practica. Se ve claramente en muchos de sus textos, pero hay uno que me gusta especialmente donde explica la frescura de Bernhard. Es algo más largo, pero vale la pena:
“(…) Escuchando a Bernhard de pronto se da uno cuenta de lo que no está escuchando (…) y comprende por qué sus palabras son aire fresco. En las tiradas verbales de Bernhard no hay una sola frase pomposa, ni una sola frase pretenciosa, ni una sola frase abstracta, ni cultural, ni artística. Nada de fárrago culturizante, ni artistizante, ni literaturizante, ni programatizante. (…) Es salvaje y vital”.
Les propongo el mismo ejercicio aplicado a Inspiración para leer. ¿Qué es lo que uno no está escuchando? Desde luego, no hay afectación ni prosopopeya, ni se imparte doctrina, sino un estilo fresco y claro; limpio, como le gusta decir. Si se fijan, a través del retrato que va trazando de sus autores más queridos esboza sin quererlo un autorretrato, como cuando describe la escritura de Savater como “ágil, sin grasa, punzante, ingeniosa y cordial”. O en estas palabras de nuevo sobre Bernhard, donde yo –qué quieren que les diga– lo veo a él, a Montano: “Hay humor (…). Y hay heterodoxia libre, ligera, nada programática, y por eso mismo contradictoria y sin miedo: sin miedo a incurrir en la ortodoxia (En las antípodas, por tanto, de nuestros aplicados apóstoles del hormigonado heterodóxico)”. Juzguen ustedes.
Si descubrimos a Montano cuando habla de los libros y autores que le gustan, en cambio, cuando habla de sí mismo siempre asoma la ironía. Comparen con el pasaje donde se presenta a sí mismo al principio del libro, de donde sale el título del libro: “Contra lo que algunos piensan, soy un mal lector. Con los libros que no me gustan, sencillamente no puedo; y con los que me gustan, debo esperar el momento adecuado. Soy un lector perezoso, esquivo, fácilmente derrotable. Siempre he necesitado inspiración para leer”.
A mí me gustan especialmente esas partes en que habla de la lectura, pero el lector no puede dejar de captar el punto irónico que tiene el pasaje, aunque sea no intencionado. Si Montano es un mal lector, ¿qué somos los demás? No me refiero a las apabullantes listas anuales de lecturas que publica a final de año, porque aquí no es cuestión de cuánto lee, sino de cómo lee. Porque el contraste es evidente entre lo que Montano dice de sí y lo que el lector tiene delante en el libro. Hay quien habla en estos casos de ironía compleja, pues lo que se dice es falso en un sentido, pero verdadero en otro, y corresponde al oyente o al lector averiguar en cuál. Así es cómo Montano guía suavemente al lector: mostrándole cómo se lee y dándole qué pensar, sin conclusiones predeterminadas; ofreciéndole aquellas “lentes de aumento”, que pedía Proust en El tiempo recobrado, para ver mejor no solo los libros, sino la vida que tenemos delante. ¡No en vano es un nietzscheano!
Es doctor en filosofía y profesor de filosofía moral en la Universidad de Málaga.