Uno de los acontecimientos centrales en esa suerte de vida secreta de la literatura que es la traducción es el trabajo de Marcelo Zabaloy (Bahía Blanca, 1957). Las traducciones de Zabaloy son ciertamente extraordinarias y colocan al argentino, como antes a su compatriota José Salas Subirat (1900-1975) y al polígrafo valenciano José María Valverde (1926-1996), en el muy selecto elenco internacional de los traductores de Joyce. Pero si Ulises (1922) ya había sido traducido íntegramente al español por Salas Subirat y Valverde, la traducción de Zabaloy de Finnegans wake (1939) es la primera versión completa, en nuestra lengua, de una novela por definición intraducible. Tanto Ulises como Finnegans wake han sido editadas en Buenos Aires por El Cuenco de Plata en 2015 y 2016; en ambas traducciones se ha hecho auxiliar por amigos y colegas como Eugenio Conchez, Teresa Arijón, Anne Gatschet, Pablo Hernández y Edgardo Russo. No me fue fácil localizar a Zabaloy, quien generosamente contestó a mis preguntas desde la reticencia y la modestia del verdadero traductor: un oficiante casi secreto.
Empiezo por lo obvio. ¿Cómo se convirtió usted en traductor de Joyce?
Por puro azar. Estaba leyendo –en inglés– el Ulises por primera vez y me deslumbró particularmente un párrafo de Ítaca, el episodio 17, donde el narrador nos cuenta las similitudes que Leopold Bloom veía entre la mujer y la luna. Quise traducir ese párrafo para leérselo a mi esposa. Me pasé una tarde para traducir diez o doce líneas y ese ejercicio me produjo un enorme placer; así que seguí, terminé el episodio 17, seguí con el monólogo de Molly Bloom y empecé, como se debe, por el episodio 1. Así fue la cosa.
Es inevitable preguntarle por su opinión sobre las experiencias previas de traducción del Ulises al español, las de José Salas Subirat y José María Valverde, por ejemplo, así como los pocos fragmentos y capítulos de Finnegans wake que habían aparecido en nuestra lengua. Supongo que es un asunto de gratitud, de emulación, pero también de contrariedad…
Quise leer el Ulises en inglés para no tentarme con endilgarle las dificultades de comprensión a una traducción supuestamente defectuosa. Y en mi proceso de traducción, por lealtad conmigo mismo, ni siquiera espié ninguna traducción. De todos modos Edgardo Russo, el editor de El Cuenco de Plata, sí leyó la de Salas Subirat y me hacía comentarios de lo que él creía que estaba bien y lo que estaba mal. La traducción que sí tuve como referencia fue la de Auguste Morel y Valery Larbaud, con la colaboración de Stuart Gilbert y la participación de l’auteur. De estas comparaciones que hacíamos con Edgardo concluí que Salas Subirat había hecho lo mismo. Él jamás habría podido resolver las cosas que resolvió sin ninguna referencia. Que yo sepa, no hay cartas entre Salas Subirat y Joyce. Pero el experto en ese tema es mi compatriota Lucas Petersen, que escribió una hermosa biografía, El traductor del Ulises. Salas Subirat. El único texto disponible que había en 1930 era el libro de Stuart Gilbert, El “Ulises” de James Joyce. Muchas expresiones de Salas Subirat son idénticas a la traducción de Morel y Larbaud; el siguiente es solo un ejemplo:
…by in her noddy. / Let me see. Is he… (“Wandering Rocks”, p. 237)
…pasó en su berlina. / Veamos. ¿Está… (Salas Subirat, p. 255)
…passa dans sa berline. / Voyons. Est il… (Morel y Larbaud, p. 235)
El uso de berlina para noddy. Este término solo lo encontré en el Ulysses annotated de Don Gifford y Robert J. Seidman.
Lo que hizo Salas Subirat, considerado con la perspectiva de los años, es algo formidable y muchas de sus soluciones que hoy en día consulto me parecen maravillosas; otras no tanto, pero incluso equivocadas son una delicia: “Un hombre de genio no comete errores; sus errores son voluntarios y nos abren las puertas de la percepción…”
Las otras traducciones no las leí, pero todas me merecen el mayor de los respetos porque sé lo que implica traducir semejante libro. Me parece normal que los españoles prefieran las traducciones locales y los rioplatenses, por supuesto que no todos, se inclinen por la mía. No sería honesto que yo emitiese un juicio crítico. No puedo señalar los errores de nadie, suficiente tengo con los míos.
Respecto a Finnegans wake debo decir que tampoco leí nada de lo traducido al castellano y que sí leí todo lo que pude de la traducción al francés de Philippe Lavergne y, sobre todo, la de Anna Livia Plurabelle que en su momento hicieron los allegados a Joyce, entre ellos Alfred Péron, Eugene Jolas y Samuel Beckett. Yo ya había traducido los primeros ocho capítulos, incluyendo el denominado “alp” y quería ver qué habían hecho ellos dado que el mismo Joyce los supervisaba. Me di cuenta de que las distorsiones que yo había hecho en los capítulos precedentes eran análogas a las que hacían en francés. Y después tuve la extraordinaria ayuda de la traducción de Hervé Michel, Veillée pinouilles, que es una maravilla ignorada por la cátedra francesa. Con Hervé me reuní varias veces y leíamos juntos, él en francés y yo en castellano, y nos divertíamos muchísimo. Cada lector que lee el Finnegans wake en el idioma en que fue escrito hace necesariamente su propia traducción innegociable. Y está muy bien. Juan Díaz Victoria hace un trabajo monumental con su traducción anotada y seguramente superará de lejos la que hice yo, como tiene que ser. Me quito el sombrero ante todas las versiones pasadas y futuras sobre las que no tengo nada que decir que no sean palabras de aliento y felicitaciones por el empeño en algo tan particularmente enredado como Finnegans wake.
Me llama la atención –lo digo en mi reseña–
{{Finnegans wake en español”, Confabulario, 20 de abril de 2019.}}
que la “nueva crítica” del siglo XX se ensañó con Racine y sus exégetas, pero es difícil hallar a los Barthes, a los Genette, a las Kristeva, a los Culler, en las bibliografías críticas sobre la obra en prosa más osada del siglo XX. ¿A qué atribuye esa indiferencia ante Joyce por parte de esos modernos?
El Finnegans wake por dentro, de Mario E. Teruggi, publicado en 1995 por editorial Tres Haches, es extraordinario; se puede leer independientemente de haber o no leído el libro de Joyce. Según Teruggi la novela es decididamente intraducible, pero lo cuenta tan pero tan bien que dan ganas de traducirlo. Yo lo leí después de terminar mi primera versión, si lo hubiera leído antes posiblemente no me habría animado. Michel Butor escribió “Bosquejo de un umbral para Finnegan”, un ensayo corto y precioso, que también traduje.
El desinterés de la crítica que usted menciona creo que puede deberse a una cuestión de tiempo, quiero decir, a una cuestión de falta de tiempo para casi todo lo que no sea sobrevivir. Según César Aira, vivir consiste en el arte de mantenerse vivo y por consiguiente, a menos que alguien tenga una vida con las necesidades básicas bien provistas o que resuelva que no necesita tanto para vivir como por lo general se cree, el tiempo que insume semejante tarea debe ser remunerado dignamente y el dinero no lo quiere poner nadie y mucho menos las editoriales. Yo creo que es un desinterés entendible. Cortázar decía que los argentinos hacen las cosas por obligación o por fanfarronería. En mi caso, nadie me obligó. Por ejemplo, la única crítica que se emitió en Argentina la realizó un periodista de la Revista Ñ que me pidió por correo electrónico que le dijera dónde estaba este o aquel pasaje –con alusiones a nombres criollos–. Yo le respondí como un ingenuo y el tipo publicó un artículo poco menos que insultante a la semana, poniendo en evidencia que no leyó nada de lo que quería destruir. Los lectores que son fieles seguidores de Joyce por lo común lo siguen hasta Ulises y allí se despiden. También muy comprensible. Y los periodistas de las revistas culturales, como cualquier ser humano, tienen que comer y pagar el alquiler.
Hay quien dice que con Finnegans wake se cierra un camino, que ni Beckett lo siguió. Envejecieron y murieron las vanguardias del siglo XX, incluso las de los años sesenta, y el posmodernismo (lo que sea que eso signifique) tampoco parece muy entusiasta ante Joyce, acaso es más cercano a Conrad que a nuestro presente. ¿Comparte esa preocupación o ese alivio?
¿Es verdad que con Finnegans wake se cierra un camino? Puede ser. Como Cervantes clausuró las novelas de caballería, Shakespeare los fantasmas y Aira las novelitas de Aira. Lo que sí cerró es el camino de la deformación de una lengua. No es concebible que un autor quiera hoy escribir un Finnegans wake engordado como El Aleph engordado de Pablo Katchadjian, pero no es imposible que a alguien se le ocurra adelgazarlo. También es cierto que, salvo para los estudiosos de su obra, Joyce es una molestia. Él mismo se lo propuso y lo consiguió. En Francia dicen Joyce; ça suffit. Y lo de las vanguardias es interminable porque todo escritor quiere ser de vanguardia, ¿y si la vanguardia permanente es el surrealismo y el surrealismo consiste en desprenderse de Joyce? ¿Por qué no? Por Queneau. Lo que se tiene hoy por vanguardia es escribir mal porque los vanguardistas dicen que escribir bien, escribe cualquiera. Y provocar. Pero si Joyce los provoca con un monstruo como Finnegans wake la vanguardia se enoja y lo descalifica. Beckett se desprendió de Joyce y qué bien que lo hizo. Gombrowicz se preguntaba por qué una enorme cantidad de escritores del siglo XX se dedicó a escribir libros incomprensibles. Qué sé yo; y mire que lo dice un vanguardista en serio. Se me ocurre pensar que Finnegans wake es una invitación al ingenio y al uso literario del sinsentido y justifica la pose del escritor que dice prescindir del lector porque todo escritor sueña con ese “lector ideal aquejado por un insomnio ideal” que le dedique su vida. (El lector ideal que le dedique su vida al escritor, como pretendía Joyce.)
Tomás Segovia, el poeta y traductor mexicano, que lo fue de Lacan y de varios de los estructuralistas, decía que no hay relación más servil, servicial y a la vez íntima que la establecida entre el traductor y lo que traduce. ¿Está usted de acuerdo con ello? ¿O prefiere la idea del traductor como una suerte de coautor, casi una celebridad como lo son actualmente los curadores del arte contemporáneo?
Y sí, si uno quiere traducir algo, le guste o no, tiene que convertirse en un servil desde el momento en que es imperioso ponerse al servicio del texto que traduce. El servicio es de transporte de un punto a otro, de una lengua a otra. Es un servicio al lector de la otra orilla del entendimiento. Traducir es convertir algo que otro ya produjo. Este que produjo el texto es el que se convirtió en celebridad. El traductor es un laburante –entre nosotros, un trabajador, un obrero– y, como todo laburante, los hay descuidados y perfeccionistas. Si con eso el pobre hombre se consigue un pequeño prestigio es justo que lo disfrute y sobre todo si le resulta rentable, pero de ahí a dárselas de coautor me parece, como se dice, a bit over the top. Y para qué hablar de los curadores de lo que sea. Los referentes, las palabras autorizadas, los especialistas y los guardianes del Templo que sea me producen escalofríos. ~
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile